El diario granadino EL CORREO (1913-1934), fué fundado por quien fuera su Director, Carlos Rocha Avellán y es sobre todo recordado por haber dado acogida a las publicaciones literarias del Movimiento de Vanguardia, "Rincón de Vanguardia" y "Página de Vanguardia", a cargo de Pablo Antonio Cuadra Cardenal y Octavio Rocha Bustamante, hijo éste último de don Carlos y padre de Luis Rocha Urtecho, quien, junto con su nieto Luis Javier Espinoza Rocha, retoman hoy "El Correo Nicaragüense"; un blog pluralista, que agradece la reproducción de su contenido.

domingo, 3 de julio de 2011

Jesús Aproximación histórica



Sesión 7: Jesús, defensor de los últimos

VER:

  • ¿Quiénes son hoy en día los marginados y despreciados de la sociedad? ¿Porqué?
  • ¿Cómo los ve Jesús? ¿Por qué los defiende?
  • ¿Cuál es la función de los Centros de Derechos Humanos? ¿A quiénes defiende? ¿Por qué? (Se puede pedir a un promotor de Derechos Humanos de la parroquia no hablé un poco del Centro de Derechos Humanos “Juan Gerardi”).

PENSAR:

En una sociedad donde hay gente que vive hundida en el hambre o la mi­seria, solo hay una disyuntiva: ser indiferentes al sufri­miento de los demás o despertar el corazón y mover las manos para ayudar a los necesitados. Así lo siente Jesús. Los ricos, que viven olvida­dos de los sufrimientos de los pobres, explotando a los débiles y disfru­tando de un bienestar egoísta, son unos insensatos. Su vida es un fracaso. La idea de que un rico pueda “entrar” en el reino de Dios no solo es im­posible, sino ridícula: “Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que el que un rico entre en el reino de Dios” ( Marcos 10,24). La imagen tan gráfica y cómica de este torpe animal tratando de “entrar” por la estrecha abertura de una aguja es típica del estilo de Jesús. Todos se inclinan a pensar que proviene de su ironía. En el reino de Dios no puede haber ricos viviendo a costa de los pobres. Es absurdo imaginar que, cuando por fin se cumplan los deseos de Dios, siga habiendo pode­rosos oprimiendo a los débiles.

La tragedia de los ricos consiste en que su bienestar junto a los que pasan hambre es incompatible con el reinado de Dios, que quiere ver a todos sus hijos e hijas disfrutando de una vida digna y justa. En el evangelio de Mateo se recoge un relato impresionante donde se habla de la ayuda a los necesitados como el criterio que decidirá la suerte final de todos. Entonces dirá el rey a los de su derecha: “Vengan, benditos de mi Padre, tomen posesión del reino preparado para ustedes desde la creación del mundo. Porque tuve hambre, y me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; era forastero, y me hospedaron; estaba desnudo, y me vestieron; enfermo, y me visitaron; en la cárcel, y fueron a verme. Enton­ces los justos le responderán: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer; o sediento y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos fo­rastero y te acogimos; o desnudo y te vestimos? ¿Cuándo te vimos en­fermo o en la cárcel y fuimos a verte?”, y el rey les dirá: “En verdad les digo que cuando hicieron con uno de estos hermanos míos más peque­ños, a mí me lo hicieron... (Mateo 25,31-46)”. Los que son declarados “benditos del Padre” no han actuado por mo­tivos religiosos, sino por compasión. No es su religión ni la adhesión ex­plícita a Jesús lo que los conduce al reino de Dios, sino su ayuda a los ne­cesitados. El camino que conduce a Dios no pasa necesariamente por la religión, el culto o la confesión de fe, sino por la compasión hacia los “hermanos pequeños”.

Probablemente, esta escena del “juicio final” no ha sido presentada así por Jesús. No es su estilo ni su lenguaje. Pero el mensaje que contiene es, sin ningún género de duda, la conclusión que se extrae de su mensaje y de toda su actuación. Podemos decir sin temor a equivocarnos que la “gran revolución religiosa” llevada a cabo por Jesús es haber abierto otra vía de acceso a Dios distinta de lo sagrado: la ayuda al hermano necesitado. La religión no tiene el monopolio de la salvación; el camino más acertado es la ayuda al necesitado. Por él caminan muchos hombres y mujeres que no han conocido a Jesús.

