Charla magistral del XI Congreso Latinoamericano
y II Congreso Nacional de Lecto-Escritura.
Aula Magna de la Universidad Centroamericana
(24 de julio de 2011).
Alguien ha dicho que el oficio del escritor es el mejor del mundo, aunque existan otros más antiguos. O quizás no. La necesidad de contar, y oír contar, se inicia en ese momento mágico en que alguien no se da abasto con la percepción directa de la realidad que lo circunda, y vaga con su mente mas allá de los límites reales de su mundo, donde termina lo visible y comienza la incierta oscuridad llena de la inquietud por lo desconocido, de las sombras apenas dibujadas de la incertidumbre. Y ese alguien que piensa imaginando, necesita representar en el lenguaje no sólo lo que imagina, también la propia realidad que lo circunda. A su vez, alguien escucha, e imagina la representación de las palabras que escucha.
Imaginemos al primer contador de historias, y a su primer oyente, sentados a la luz de una hoguera en la noche primitiva. Alguien queriendo conquistar la atención del otro, tratando de introducirlo en su propio universo, encantarlo, convencerlo de sus propias visiones, e invenciones, y hacer que las crea. Y el otro predispuesto a ser parte de ese rito ─como la predisposición que tiene quien paga su entrada al teatro y se sienta en la butaca─ dispuesto a creer, a dejarse encantar, a dejarse seducir. ¿Por qué no decir, a dejarse engañar?
En la medida en que el conocimiento del mundo se ha expandido hasta la saciedad, y disponemos de imágenes del todo y de todo, podemos preguntarnos: ¿la necesidad de contar y oír contar se extingue? ¿Llegaremos a prescindir de la imaginación en nuestras vidas? ¿La imagen sustituirá a la imaginación? El resplandor de las pálidas hogueras de los aparatos de televisión aleja cada vez más las fronteras de la oscuridad, deshaciendo sus criaturas. Ahora tenemos una representación del todo, o casi todo en las pantallas de la televisión, de las computadoras, de las pizarras portátiles, de los teléfonos celulares. Las guerras, las hambrunas, las tragedias colectivas, los crímenes, ocurren dentro de nuestras casas, o podemos saber de ellas con sólo pulsar una tecla cuando vamos por la calle. Son sucesos domésticos, pertenecen a una épica a domicilio. La contemporaneidad es instantánea, no como antes, donde los sucesos se contaban siempre en pasado, hasta la remotidad del tiempo, y ocurrían en la irrealidad del pasado: las coronaciones de los reyes de España se celebraban con fiestas callejeras en las provincias de Centroamérica, en los siglos de la colonia, lejos de las noticias, ya cuando esos reyes habían enloquecido o habían muerto.
Hay otras preguntas abiertas aún en estos inicios del siglo veintiuno: ¿Cómo vamos a leer? ¿O es que vamos a dejar de leer? Muchos son los que temen que, como nunca, la tecnología digital está cambiando radicalmente las expresiones de la cultura, empezando por la cultura de leer libros, y puede llegar a abolirla.
Eso significaría, nada menos, que la desaparición de ese acto mágico que empezó hace milenios a la luz de las hogueras, cuando alguien transmite a otro lo que imagina, y que del relato oral pasó al relato escrito, para crear ese juego de correspondencias visibles e invisibles entre el escritor y el lector, un proceso que va de la mente a la mente, una cadena de imágenes pasando continuamente por el filtro de las palabras. El escritor imagina, y el lector también imagina. Existe una correspondencia de imágenes entre escritor y lector, aunque no una identidad, porque hay tantos escenarios y rostros como lectores.
En la mente del autor que concibe, hay un sólo tipo, un solo modelo, aunque complejo, de composición de escenas y personajes cuando imagina. El filtro de las palabras deberá probar ser lo suficientemente eficaz para que la escritura recoja si no todas, la mayor parte de sus ideas imaginativas. Entre la mente que imagina y la palabra que copia, se produce entonces un trámite de fidelidades. Pero de allí en adelante, entre lectores, el modelo se dispersa en copias disímiles, correspondientes pero no idénticas.
Hay que imaginar la imagen, esa es la más espléndida de las tareas del lector. Sólo la literatura es capaz de esa riqueza de diversidad, de repartir un rostro, una escena, un escenario para cada quien con prodigalidad. La belleza que depara la lectura es siempre hipotética. De allí que muchas veces terminemos decepcionados con las películas basadas en obras literarias. Es que estamos enfrentando las imágenes de un lector en particular, que es el director de cine, con las nuestras, y nunca habrá coincidencias posibles. La imagen expuesta choca contra nuestra imagen, y se destruyen.
Es ese puente hecho de palabras, que se tiende entre el escritor y el lector, el que no puede ser dinamitado por la tecnología digital, porque es un puente para el paso de la imaginación, que es consustancial a los seres humanos que no pueden existir sin imaginar. No puede vaciarse la mente de invenciones, de mitos, de sueños, de exageraciones, de comicidades. Y los libros han sido siempre el más fiel instrumento de la imaginación, de los embustes. ¿Quién es el embustero más grande? Ulises, el navegante. La Odisea no es sino una cadena de asombrosas mentiras.
