El diario granadino EL CORREO (1913-1934), fué fundado por quien fuera su Director, Carlos Rocha Avellán y es sobre todo recordado por haber dado acogida a las publicaciones literarias del Movimiento de Vanguardia, "Rincón de Vanguardia" y "Página de Vanguardia", a cargo de Pablo Antonio Cuadra Cardenal y Octavio Rocha Bustamante, hijo éste último de don Carlos y padre de Luis Rocha Urtecho, quien, junto con su nieto Luis Javier Espinoza Rocha, retoman hoy "El Correo Nicaragüense"; un blog pluralista, que agradece la reproducción de su contenido.

domingo, 17 de julio de 2011

Jesús Aproximación histórica



Sesión 9: Jesús, maestro de vida

VER:

  • ¿Quién es o ha sido para ti un maestro ejemplar?
  • ¿Por qué Jesús fue tenido como maestro? ¿Cómo enseñaba?
  • ¿Qué características tendría que tener una persona para ser considerado como maestro de la vida?

PENSAR:

La gente llama a Jesús rabí, porque lo ven como un maestro. No es solo una forma de tratarle con respeto. Su modo de dirigirse al pueblo para invitar a todos a vivir de otra manera se ajusta a la imagen de un maestro de su tiempo. No es solo un profeta que anuncia la irrupción del reino de Dios. Es un sabio que enseña a vivir respondiendo a Dios.

Como en todos los pueblos, también en la sociedad judía que conoció Jesús predominaba una sabiduría convencional que se había ido configu­rando a lo largo de los siglos y era aceptada básicamente por todos. La fuente principal de la que arrancaba era la ley de Moisés y las tradiciones que se iban transmitiendo de generación en generación. Esta “cultura re­ligiosa”, alimentada semanalmente en las sinagogas con la lectura de las Escrituras, reavivada en las grandes celebraciones y fiestas del templo, conservada y actualizada por los intérpretes oficiales, era la que impreg­naba toda la vida de Israel. De esta tradición religiosa, interiorizada en la conciencia del pueblo, extraían todos su imagen de Dios y el marco de valores que configuraban su visión de la vida: la elección de Israel, su alianza con Yahvé, la ley, el culto del templo, la circuncisión o el descanso del sábado. Ahí se alimentaba su identidad de “hijos de Abrahán”.

Aunque Jesús vive enraizado en lo mejor de esta tradición, su ense­ñanza tiene un carácter subversivo, pues pone en cuestión la religión convencional. De su enseñanza se desprende una conclusión: está lle­gando el reino de Dios. No se puede seguir viviendo como si nada ocu­rriera; hay que pasar de una religión convencional a una vida centrada en el reino de Dios. Lo que se está enseñando en Israel no sirve ya como punto de partida para construir la vida tal como la quiere Dios. Hay que aprender a responder de manera nueva a la nueva situación creada por la irrupción de Dios.

La gente sabe que Jesús no es un maestro de la ley. No ha estudiado con ningún maestro famoso. No procede de ningún grupo dedicado a interpre­tar las Escrituras. Jesús se mueve en medio del pueblo. Habla en las plazas y descampados, junto a los caminos y a orillas del lago. Tiene su propio len­guaje y su propio mensaje. Para comunicar su experiencia del reino de Dios, narra parábolas que abren a sus oyentes a un mundo nuevo. Para provocar a la gente a entrar en la dinámica de ese reino, pronuncia sentencias breves en las que resume y condensa su pensamiento. De su boca salen sentencias directas y precisas que apremian a todos a vivir la vida de otra manera.

Jesús tiene un estilo de enseñar muy suyo. Sabe tocar el corazón y la mente de las gentes. Con frecuencia les sorprende con dichos paradójicos y desconcertantes: “Quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará” (Marcos 8,35). ¿Será de verdad así? ¿Un asunto de vida o muerte? ¿Una decisión donde uno se juega todo. Otras veces habla con ironía y humor: “¿Cómo es que ves la mota en el ojo de tu hermano y no adviertes la viga que hay en el tuyo?” (Mateo 7,3). La gente se ríe a carcajadas, pero difícilmente ol­vidará la lección. Sabe también utilizar con gracia juegos de palabras que les divierten no poco: “¡Guías ciegos, que cuelan un mosquito [en arameo, galma] y se tragan un camello [en arameo, gamla]!” (Mateo 23,24. La gente se reiría todavía más al recordar que el camello era un animal impuro).

Jesús quiere llegar hasta las gentes más sencillas e ignorantes. Por eso emplea también refranes conocidos por todos. Al pueblo siempre le gus­tan esos dichos de autor desconocido donde se recoge la experiencia de generaciones. No son dichos originales de Jesús, pero él los utiliza de ma­nera original para enseñar a entrar en el reino de Dios: “Nadie puede ser esclavo de dos señores”; lo dice la experiencia, pero Jesús añade: “No pueden servir a Dios y al Dinero” (Lucas 16,13 // Mateo 6,24). La gente le ha entendido: no se puede atender la llamada de ese Dios que defiende a los últimos y vivir acumu­lando riqueza. En otra ocasión recuerda otro refrán: “No necesitan mé­dico los sanos, sino los enfermos” (Marcos 2,17). Lo sabe todo el mundo: el médico está para atender a los enfermos. Entonces, ¿por qué no aceptan que se acerque a los pecadores y coma con ellos?

Los judíos hablaban con orgullo de la ley o de la Torá (que literalmente quiere decir “enseñanza” o “instrucción”). Era lo mejor que ha­bían recibido de su Dios. En todas las sinagogas se guardaba con venera­ción el rollo de la ley (El Pentateuco, los primeros cinco libros de nuestra Biblia) dentro de un cofre depositado en un lugar especial. En esa ley estaba escrita la voluntad del único Dios verdadero. Ahí podían encontrar todo lo que necesitaban para vivir en fidelidad al Dios de la Alianza.

En tiempos de Jesús, la Torá y el Templo eran los dos pilares del judaísmo. Sin embargo, seducido totalmente por el reino de Dios, Jesús no se concentra en la Torá. La ley no ocupa ya un puesto central. Está llegando el reino de Dios, y esto lo cambia todo. La ley puede regular correctamente muchos capí­tulos de la vida, pero ya no es lo más decisivo para descubrir la verda­dera voluntad de ese Dios entrañable que está llegando. No basta que el pueblo se pregunte qué es ser leal a la ley. Ahora es necesario preguntarse qué significa ser leales al Dios de la compasión.

Jesús busca la verdadera voluntad de Dios con una libertad sorpren­dente. No se preocupa en absoluto de discutir cuestiones de moral ca­suística; busca directamente qué es lo que puede hacer bien a las perso­nas. Critica, corrige y rectifica determinadas interpretaciones de la ley cuando las encuentra en contradicción con la voluntad de Dios, que quiere, antes que nada, compasión y justicia para los débiles y necesita­dos de ayuda.

Por eso, el criterio que Jesús tiene en cuenta es ver si una ley concreta hace bien a la gente y ayuda a que la compasión de Dios vaya entrando en el mundo. Es muy iluminadora su manera de actuar ante la ley del sá­bado, la fiesta semanal considerada por todos como un regalo de Dios. Según las tradiciones más antiguas, era un día bendito y santo, instituido por Dios para descanso de sus criaturas. Todos debían descansar, incluso los animales que se empleaban para trabajar el campo. El sábado era un día de respiro y de fiesta para gustar la libertad. Ese día, hasta los escla­vos y esclavas quedaban liberados de sus trabajos.

