Con certeza se ha afirmado que atendiendo una clasificación generacional, el peso principal de la etapa final - y decisiva- de la lucha contra la dictadura somocista, recayó en los jóvenes que al final de la década de los setenta frisaban entre los diecisiete y veinticinco años. En ese rango de edad se ubicaba la mayoría de combatientes de la insurrección final, y del contingente de hombres y mujeres que desde meses y años atrás realizó el trabajo político y organizativo que hizo posible ese desenlace exitoso.
Es, sin duda, un generación heroica.
La victoria popular contra el somocismo y la necesidad de constituir un nuevo Estado, a la par de crear el tejido organizativo que las tareas del nuevo orden imponían, conllevó necesariamente a depositar las nuevas funciones dirigentes en quienes - con mayor o menor experiencia o formación- habían asumido responsabilidades en las etapas anteriores.
Y el vigor y entusiasmo de la lucha por la liberación del país se manifestó en las nuevas tareas, con empuje y decisión. Todo era posible en la Nicaragua de entonces. Sin embargo, a la par de ello surgió en el propio seno de la fuerza dirigente, un fenómeno que, por no ser atendido y menos corregido, al cabo desvirtuó el carácter de la lucha, restó legitimidad a los métodos empleados y trastocó los valores originales de aquella gesta.
Amparados en méritos ciertos- pero sobredimensionados en algunos casos-, el núcleo de la dirigencia - la Dirección Nacional del FSLN- se erigió en el poder absoluto del país, y con ello no sólo se violentó la tierna institucionalidad que pujaba por establecerse en la nueva Nicaragua, sino que también se despojó al partido en formación de una naturaleza democrática, acaso para siempre. Debo apuntar que la imagen y la autoridad de “la DN “ como cuerpo colegiado, también fueron aprovechadas por algunos de sus integrantes y de su entorno, para cometer abusos, justificar arbitrariedades o exculpar errores.
La concentración de poderes en la Dirección Nacional del FSLN, estuvo acompañada de una deificación de sus miembros, resultado de una promoción desproporcionada y no casual especialmente de algunos de sus integrantes. Hecho que, desde luego, era de su conocimiento.
Pero si es indispensable reconocer la necesidad de un núcleo dirigente en cualquier proceso social y político, también es preciso apuntar que sólo el control sobre sus acciones, el sometimiento del mismo a las leyes del país y a las normativas del cuerpo al que pertenecen, su apego a la programática acordada y el constante escrutinio por la base (la base en cuanto fundamento, no en la acepción menospreciativa de “las bases”), son los factores que garantizarán la marcha correcta del proceso que se pretende democrático o al menos se advertirán los deslices.
Eso no ocurrió en Nicaragua en la década de los ochenta.
Y aquella vigorosa fuerza juvenil sobre la que descansó principalmente la lucha y que fue protagonista de acciones gloriosas (y aquí me excluyo), no fue capaz - no fuimos capaces pues aquí sí no me eximo -de enfrentar los equivocos y arbitrariedades que se cometieron y que en la mayoría de casos eran comentados en susurros colectivos.
El poder cohesiona, pero también seduce y si no existen los controles que necesita el poder, indefectiblemente se cumplirá la sentencia de Lord Acton de que “El poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente “. Así fue en Nicaragua.
Podrían argüirse -como entonces se hizo- que las condiciones de crisis y de guerra imponían la unidad, la cohesión alrededor de la conducción. El punto es que si bien eso se logró- con la excepción de disentimientos individuales que se cuentan con los dedos de una mano- fue a costa del carácter mismo del proyecto revolucionario como concepción integral. La lealtad a los ideales originales degeneró a una fidelidad acrítica y por tanto encubadora de caudillismo.
Y en ello, reitero, hay que reconocer la responsabilidad de una generación que con una conducta excepcional en la lucha contra el somocismo y en la defensa armada del proyecto, no fue capaz de enfrentar con la misma valentía, los errores y abusos que se cometían “al interior”. Por el contrario, comparecimos como turiferarios del poder. No quisimos (porque el poder seduce), o no pudimos (porque la unidad y la cohesión alrededor de la conducción - no de la esencia del proyecto-se imponía), o no nos dejaron. En cualquier caso es un capítulo de la historia que debe ser visto autocríticamente.
Esta reflexión no pretende ser un ejercicio diletante ni proponer un farisaico mea culpa colectivo. Por el contrario, si hay alguna pretensión es la de contribuir para que las nuevas generaciones activas políticamente en la lucha - otra vez !- por la democracia, e incluso para quienes están dentro del FSLN, se percaten de la necesidad de ser críticos, iconoclastas si se requiere. Solamente así,destruyendo ese dañino rasgo de la vieja cultura política nicaragüense, que es el caudillismo y el silencio cómplice, se podrá construir una nueva.
Ninguna institución política (subrayo: ninguna), está exenta de caer en las garras de los vicios que dice combatir. Por ello el debate franco y libre, la transparencia y la existencia de una masa crítica beligerante ,son los antídotos contra ese riesgo permanente.
Ojalá las nuevas generaciones quieran - deben poder y lograr que les dejen- desempeñar ese papel. Esa es la esperanza. Esa es la necesidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario