Sesión 8: Jesús, amigo de la mujer
VER:
Se invita a pasar al frente a una mujer del grupo de discípulas de la parroquia para hacerle una breve entrevista. Se sugieren estas preguntas: ¿Cómo te llamas? ¿Cuánto tiempo llevas con las discípulas? ¿Qué temas te han gustado más? ¿Con qué dificultades te has topado en este proceso? ¿Quién es Jesús para ti? ¿Por qué invitarías a una mujer a formar parte de las discípulas? ¿Cuál sería la buena noticia de Jesús con respecto a la mujer?
PENSAR:
Buena parte de los pobres que rodeaban a Jesús eran mujeres; privadas del apoyo de un varón, ellas eran sin duda las más vulnerables. Por otra parte, ser mujer en aquella sociedad patriarcal significaba estar destinada a vivir en un estado de inferioridad y sumisión a los varones. ¿Es esto lo que quiere ese Dios compasivo del que habla Jesús? ¿No podrán conocer ellas una vida más digna en el reino de Dios? ¿Cómo las ve y las siente Jesús?
Lo primero que sorprende es ver a Jesús rodeado de tantas mujeres: amigas entrañables como María, oriunda de Magdala; las hermanas Marta y María, vecinas de Betania, a las que tanto quería; mujeres enfermas como la hemorroísa o paganas como la siro-fenicia; prostitutas despreciadas por todos o seguidoras fieles, como Salomé y otras muchas que le acompañaron hasta Jerusalén y no le abandonaron ni en el momento de su ejecución. De ningún profeta de Israel se dice algo parecido. ¿Qué encontraban estas mujeres en Jesús? ¿Qué las atraía tanto? ¿Cómo se atrevieron a acercarse a él para escuchar su mensaje? ¿Por qué se aventuraron algunas a abandonar su hogar y subir con él a Jerusalén, provocando seguramente el escándalo de algunos?
Para aproximamos a la actuación de Jesús ante las mujeres, hemos de tener en cuenta tres factores: todas las fuentes que poseemos sobre Jesús están escritas por varones, que, como es natural, reflejan la experiencia y actitud masculinas, no lo que sintieron y vivieron las mujeres en torno a él; estos escritores emplean un lenguaje genérico y sexista que no incluye explicitamente a las mujeres: los “niños” que abraza Jesús son niños y niñas, los “discípulos” que le siguen son discípulos y discípulas; en tercer lugar, a lo largo de veinte siglos, los comentaristas y exegetas de los evangelios han impuesto una lectura tradicional masculina.
Jesús nació en una sociedad en cuya conciencia colectiva estaban grabados algunos estereotipos sobre la mujer, transmitidos durante siglos. Mientras crecía, Jesús los pudo ir percibiendo en su propia familia, entre sus amigos y en la convivencia diaria. Según un viejo relato, Dios había creado a la mujer solo para porporcionarle una “ayuda adecuada” al varón. Ese era su destino. Sin embargo, lejos de ser una ayuda, fue ella precisamente la que le dio a comer del fruto prohibido, provocando la expulsión de ambos del paraíso (Génesis 2,4-3,24. Este relato fue escrito hacia el siglo IX a. C.). Este relato, transmitido de generación en generación, fue desarrollando en el pueblo judío una visión negativa de la mujer como fuente siempre peligrosa de tentación y de pecado. La actitud más sabia era acercarse a ella con mucha cautela y mantenerla siempre sometida. La literatura sapiencial judía exhorta repetidamente a los varones a no fiarse de la mujer y a tenerla siempre bajo control (Eclesiástico 25,13-26,18; 42,9-14; Proverbios 5,1-23; 9,13-18). Es lo que se le enseñó a Jesús desde niño.
Había también otra idea incontestable en aquella sociedad patriarcal dominada y controlada por los varones: la mujer es “propiedad” del varón. Primero pertenece a su padre; al casarse pasa a ser propiedad de su esposo; si queda viuda, pertenece a sus hijos o vuelve a su padre y hermanos. Es impensable una mujer con autonomía. El decálogo santo del Sinaí la consideraba una propiedad más del patrón de la casa: “No codiciarás la casa de tu prójimo, ni codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de tu prójimo” (Éxodo 20,17). La función social de la mujer estaba bien definida: tener hijos y servir fielmente al varón.
El control sobre la mujer estaba fuertemente condicionado por las reglas de pureza sexual (Levítico 15,19-30). La mujer era ritualmente impura durante su menstruación y como consecuencia del parto. Nadie debía acercarse a la mujer impura. Las personas y los objetos que tocaba quedaban contaminados. Esta era, probablemente, la principal razón por la que las mujeres eran excluidas del sacerdocio, de la participación plena en el culto y del acceso a las áreas más sagradas del templo. La mujer era fuente de impureza. A Jesús se lo advirtieron sin duda desde pequeño.
Esta visión negativa de la mujer no perdió fuerza a lo largo de los siglos. En tiempos de Jesús, por lo que podemos saber, era tal vez más negativa y severa. Fuera del hogar, las mujeres no “existían”. No podían alejarse de la casa sin ir acompañadas por un varón y sin ocultar su rostro con un velo. No les estaba permitido hablar en público con ningún varón. Debían permanecer retiradas y calladas. No tenían los derechos de que gozaban los varones. No podían tomar parte en banquetes. Excepto en casos muy precisos, su testimonio no era aceptado como válido, al menos como el de los varones. En realidad no tenían sitio en la vida social.
También la vida religiosa, controlada por los varones, colocaba a la mujer en una condición de inferioridad. Solo en la celebración doméstica tenía alguna participación significativa, pues era la encargada de encender las velas, pronunciar ciertas oraciones y cuidar algunos detalles rituales en la fiesta del sábado. Por lo demás, su presencia era del todo secundaria. Las mujeres estaban separadas de los hombres tanto en el templo como, probablemente, en la sinagoga. Las normas de pureza, interpretadas de manera rígida, solo les permitían el acceso al atrio de los paganos y de las mujeres, no más allá.
En pocas palabras, las mujeres judías, sin verdadera autonomía, siervas de su propio esposo, recluidas en el interior de la casa, sospechosas de impureza ritual, discriminadas religiosa y jurídicamente, constituían un sector profundamente marginado en la sociedad judía.
Las mujeres que se acercaron a Jesús pertenecían, por lo general, al entorno más bajo de aquella sociedad. Bastantes eran enfermas curadas por Jesús, como María de Magdala (Lucas 8,2). Probablemente se movían en su entorno mujeres no vinculadas a ningún varón: viudas indefensas, esposas repudiadas y, en general, mujeres solas, sin recursos, poco respetadas y de no muy buena fama. Había también algunas prostitutas, consideradas por todos como la peor fuente de impureza y contaminación. Jesús las acogía a todas.
Estas mujeres están entre los pecadores e indeseables que se sientan a comer con él. Junto a él se puede ver ya cómo los “últimos” del pueblo santo y las “últimas” de aquella sociedad patriarcal son los “primeros” y las “primeras” en entrar al reino de Dios. Los evangelistas hablan de “pecadores”, pero detrás de ese lenguaje sexista hemos de ver también a “pecadoras”. Jesús ni se asusta ni las condena. Las acoge con el amor comprensivo del Padre. Nunca habían estado aquellas mujeres tan cerca de un profeta. Jamás habían escuchado hablar así de Dios. Más de una llora de agradecimiento. A sus adversarios no les resulta difícil desacreditarlo como hombre poco observante de la ley, “amigo de pecadoras”. Jesús los desafió en alguna ocasión de manera provocativa: “Los recaudadores y las prostitutas entran antes que ustedes al reino de Dios” (Mateo 21,31).
Tal vez lo más sorprendente es ver de qué manera tan sencilla y natural Jesús va redefiniendo el significado de la mujer, echando abajo los estereotipos vigentes en aquella sociedad. No acepta, por ejemplo, que la mujer sea considerada ligeramente como fuente de tentación y ocasión de pecado para el hombre. En contra de la tendencia general, nunca previene a los varones de las artes seductoras de las mujeres, sino que los alerta frente a su propia lujuria: “Todo el que mira a una mujer deseándola, ya ha cometido adulterio con ella en su corazón” (Mateo 5,28-29). En una sociedad donde la lujuria del varón no era considerada tan grave como la seducción de la mujer, Jesús pone el acento en la responsabilidad de los hombres. No han de justificarse culpabilizando a las mujeres de su mal comportamiento.
En cierta ocasión, una mujer de pueblo alaba a Jesús ensalzando a su madre por lo único realmente importante para una mujer en aquella cultura: un vientre fecundo y unos pechos capaces de amamantar a los hijos. “¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron!”. Jesús ve las cosas de otra manera. Tener hijos no es todo en la vida. Por muy importante que sea para una mujer la maternidad, hay algo más decisivo y primordial: “Dichosas más bien las que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen”. La grandeza y dignidad de la mujer, lo mismo que la del varón, arranca de su capacidad para escuchar el mensaje del reino de Dios y entrar en él.