Nunca pensó Jesús en suprimir la ley del sábado. Era un regalo de­masiado grande para aquellas gentes que necesitaban descansar de sus trabajos y penalidades. Al contrario, lo que hace es devolverle su sentido más genuino: el sábado, como todo lo que viene de Dios, siempre es para el bien, el descanso y la vida de sus criaturas. Su perspectiva no es la de los fariseos ni la de los esenios. Lo que a él le preocupa no es observar es­crupulosamente una ley que refuerza la identidad del pueblo. Desde su experiencia de Dios, lo que no se puede tolerar es que una ley impida a la gente experimentar la bondad del Padre. Por eso Jesús se atreve a curar en sábado y decir tajantemente: “El sábado ha sido hecho por amor al ser humano, y no el ser humano por amor al sá­bado” (Marcos 2,27). Los autores lo consideran un dicho auténtico de Jesús. Lo importante no es la ley, sino la vida que Dios quiere para todos los que sufren.

La única respuesta adecuada a la llegada del reino de Dios es el amor. Je­sús no tiene la más mínima duda. El modo de ser y de actuar de Dios ha de ser el programa para todos. Un Dios compasivo está pidiendo de sus hijos e hijas una vida inspirada por la compasión. Jesús habla repetidamente en sus parábolas de la compasión, del per­dón, de la acogida a los perdidos, de la ayuda a los necesitados. Ese era su lenguaje de profeta del reino. Pero en alguna ocasión habla también como maestro de vida presentando el amor como la ley fundamental y decisiva. Lo hace asociando de manera íntima e inseparable dos grandes preceptos que gozaban de gran aprecio en la tradición religiosa del pue­blo judío: el amor a Dios y el amor al prójimo.

Según las fuentes cristia­nas, cuando se le pregunta cuál es el primero de todos los mandatos, Je­sús responde recordando, en primer lugar, el mandato que repetían todos los días los judíos al recitar la oración del Shemá al comienzo y al fi­nal del día: “El primer mandato es: ‘Escucha, Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor, amarás al Señor, tu Dios, con todo su corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas’”. Esto es lo primero, pero en­seguida añade otro mandato que está recogido en el viejo libro del Leví­tico: “El segundo es: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’. No hay otro mandamiento mayor que estos” (Marcos 12,29-31). El amor a Dios y al prójimo es la síntesis de la ley, el principio su­premo que da nueva luz a todo el sistema legal. El amor lo relativiza todo. Si un precepto no se deduce del amor o va contra el amor, queda vacío de sen­tido; no sirve para construir la vida tal como la quiere Dios.

La llamada de Jesús es clara y concreta. Acoger el reino de Dios no es una metáfora. Es sencillamente vivir el amor al hermano en toda situa­ción. Esto es lo decisivo. Solo se vive como hijo o hija de Dios viviendo de manera fraterna con todos. En el reino de Dios, el prójimo toma el puesto de la ley. A Dios le dejamos reinar en nuestra vida cuando sabemos escu­char con disponibilidad total su llamada escondida en cualquier ser hu­mano necesitado. En el reino de Dios, toda criatura humana, aun la que nos parece más despreciable, tiene derecho a experimentar el amor de los demás y a recibir la ayuda que necesita para vivir dignamente.

El pueblo judío tenía ideas muy claras. El Dios de Israel es un Dios que conduce la historia imponiendo su justicia de manera violenta. El libro del Éxodo recordaba la terrible experiencia de la que había nacido el pueblo de Dios. El Señor escuchó los gritos de los hebreos e intervino de forma pode­rosa destruyendo a los enemigos de Israel y vengándolos de una opresión injusta. Si lo adoraban como Dios verdadero era precisamente porque su violencia era más poderosa que la de otros dioses. El pueblo lo pudo com­probar una y otra vez. Dios los protegía destruyendo a sus enemigos. Solo con la ayuda violenta de Dios pudieron entrar en la tierra prometida.

