Luis García Montero.
Las aguas del derecho internacional están muy revueltas. La inmovilización en Creta del barco Guernika, dictada por el Gobierno griego, es un símbolo. Las autoridades europeas impiden la navegación de la Flotilla de la Libertad y colaboran de hecho con el bloqueo ilegal que Israel ejerce sobre Gaza. Así están las cosas. Hace unas semanas, el cooperante español Ignacio García Pedraza, profesor de la Universidad de Jerusalén en una diplomatura sobre derecho internacional público y solución no violenta de conflictos, fue conducido al Centro de Detención del aeropuerto Ben Gurión, interrogado y deportado. Aunque no le dieron muchas explicaciones, cabe suponer que los motivos de este abuso policial tienen que ver con el proyecto GPSGAZA y su barco El Oliva. Algunos cooperantes navegan junto a los pescadores palestinos para denunciar las agresiones con las que la marina israelí interrumpe sus trabajos y sus redes.
En un mundo globalizado, cuando la tecnología y los intereses económicos desbordan las antiguas fronteras nacionales, los derechos deben formar parte inseparable de la identidad de los seres humanos. La justicia internacional es el campo ideológico más significativo que existe hoy en el esfuerzo por la emancipación, la igualdad y la libertad. Si queremos que el mundo globalizado sea algo más que un negocio sin fronteras para la especulación y los mercados devastadores, debemos tomarnos muy en serio el internacionalismo de la justicia y la solidaridad con las víctimas de las dictaduras, los genocidios y los crímenes de lesa humanidad. Cerrar los ojos es siempre grave, pero el significado de este acto mezquino se ensucia mucho más en un mundo abierto, que reclama su unificación como eje del desarrollo económico. Las llamadas a las viejas razones de Estado ya no suponen sólo una hipocresía típica en las cloacas del poder. Implican también una complicidad profunda con las interpretaciones más reaccionarias del futuro.
Cuando la burguesía intentaba desmantelar el feudalismo, la razón de Estado, llamada razón de Establo por los pensadores reaccionarios, pretendía fijar en el horizonte el nuevo poder de las naciones. Entonces podían esgrimirse argumentos pragmáticos de carácter progresista. Hoy, mientras emerge una concepción distinta de la historia, lo único decente es negarse al pragmatismo que sacrifica los valores de la justicia y los derechos humanos. Las razones de Estado, o de Establo, suponen una humillación completa a las estrategias más descarnadas de la explotación económica. Por eso es tan alarmante la postura de algunos gobiernos socialistas como los de España o Grecia.
Llueve sobre mojado. Entre 1998 y 2005, España fue pionera en la defensa de la justicia internacional gracias a las actuaciones del juez Baltasar Garzón y a importantes sentencias de la Audiencia Nacional, el Tribunal Constitucional y el Tribunal Supremo. Pudieron juzgarse crímenes contra la humanidad en Guatemala, Argentina y Chile. Pero en el año 2009, aprovechando un trámite de enmiendas para la implantación de la Oficina Judicial, la pinza del PSOE y el PP cambió, sin debate público, el artículo 23.4 de la Ley Orgánica del Poder Judicial. Se limitaron las competencias españolas en el derecho internacional. Ahora sólo pueden perseguirse crímenes que tengan que ver con ciudadanos españoles y que no sean ya investigados en el país donde se cometieron los delitos. Con estos recortes hubiese sido imposible en la práctica, por ejemplo, abrir el proceso contra Pinochet.
Se pretendió evitar problemas con China e Israel ante sus continuas violaciones de derechos humanos. La mezquina razón de Estado supone impunidad para los genocidas y desamparo para las víctimas, a las que se niega el derecho a la justicia, la verdad y la reparación. Si a esto le añadimos los avatares de la investigación sobre los crímenes del franquismo, es comprensible el descrédito internacional que sufre hoy la justicia española. Pero más grave que ese descrédito es la opción política que parece tomar Europa. Estamos en un momento de la historia en el que no se puede aceptar la identidad como excusa para violar las leyes. Hay que convertir los derechos humanos y las leyes en la parte fundamental de nuestra identidad.
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