Los indigentes, que constituyen el estrato más bajo de Galilea, no solo ca­recen de todo; están además condenados a vivir en la vergüenza: sin ho­nor ni dignidad alguna. No se pueden enorgullecer de pertenecer a una familia respetable: no han podido defender sus tierras; no pueden ga­narse la vida con un trabajo digno. El deshonor y la indignidad de estas gentes se agravaba todavía más por el sistema de pureza vigente, que acentuaba las discriminaciones en­tre los diversos sectores de la sociedad judía.

El templo de Yahvé, lugar santo por excelencia, debía ser protegido de toda conta­minación, excluyendo de su recinto sagrado a gentiles e impuros. La ob­servancia estricta de la ley era el mejor medio para vivir en la tierra santa de Dios, sin dejarse asimilar por una cultura extraña. En consecuencia, se enfatizó el cumplimiento del sábado, principal seña de identidad de Is­rael en medio de los pueblos del Imperio; se prohibió estrictamente el matrimonio con mujeres extranjeras; se apremió el pago de diezmos y primicias. Por último se urgió el cumplimiento del “código de santidad”, dispuesto por la ley, como una estrategia de separación de lo impuro, lo no santo, lo alejado de Dios. Se llama “código de santidad” al conjunto de normas y prescripciones recogidas en el libro del Levítico 19-26. Está redactado en ambientes sacerdotales del templo e insiste en la idea de separación de lo impuro para tener acceso al Dios santo.

El sistema de pureza ritual buscaba garantizar la identidad judía frente a la cultura pagana, pero tuvo otro resultado tal vez inesperado: el endurecimiento de las diferencias y discriminaciones dentro del mismo pueblo. Ya por nacimiento, los sacerdotes y levitas poseían un rango de santidad superior al del pueblo; los que observaban el código de santi­dad gozaban de mayor dignidad que los impuros, los que vivían en con­tacto con paganos o los que, como los publicanos y prostitutas, ejercían profesiones que implicaban de hecho una permanente transgresión del código; los leprosos, eunucos, ciegos y cojos no se podían presentar con el mismo rango de pureza que los sanos; naturalmente, las mujeres, sos­pechosas siempre de impureza por su menstruación o los partos, perte­necían a una categoría menos digna y santa que la de los varones.

Es normal que en este tipo de sociedad, donde se marca ritualmente el grado de pureza o impureza de las gentes, los más proscritos y degrada­dos socialmente sean considerados de manera general un sector de “im­puros” alejados del Dios santo del templo. Son gentes sucias, muchos de ellos enfermos, con la piel de su cuerpo ulcerada como Lázaro. Hay en­tre ellos mendigos, ciegos y prostitutas. Su vida de vagabundos les im­pide a la mayoría cumplir las normas de pureza y las purificaciones ri­tuales. Bastante tienen con buscarse el pan de cada día. Su exclusión del templo parece mostrar que Dios los rechaza. A nadie le agrada tener cerca a gente sucia y desagradable. Seguramente a Dios tampoco.

Jesús no lo veía así. Frente a lo proclamado en el código de santidad: “Sed santos porque yo, el Señor, su Dios, soy santo”, él introduce otra exigencia que transforma de manera radical el modo de entender y vivir la “imitación” de Dios: “Sean compasivos como su Padre es compasivo”. (Lucas 6,36 / / Mateo 5,48). Es la compasión y no la santidad lo que hemos de imitar en Dios. No niega Jesús la “santidad” de Dios, pero lo que cualifica esa santidad no es la separación de lo impuro, sino su amor compasivo. Dios es grande y santo no porque vive separado de los impuros, sino porque es compasivo con todos y “hace salir su sol sobre malos y buenos, y llo­ver sobre justos e injustos” (Mateo 5,45). La compasión es el modo de ser de Dios, su primera reacción ante el ser humano, lo primero que brota de sus entra­ñas de Padre. Dios es compasión y amor entrañable a todos, también a los impuros, los privados de honor, los excluidos de su templo. Dios nos lleva a todos en sus entrañas. Por eso, la compasión es, para Jesús, la manera de imitar a Dios y ser santos como él. Mirar a las personas con amor compasivo es parecerse a Dios; ayudar a los que sufren es actuar como él. Jesús introduce así una verdadera revolución. El “código de santi­dad” generaba una sociedad discriminatoria y excluyente. El “código de compasión” propuesto por él genera una sociedad compasiva, aco­gedora e incluyente, incluso hacia esos sectores sin honor y respetabili­dad.