La crisis llegó cuando el pueblo se vio sometido de nuevo a enemigos más poderosos que ellos. ¿Qué podían pensar al ver al pueblo elegido desterrado a Babilonia? ¿Qué podían hacer? ¿Abandonar a Yahvé ado­rar a los dioses de Asiria y Babilonia? ¿Entender de otra manera a su Dios? Pronto encontraron la solución: Dios no ha cambiado; son ellos los que se han alejado de él desobedeciendo sus mandatos. Ahora Yahvé di­rige su violencia justiciera sobre su pueblo desobediente, convertido de alguna manera en su “enemigo”. Dios sigue siendo grande, pues se sirve de los imperios extranjeros para castigar al pueblo por su pecado.

El autor del Levítico expone en términos terribles esta teología de un Dios violento que dirige la historia con su poder destructor. “Si caminan según mis preceptos... la espada no traspasará sus fronteras. Perseguirán a sus enemigos, que caerán ante ustedes a filo de espada... Pero si no me escuchan y no cumplen mis mandatos... me volveré contra ustedes y serán derrotados ante sus enemigos; los dominarán los que los aborrecen” (Leví­tico 26,3.6-7.14-17).

Pasaron los años y el pueblo empezó a pensar que su castigo era exce­sivo. El pecado había sido ya expiado con creces. Las esperanzas que se des­pertaron en el pueblo al volver del destierro habían quedado frustradas. La nueva invasión de Alejandro Magno y la opresión bajo el Imperio de Roma eran una injusticia cruel e inmerecida. Algunos visionarios comenzaron en­tonces a hablar de una “violencia apocalíptica”. Dios intervendría de nuevo de manera poderosa y violenta para liberar a su pueblo destruyendo a quie­nes oprimían a Israel y castigando a cuantos rechazaban su Alianza. En tiem­pos de Jesús, nadie dudaba de la fuerza violenta de Dios para imponer su justicia vengando a su pueblo de sus opresores. Solo se discutía cuándo in­tervendría, cómo lo haría, qué ocurriría al llegar con su poder castigador. To­dos esperaban a un Dios vengador. Uno tras otro, los salmos que recitaban pidiendo la salvación hablaban de la “destrucción de los enemigos”. Esta era la súplica unánime: “¡Dios de la venganza, Yahvé, Dios vengador, manifiés­tate! ¡Levántate, juez de la tierra, y da su merecido a los soberbios!”( Salmo 94,1)

Jesús comienza a hablar un lenguaje nuevo y sorprendente. Dios no es violento, sino compasivo; ama incluso a sus enemigos; no busca la des­trucción de nadie. Su grandeza no consiste en vengarse, castigar y con­trolar la historia por medio de intervenciones destructoras. Dios es grande no porque tenga más poder que nadie para destruir a sus enemi­gos, sino porque su compasión es incondicional hacia todos. Jesús elimina dentro del reino de DIOS la enemistad. Su llamada se podría recoger así: “No sean enemigos de nadie, ni siquiera de quien es su enemigo. Parescanse a Dios”.

Pero al hablar de amor no está pensando en sentimientos de afecto, simpatía o cariño hacia quien nos hace mal. El enemigo sigue siendo enemigo, y di­fícilmente puede despertar en nosotros tales sentimientos. Amar al ene­migo es, más bien, pensar en su bien, “hacer” lo que es bueno para él, lo que puede contribuir a que viva mejor y de manera más digna.

Todas las esperanzas del pueblo estaban puestas en la intervención pode­rosa de Dios, que impondría su justicia destruyendo a los enemigos de Israel. Nadie podía pensar de otra manera escuchando las promesas de los profetas y las expectativas de los escritores apocalípticos. Sin em­bargo, la experiencia de Jesús es diferente. Dios ama la justicia, pero no es destructor de la vida, sino curador; no rechaza a los pecadores, sino que los acoge y perdona. La justicia llegará, pero no será porque Dios la im­ponga de manera violenta destruyendo a quienes se le oponen.

