Quise escribir esta columna el viernes en la tarde y tuve que detenerme. Cada cinco minutos llegaba a mí información nueva y contradictoria. Entre fallos judiciales y un accidente aéreo de consecuencias inciertas, decidí abandonar la tarea, con la esperanza de que durante el fin de semana el panorama se podría despejar, que el tiempo me permitiría discernir lo importante de lo fútil.
Así fue.
A las 6 de la mañana del sábado me despertó el ruido de grillo de mi celular. Como bandada de murciélagos, los reportes del asesinato de Facundo Cabral cubrieron con su aleteo negro los teléfonos, las pantallas, los teclados. La ciudad entera gemía.
La incredulidad dominaba a algunos. ¿Quién podría querer matar a un artista de 74 años, un hombre reconocido como “mensajero de la paz”? Todavía no hay respuestas ciertas a esa pregunta, pero su muerte plantea otras preguntas que dan escalofríos. ¿Y por qué no?¿Acaso estaba Facundo Cabral protegido por una campana de cristal invulnerable? En esta ciudad donde matan a 20 personas cada día, todos vivimos al filo de una emboscada.
La muerte de Facundo Cabral no podemos despacharla al cajón del olvido bajo la etiqueta de “a saber en qué estaba metido”. Su asesinato nos obliga a enfrentar que en Guatemala nos ponemos en peligro de muerte simplemente por salir a trabajar, a hacer lo que nos gusta o llevar un teléfono en la mano.
Hay quienes especulan que la muerte del artista tiene tinte político. Necesitamos esperar los resultados de la investigación, antes de adelantar conclusiones definitivas. Sin embargo, por el contexto de lo ocurrido, encuentro sentido en lo dicho por el ministro de Gobernación, Carlos Menocal. La tragedia de Cabral, un artista que se hizo a sí mismo contando las historias de la gente común, fue la de sumergirse en la tragedia de Guatemala, una sociedad invadida por el crimen organizado y sojuzgada por los violentos.
Su muerte debería tener la capacidad de sacudirnos y enfrentarnos a la catástrofe de toda la sangre que derramamos en forma absurda. Perder una vida como la de este artista, atesorada en el mundo entero, nos debería recordar que cada víctima de la violencia deja un vacío irremplazable, una misión inconclusa y una comunidad de corazones rotos. Como decía un amigo ayer, aquí mueren 20 Facundos todos los días. Ojalá esta muerte nos obligara a revalorar la vida en sí misma, a recuperar el asombro ante el milagro –no sólo biológico, sino cósmico—que significa cada una de ellas: el triunfo de una chispa, un fosforazo, ante el oscuro silencio de la nada.
En las redes sociales han aparecido muchas expresiones de vergüenza. Es comprensible que nos sintamos avergonzados, pero me desconcierta que sea ese el sentimiento dominante. Nosotros, siempre tan chapines, estamos más preocupados del qué dirán, de los murmullos de “la buena sociedad”, que de lo que somos en el fondo y lo que hacemos, por nosotros y por los demás, incluso cuando nadie nos está viendo.
Entre los amigos que me llamaron en las primeras horas del sábado, uno de ellos me decía, entre lágrimas, que el asesinato de Facundo Cabral debía ser un parteaguas. Quisiera creer que los guatemaltecos podremos rendirle ese homenaje al artista, que su muerte nos dé fuerza para cambiar la marea de nuestro destino, para alzar la vista y ocuparnos de los grandes desafíos de nuestro país, en vez de ahogarnos en los detalles nimios de la coyuntura: erradicar el hambre, darle a cada quien la oportunidad de una vida mejor y ante todo y de forma urgente, saciarnos de justicia y liberar a nuestro país de las manos criminales.
Esa es la paz que anhelamos, la que animaba a Facundo a cantar que hay que dejar el espejo y salir a la calle con el propósito renovado de ser personas buenas, para poner la virtud –esa palabra tan pasada de moda que sin embargo era la preferida de Robespierre, el revolucionario por excelencia– en nuestro mapa.
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