Esos temores contemporáneos acerca de la desaparición de la lectura, y de su instrumento privilegiado que son los libros, se me parece mucho al que deben haber sentido los monjes medioevales que en el encierro de los conventos se dedicaban a copiar los libros a mano, cuando oyeron que más allá de los muros corrían voces proclamando el invento de una máquina portentosa que era capaz de fabricar en pocos días los libros que a ellos les tomaban años. La invención de la imprenta revolucionó al mundo como nunca antes. La lectura se volvió un asunto masivo, y por tanto, vulgar y subversivo. Y antes de revolucionar las sociedades, revolucionó las mentes, cambió el modo de actuar del cerebro humano, su fisiología.
Pero ninguna otra revolución tecnológica ha modificado los sistemas de vida como la revolución digital. La imprenta nunca pudo ser tan totalizadora como la cibernética. En un solo puño electrónico está hoy todo, y del mismo sistema único van a depender cada vez más nuestras vidas. Comunicarse de voz, por imagen o por escrito, escribir cartas y escribir libros, oír música, ver películas, comprar y vender, pagar cuentas y prestar dinero, reservar boletos de espectáculos y boletos de avión, buscar datos y obtener información, asistir a clases, presentar exámenes, opinar y votar, son algunos de los pocos indicios de lo que un día será el todo que regirá de manera implacable nuestros destinos. Ya los inmigrantes ilegales en Estados Unidos, en proceso de deportación, llevan un grillete electrónico el tobillo, y un gran cerebro digital vigila sus pasos. Nadie puede escaparse del ojo invisible del Big Brother, el profético personaje de la novela 1984 de H.G. Wells.
Ya no cuesta adaptarse al futuro. Alguien salió a ver con asombro un día el paso novedoso de los trenes, que hacían huir a galope tendido a los caballos ante su fragor, o se asomó a la ventana a contemplar en el cielo lejano la dilatada estela de un avión a propulsión. Hoy las novedades son tantas que cuesta asombrarse, y el futuro queda rápidamente atrás cada día, como materia del viejo pasado. Mis nietos no me creen cuando las digo que una vez la televisión fue en blanco y negro, y que los teléfonos celulares y los juegos electrónicos no han existido desde siempre.
En el siglo diecinueve, una misma generación fue capaz de presenciar unos pocos adelantos, la máquina de vapor, el ferrocarril, el telégrafo, el cable submarino. En el siglo veinte, mi propia generación pasó del telégrafo en clave Morse al Internet, pero ha podido ver, entretanto, el teléfono de manivela, el teléfono de discado y el teléfono digital, el avión de hélice y el avión a chorro, el cine tridimensional, la radio, la televisión en blanco y negro y la televisión a colores, la máquina de escribir mecánica, la máquina de escribir eléctrica y la computadora, las redes sociales y las videocomunicaciones. Todo en apenas medio siglo. Y el libro electrónico.
Pronto dejaremos de asombrarnos de que en lugar de los libros de papel, el instrumento de lectura esté siendo ya una pizarra electrónica que se puede llevar en el bolsillo. Todos los libros que uno quieran en la palma de la mano. Para un vicioso de los libros como yo, evitarse salir de la librería cargado con bolsas que luego no haya uno donde colocar, y que siempre reclaman un lugar en los estantes ya agobiados de la biblioteca, que ya no dan para más, supondría una ventaja asombrosa, tanto como la otra, de no tener que ir en busca de los pesados diccionarios mientras se está escribiendo, o de un tomo de enciclopedia, porque toda la información está en línea, al pulso de una tecla. Una información, además, que en lugar de envejecer en un anaquel, siempre se renueva.
Y para mayor ventaja, ahora se trata de libros que no serán capaces de molestarnos recordándonos con su presencia que ya tenemos demasiados, y que no avanzamos más que lentamente en cumplir con leerlos. Entramos en ese sueño terrible de los estantes vacíos, o de los estantes desaparecidos por inútiles. Todo estará guardado en nuestro bolsillo, en las entrañas del libro que no tiene páginas, sólo memoria.
Pero desde ahora, tengo nostalgia por los libros de papel. Y fidelidad a su peso en mi mano. Estoy dispuesto a defenderlos, como un caballero andante de los viejos tiempos. Porque su desaparición mutila mi vida, y la manera en que entiendo la cultura. Libros reales que han andando conmigo por el mundo entre penas y exilios, comprados de segunda mano en viejas librerías, o nuevos, sus cuadernillos vírgenes, cuando aún se imprimían aquellos libros sin refilar que era necesario rasgar con un abrecartas. Libros cada uno con su volumen y con su aroma, de pastas duras o suaves, su olor a tinta en mis narices, la tersura de sus páginas en mis tacto, la intimidad que ganamos entre ellos y yo desde hace tiempo siempre viva.
Libros de tersa textura impresos en el viejo papel que nos deparan los bosques silenciosos, libros que abrimos y olemos por primera vez con esa sensualidad que sólo ellos nos regalan. Libros que producen entre nuestros dedos el mismo rumor familiar cuando pasamos sus páginas. ¿Van a desaparecer un día los libros reales, y nos quedarán solamente los libros virtuales? Es probable, aunque yo auguro una convivencia de largo plazo entre ambos.
Voy a contarles una anécdota. Cuando escribí mi novela Castigo Divino entre 1985 y 1988, usé por primera vez una computadora IBM, con un procesador de palabras que se llamaba Lotus Simphony, y todo se grababa en unos floppies. Necesité unas veinte de ellos para toda la novela. Guardo esos floppies como un recuerdo arqueológico nada más, porque no existe hoy en día ningún aparato que sea capaz de leerlos. La novela quedó atrapada en una memoria inútil porque es una memoria muerta, y si no fuera porque fue impresa en papel, habría desaparecido para siempre.
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