La llegada de Dios no puede ser violenta y destructora. Al con­trario, significará la eliminación de toda forma de violencia entre las per­sonas y los pueblos. Por eso Jesús vive desafiando día a día diferentes formas de violencia, pero sin usar jamás la violencia que destruye al otro. Lo suyo no es destruir, sino curar, restaurar, bendecir, perdonar. Así va irrumpiendo el reino de Dios en el mundo.

Jesús propone una práctica de resistencia no violenta a la in­justicia. Lo que hay que hacer es vivir unidos a ese Dios cuyo corazón no es violento, sino compasivo. Sus hijos e hijas han de parecerse a él incluso cuando luchan contra abusos e injusticias. Su lenguaje resulta todavía hoy escandaloso: “hagan el bien a los que los odian, bendigan a los que los maldice, oren por los que los calumnian. Al que te abofetee en la mejilla derecha, preséntale también la otra; al que quiera pleitear contigo para quitarte la túnica, dale también el manto; y al que te obligue a andar una milla, vete con él dos” (Lc 6, 27-30).

Jesús no está alentando la pasividad. No conduce a la indiferencia ni a la rendición cobarde ante la injusticia. Invita más bien a ser dueños de la situación tomando la iniciativa y realizando un gesto positivo de amistad y de gracia que puede desconcertar al adversario.

Es significativo observar que, para presentar el programa o la actuación de Jesús, las fuentes cristianas acuden al profeta Isaías, pero citan solamente textos que hablan de curación, liberación o restauración al tiempo que evitan los que hablan de castigo, venganza o destruc­ción. Según Lucas 4,18-19, Jesús lee un texto de Isaías que dice “El espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y dar la vista a los ciegos, a li­bertar a los oprimidos y a proclamar un año de gracia del Señor”. El texto se detiene aquí, su­primiendo la frase completa: “Proclamar un año de gracia del Señor y un día de venganza para nuestro Dios”

Jesús anima a reaccionar con dignidad creando una situación nueva que haga más patente la injusticia y obligue al violento a reflexionar y, tal vez, a deponer su actitud. No se trata de adoptar una postura victimista, sino de seguir una estrategia amistosa que corte toda posible escalada de violencia.

El reino de Dios exige organizar el mundo no en dirección a la violen­cia, sino hacia el amor y la compasión. Seguramente Jesús no pensaba en una trasformación mágica de aquella sociedad injusta y cruel que tan bien conocía. Pronto podría experimentar en su propia carne el poder brutal de los violentos. Pero tal vez quiere poner en marcha unas minorías radicales y rebeldes que, desviándose de la tendencia más común, puedan liberar a las gentes de la violencia cotidiana que se apodera fácilmente de todos. Je­sús piensa en hombres y mujeres que entren en la dinámica del reino de Dios con un corazón no violento, para enfrentarse a las injusticias de ma­nera responsable y valiente, desenmascarando la falta de humanidad que se encierra en toda sociedad que se construye sobre la violencia y vive in­diferente al sufrimiento de las víctimas. Estos son los auténticos testigos del reino de Dios en medio de un mundo injusto y violento. No serán mu­chos. Solo unas minorías capaces de actuar como hijos e hijas del Dios de la compasión y de la paz. No parece que Jesús esté pensando en grandes instituciones. Sus seguidores serán “semilla de mostaza” o pequeño trozo de “levadura”. Pero su vida, casi siempre crucificada, será una luz ca­paz de anunciar el mundo nuevo de Dios de manera más clara y creíble.

ACTUAR:

· ¿Cuál es la enseñanza fundamental de Jesús? ¿Cómo podemos comunicarla?

· ¿Qué le dirías a un joven que anda en busca de sentido de su vida?

· ¿Qué le dirías a un hombre o mujer que se siente explotado, deprimido o cansado de la vida?

· ¿Por qué es importante la formación en todos los procesos de la parroquia: catequesis, jóvenes, discípulos, matrimonios y ministerios sociales?

· ¿Cómo podemos ser también nosotros maestros de la vida, del amor, del perdón y la reconciliación?

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