La experiencia que Jesús tiene de Dios no conduce a la separación y exclusión, sino a la acogida, al abrazo y la hospitalidad. En el reino de Dios, a nadie se ha de humillar, excluir o separar de la comunidad. Los impuros y los privados de honor tienen la dignidad sagrada de hijos de Dios. Es el amor compasivo el que está en el origen y trasfondo de toda la actuación de Jesús, lo que inspira y configura toda su vida. La compasión no es para él una virtud más, una actitud entre otras. Vive transido por la misericordia: le duele el sufrimiento de la gente, lo hace suyo y lo con­vierte en principio interno de su actuación.

Jesús toca a los leprosos, se deja tocar por la hemorroísa y besar por la prostituta, libera a los poseídos de espíritus im­puros. Nada le detiene cuando se trata de acercarse al que sufre. Su ac­tuación, inspirada por la compasión, es un desafío directo al sistema de pureza. Tal vez tenía una visión muy particular: lo santo no necesita ser protegido por una estrategia de separación para evitar la contaminación; al contrario, es el verdaderamente santo quien contagia pureza y trans­forma al impuro. Jesús toca al leproso, y no es Jesús el que queda impuro, sino el leproso quien queda limpio.

No fue la acogida a los impuros lo que provocó más escándalo y hostili­dad hacia Jesús, sino su amistad con los pecadores. Nunca había ocurrido algo parecido en la historia de Israel. Ningún profeta se había acercado a ellos con esa actitud de respeto, amistad y simpatía. La conducta de Jesús es sorprendente. No habla del pecado como algo que está provocando la ira divina. Al contrario, en el reino de Dios hay tam­bién sitio para los pecadores y las prostitutas. No se dirige a ellos en nombre de un juez irritado por tanta ofensa, sino imitando su amor en­trañable de Padre. ¿Cómo puede acoger junto a sí a publicanos y pecado­res sin ponerles condición alguna? ¿Cómo un hombre de Dios los puede aceptar como amigos? ¿Cómo se atreve a comer con ellos? Este compor­tamiento es seguramente el rasgo más provocativo de Jesús. Ningún pro­feta había actuado así. Tampoco las comunidades cristianas se atreverán más tarde a tanta tolerancia con los pecadores (1 Corintios 5,1-13).

Asimismo, Jesús escandaliza también por relacionarse con mujeres de mala fama, provenientes de los estratos más bajos de la sociedad. Lo que más escandaliza no es verle en compañía de gente pecadora y poco respetable, sino observar que se sienta con ellos a la mesa. Estas co­midas con “pecadores” son uno de los rasgos más sorprendentes y origi­nales de Jesús, quizá el que más lo diferencia de todos sus contemporá­neos y de todos los profetas y maestros del pasado. Los pecadores son sus compañeros de mesa, los publicanos y prostitutas gozan de su amis­tad. Un gesto simbólico que generó una reac­ción inmediata contra él. Las fuentes recogen fielmente primero la sor­presa: “¿Qué? ¿Es que come con los publicanos y pecadores?” (Marcos 1,16). ¿No guarda las debidas distancias? ¡Qué vergüenza! Luego las acusaciones, el rechazo y el descrédito: “Ahí tienen un comilón, bebedor de vino, amigo de pecadores” (Lucas 7,34 / / Mateo 11,9). ¿Cómo puede comportarse así?

El reino de Dios es una mesa abierta donde pueden sen­tarse a comer hasta los pecadores. Esta apertura de Jesús llevará un día a las comunidades cristianas a acoger en su seno a los paganos. El gozo de Dios es que los pobres y despreciados, los indesea­bles y pecadores puedan disfrutar junto a él. Jesús lo está ya viviendo desde ahora. Por eso celebra con gozo cenas y comidas con los que la so­ciedad desprecia y margina. ¡Los que no han sido invitados por nadie, un día se sentarán a la mesa con Dios!