En otra ocasión se nos dice que Jesús corrige, en casa de sus amigas Marta y María, aquella visión generalizada de que la mujer se ha de dedicar exclusivamente a las tareas del hogar. Marta se afana por acoger con todo esmero a Jesús, mientras su hermana María, sentada a sus pies, escucha su palabra. Cuando Marta reclama la ayuda de María para realizar sus tareas, Jesús le contesta así: “Marta, Marta, te preocupas y te agitas por muchas cosas; y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola. María ha elegido la parte buena, que no le será quitada” (Lucas 10,38-42). La mujer no ha de quedar reducida al servicio de las faenas del hogar. Hay algo mejor y más decisivo a lo que tiene derecho tanto como el hombre, y es la escucha de la Palabra de Dios.
Cuando Jesús predica el reino de Dios pone también a las mujeres como protagonistas. Narra la parábola del “sembrador” que sale a sembrar su semilla, pero cuenta también la de la “mujer que introduce levadura” en la masa de harina (Mateo 13,33 / / Marcos 4,3-8 / / Lucas 13,20). Las mujeres se lo agradecen. Por fin alguien se acuerda de su trabajo. Jesús no habla solo de la siembra, trabajo de suma importancia entre aquellos campesinos. Piensa también en ese otro indispensable que ellas hacen antes del amanecer, para que todos puedan comer pan. Habla de un padre conmovedor que sale del pueblo a abrazar a su hijo perdido; habla también de un pastor que no para hasta encontrar su oveja perdida; pero también habla de una mujer angustiada que barre con cuidado toda su casa hasta encontrar la monedita de plata que se le ha perdido (Lucas 15,4-6; 15,11-32; 15,8-9). Este lenguaje rompe todos los esquemas tradicionales, que tendían a imaginar a Dios bajo figura de varón. Para Jesús, esa mujer barriendo su casa es una metáfora digna del amor de Dios por los perdidos.
Probablemente, lo que más hace sufrir a las mujeres no es vivir al servicio de su esposo y de sus hijos, sino saber que, en cualquier momento, su esposo las puede repudiar abandonándolas a su suerte. Este derecho del varón se basa nada menos que en la ley: “Si resulta que la mujer no halla gracia a sus ojos, porque descubre en ella algo que no le agrada, le redactará un acta de repudio, se lo pondrá en la mano y la echará de casa” (Deuteronomio 24,1). Ya antes de nacer Jesús, los expertos de la ley discutían vivamente sobre el modo de interpretar estas palabras. Según los seguidores de Shammai, solo se podía repudiar a la esposa en caso de adulterio; según la escuela de Hillel, bastaba con encontrar en la esposa “algo desagradable”, por ejemplo que se le había quemado la comida.
En algún momento, el planteamiento llegó hasta Jesús: “¿Puede el marido repudiar a la mujer?”. La pregunta es totalmente machista, pues la mujer no tenía posibilidad alguna de repudiar a su esposo. Jesús sorprende a todos con su respuesta. Según él, si el repudio está en la ley, es por la “dureza de corazón” de los varones y su actitud machista, pero el proyecto original de Dios no fue un matrimonio patriarcal. Dios ha creado al varón y a la mujer para que sean “una sola carne”, como personas llamadas a compartir su amor, su intimidad y su vida entera en comunión total. Por eso Jesús dice: “lo que Dios ha unido, que no lo separe el varón” (Mateo 5,32 // Marcos 10, 9 // Lucas 16,18).
Los discípulos han dejado su casa, han dejado también hermanos y hermanas, padres, madres e hijos, han abandonado las tierras, que eran su fuente de subsistencia, trabajo y seguridad. Se han quedado sin nadie y sin nada. ¿Qué recibirán? Esta es la preocupación de Pedro y esta la respuesta de Jesús: “Nadie quedará sin recibir el ciento por uno: ahora, en el presente, casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y campos... y en el mundo futuro, vida eterna” (Marcos 10,28-30). Los seguidores de Jesús encontrarán un nuevo hogar y una nueva familia. ¡Cien hermanos y hermanas, cien madres! Pero no encontrarán “padres”. Nadie ejercerá sobre ellos una autoridad dominante. Ha de desaparecer el “padre”, entendido de manera patriarcal: varón dominador, amo que se impone desde arriba, señor que mantiene sometidos a la mujer y a los hijos. En la nueva familia de Jesús todos comparten vida y amor fraterno. Los varones pierden poder, las mujeres ganan dignidad. Para acoger el reino del Padre hay que ir creando un espacio de vida fraterna, sin dominación masculina.