Jesús entiende y vive estas comidas con pecadores como un proceso de curación. Al verse acusado por su conducta extraña y provocativa, res­ponde con este refrán: “No necesitan de médico los sanos, sino los enfer­mos”. Estas comidas tienen un carácter terapéutico. En ellas, Jesús les ofrece su confianza y amistad, los libera de la vergüenza y la humillación, los rescata de la marginación, los acoge como amigos. Poco a poco se des­pierta en ellos el sentido de la propia dignidad: no son merecedores de ningún rechazo. Por vez primera se sienten acogidos por un hombre de Dios. En adelante, su vida puede ser diferente. Por eso son comidas alegres y festivas. Beben vino y probablemente entonan cánticos. El vino se bebía en las comidas de carácter festivo. Y a Jesús le llaman literalmente “be­bedor de vino” (Lucas 7,33 / / Mateo 11(19). En lo íntimo de su corazón, Jesús celebra con gozo el retorno de los “perdidos” a la comunión con el Padre.

Je­sús no invita al libertinaje. No justifica el pecado, la corrupción ni la pros­titución. Lo que hace es romper el círculo diabólico de la discriminación, abriendo un espacio nuevo para el encuentro amistoso con Dios. Jesús se sienta a la mesa con los pecadores no como juez severo, sino como amigo acogedor. El reino de Dios es gracia antes que juicio. Dios es una buena noticia, no una amenaza. La acogida de Jesús les da a estas mujeres y hombres fuerza para reconocerse como pecadores. Nada tienen que te­mer. El desprecio y la exclusión social les impedía mirar a Dios con con­fianza; la acogida de Jesús les devuelve la dignidad perdida. No necesi­tan ocultarse de nadie, ni siquiera de sí mismos. Pueden abrirse al perdón de Dios y cambiar. Con Jesús todo es posible.

A estos pecadores que se sientan a su mesa, Jesús les ofrece el perdón envuelto en acogida amistosa. No hay ninguna declaración; no les absuelve de sus pecados; sencillamente los acoge como amigos. Es amigo de los pecadores antes de verlos convertidos. Dios es así. No espera a que sus hijos e hijas cambien. Es él quien comienza ofre­ciendo su perdón. Este perdón que ofrece Jesús no tiene condiciones. Su actuación tera­péutica no sigue los caminos de la ley: definir la culpa, llamar al arrepen­timiento, lograr el cambio y ofrecer un perdón condicionado a una res­puesta posterior positiva. Jesús sigue los caminos del reino: ofrece acogida y amistad, regala el perdón de Dios y confia en su misericordia, que sabrá recuperar a sus hijos e hijas perdidos. Se acerca, los acoge e ini­cia con ellos un camino hacia Dios que solo se sostiene en su compasión infinita. Nadie ha realizado en esta tierra un signo más cargado de espe­ranza, un signo más gratuito y más absoluto del perdón de Dios.

Jesús sitúa a todos, pecadores y justos, ante el abismo insondable del perdón de Dios. Ya no hay justos con derechos frente a pecadores sin de­rechos. Desde la compasión de Dios, Jesús plantea todo de manera dife­rente: a todos se les ofrece el reino de Dios; solo quedan excluidos quie­nes no se acogen a su misericordia. Todo queda confiado al misterio del perdón de Dios. Entre quienes le escuchan, el mensaje de Jesús resuena así: “Cuando se vean juzgados por la ley, siéntanse comprendidos por Dios; cuando se vean rechazados por la sociedad, sapan que Dios los abraza; cuando nadie les perdone su indignidad, sientan sobre ustedes su perdón inagotable. No lo merecen. No se lo merece nadie. Pero Dios es así: amor y perdón”.

ACTUAR:

· ¿Qué personas son las que actualmente sufren más discriminación y no se les respetan sus derechos humanos?

· ¿Qué personas o causas crees que debemos acompañar o defender aquí en Torreón desde nuestra parroquia, desde el “Gerardi” y comunidades?

· ¿Qué puedo hacer yo para no caer en actitudes discrimitarias sino al contrario respetar, acoger y defender a los últimos?

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