Las mujeres formaron parte del grupo que seguía a Jesús desde el principio. Probablemente algunas lo hicieron acompañando a sus esposos. El evangelio de Marcos, el más antiguo, nunca dice que los discípulos abandonaron a sus esposas. Dejan la familia extensa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos, pero no esposas (Marcos 10,29). Solo Lucas, más tardíamente, movido por su tendencia radical, añade el abandono de las esposas (Lucas 14,26; 18,19). Otras eran mujeres solas, sin compañía de ningún varón. Nunca se dice que Jesús las llamara individualmente. Probablemente se acercaron ellas mismas, atraídas por su persona, pero nunca se hubieran atrevido a seguir con él si Jesús no las hubiera invitado a quedarse. En ningún momento Jesús las excluye o aparta en razón de su sexo o por motivos de impureza. Son “hermanas” que pertenecen a la nueva familia y son tenidas en cuenta lo mismo que los “hermanos”. El profeta del reino solo admite un discipulado de iguales.
Conocemos el nombre de algunas de estas mujeres: María de Magdala, María -la madre de Santiago el menor y de José- , Salomé, las hermanas Marta y María, que lo acogían en su casa de Betania siempre que subía a Jerusalén. Estas dos últimas le escuchaban con verdadero placer a Jesús, aunque, al parecer, no le acompañaron en sus correrías.
Estas mujeres que siguieron a Jesús hasta Jerusalén tuvieron una presencia muy significativa durante los últimos días de su vida. Cada vez hay menos dudas de que tomaron parte en la última cena. ¿Por qué iban a estar ausentes de esa cena de despedida ellas que, de ordinario, comían con Jesús?, ¿quién iba a preparar y servir debidamente el banquete sin la ayuda de las mujeres? Su exclusión es todavía más absurda si se trató de una cena pascual, uno de los banquetes a los que asistían las mujeres. ¿Dónde habrían podido comer la Pascua ellas solas en la ciudad de Jerusalén? El evangelio de Juan no menciona a los Doce. Jesús celebra la última cena con “los suyos” (13,1). En la comunidad cristiana, las mujeres fueron aceptadas desde el comienzo en la “fracción del pan” o cena del Señor (Hechos de los Apóstoles 2,46). En esa casa de la última cena se reunieron siempre los discípulos esos días, incluso después de la crucifixión de Jesús, pero no solo los Doce, sino “en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos” (Hechos de los Apóstoles 1,14; 2,1-4).
La presencia de las mujeres en el grupo de discípulos no es secundaria o marginal. Al contrario. En muchos aspectos, ellas son modelo del verdadero discipulado. Las mujeres no discuten, como los varones, sobre quién tendrá más poder en el reino de Dios. Están acostumbradas a ocupar siempre el último lugar. Lo suyo es “servir” (Juan 20,19-29; Lucas 24,34; 1 Corintios 15,5). De hecho, eran seguramente las que más se ocupaban de “servir a la mesa” y de otras tareas semejantes, pero no hemos de ver en su servicio un quehacer que les corresponde a ellas, según una distribución lógica del trabajo dentro del grupo. Para Jesús, este servicio es modelo de lo que ha de ser la actuación de todo discípulo: “¿Quién es mayor, el que está a la mesa o el que sirve? ¿No es el que está a la mesa? Pues yo estoy en medio de ustedes como el que sirve”. (Lucas 22,27). Según las fuentes, la actuación de las mujeres fue modelo de discipulado para los varones por su entrega, su actitud de servicio y su fidelidad total a Jesús hasta el final, sin traicionarlo, negarlo ni abandonarlo.
Sin embargo, nunca se llama a estas mujeres “discípulas”, por la sencilla razón de que no existía en arameo una palabra para nombrarlas así. Por eso tampoco los evangelios griegos hablan de discípulas. El fenómeno de unas mujeres integradas en el grupo de discípulos de Jesús era tan nuevo que todavía no existía un lenguaje adecuado para expresarlo. El nombre de “discípula” (mathetría) no aparecerá hasta el siglo II, en que se le aplica precisamente a María Magdalena (Evangelio [apócrifo] de Pedro 12,50). A estas mujeres que acompañaban a Jesús no se les llama discípulas, pero Jesús las ve y las trata como tales.
ACTUAR:
· ¿Qué actitudes machistas persisten en nuestra sociedad y en nuestra Iglesia?
· ¿Cuál fue trato que Jesús con tuvo con las mujeres? ¿Cómo las veía? ¿De qué manera se hizo amigo de ellas?
· ¿Qué podemos hacer cómo parroquia para valorar e incentivar más el trabajo de las mujeres en nuestras comunidades como discípulas y misioneras de Jesús?
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