Alfonso Chase El notable escritor se ha recuperado de un feroz asalto de la diabetes y sigue trabajando
Víctor Hurtado OviedoAlfonso Chase deja la silla de ruedas y se instala en un sillón amable y rojo, en un ángulo de la habitación que juega a ser síntesis de fe profana entre oratorio bizantino y biblioteca que sufre horror al vacío. Hay mucha literatura, filosofía, política y neurociencias. Chase es poeta, y nada de lo humano le es ajeno. Sobre una pared, los discos hablan por sí solos e intentan salir a darse unas vueltas fuera de esta babel de música.
Las paredes y los muebles son tempestades de cosas; nos miran iconos, pinturas, fotografías, el letrero de la Relojería Chase, la vera effigie de la santa Muerte y la amorosa Virgen de los Ángeles, patrona del dueño de casa, pecador de inverosímil condenación.
Ha poco, Alfonso Chase Brenes (Cartago-Golfito, 1944) sufrió la amputación de un pie debida a una infección causada por la diabetes, pero el vendaval de la tragedia solo dobló un poco a este junco hecho a las tormentas. Repuesto, Alfonso Chase recuerda e ironiza mientras la tarde se diluye en dos cafés.
–¿Qué pasó, Alfonso?
–Hace diez años me descubrieron diabetes. Me cuidé, pero en diciembre me atacó una “diabetes furiosa”. Ya había sentido la premonición de que sufriría un problema en un pie, y comencé a ensamblar cuadros que mostraban hormas de zapato. También ideé instalaciones que vinculadas con la muerte.
–¿Con la “santa Muerte”?
–Sí. La verdad es que pensé que moriría. Pasé días malos, preocupado por que apareciese una infección mortal. A la muerte le doy el respeto que merece, pero no el culto que ella pretende.
–¿Escribió en esos días?
–Sí. En el Hospital Calderón Guardia, donde fui bien atendido, durante los terribles insomnios de madrugada escribí poemas que llamé Duermevelas. Yo había pasado una experiencia similar de joven, con un intento de suicidio, y he estado dos veces más internado en hospitales. Curiosamente, lo que más me preocupaba era saber a dónde irían mis libros.
–¿Alguna nueva inquietud?
–Deseo trabajar en la prevención de la diabetes para que a otras personas no les pase lo mismo y para que enfermos de pocos ingresos cuenten con los aparatos médicos que previenen agravamientos.
–¿Qué le dicen los médicos?
–Sus exámenes han confirmado que sigo teniendo el corazón en la izquierda. Defiendo la Caja, la medicina social, el respeto por la gente que menos tiene, para que se la atienda bien.
–¿Ha cambiado de opiniones?
–Uno cambia algunas ideas, como en todo, pero sigo siendo un socialdemócrata de izquierda. Me siento cerca de Tolstói. Nunca tendremos un mundo perfecto, y buscarlo no vale el sacrificio espantoso que nos habían hecho creer que valía. No se puede obligar a la gente a ser feliz.
–Usted ha dicho “supe valorar el pasado”. ¿Cómo se entiende esto en un rebelde?
–En Costa Rica no hay un solo pasado, un pasado “canónico”. Tenemos un pasado de personajes de la cultura, críticos, decididos a mejorar nuestro país; manifestaron una actitud de responsabilidad, de amor. Pensemos en Moisés Vincenzi, Lisímaco Chavarría, Mario Sancho, Carlos Luis Sáenz, Yolanda Oreamuno, Eunice Odio, Joaquín Gutiérrez... Ser rebelde es conectarse con esa gente. Yo no iba a hacer una biografía de Magón y no me gusta el “conchovindismo” [del campesino imaginario Concho Vindas]. A los 16 años, Yolanda leía a Thomas Mann: este es también el pasado de Costa Rica.
–¿Escribe sus memorias?
–Lo hacía, pero no me satisfacen pues salían solemnes, y yo he fracasado como señor solemne. Prometo escribir solamente de mis amigos.
–Su lista de amigos es un clon de la guía telefónica, pero ¿tiene enemigos?
–No sé, pero sí hay personas que han reaccionado mal ante mi manera de ser, de pensar, de escribir.
–¿De qué es usted enemigo?
–Del abuso de las drogas, de la mediocridad pasada por inteligencia, y de la mentira institucionalizada, la que, además de detestable, es tonta.
–Alguna vez dijo usted que ha sufrido “pérdidas necesarias”...
–Son trabajos y cosas que abruman, que no nos interesan o de las que ya no somos dueños. Yo he ido a arrojar cosas al mar, mías y cosas de mi madre, como ella me lo pidió.
–¿Ha recuperado el ritmo de trabajo?
–Sí, primero como lector. Releo autores que ahora me dicen más, como Marcel Proust, Virginia Wolf, Antonia Palacios, Mauricio Magdaleno y María Luisa Bombal; y autores sorprendentes, a quienes conocí, como Alfredo Cardona Peña.
–¿Cómo es su día?
–A las 5:20 de la mañana me despierto. Digo mis oraciones, un poco agnósticas. A las 6 llega Carlitos [su asistente] con el pan y para ver si estoy vivo; hacemos café, y a las 7 oigo Radio Universidad. En televisión sigo la misa cantada en latín.
”Luego leo periódicos y veo qué debo escribir. Recibo muchas visitas. Antes me escondía, pero ya no: he aprendido a valorar a la gente. Su amistad me ayuda mucho”.
–Usted no usaba computadora y era renuente a entrar en Internet.
–Antes, pero ahora “navego” y tengo correo electrónico. Dialogo con gente de la que no sabía desde hacía años; con exalumnos y con personas de otros países, quienes han descubierto que yo existo. Ellos, y los amigos que vienen, estaban más asustados que yo por lo que me había pasado.
–Ahora lo engríen más...
–Pues sí... Me quieren más y yo los amo más. He recuperado gente, amores que se han convertido en amistades amorosas.
–¿Qué música prefiere?
–La música popular norteamericana: el jazz, el blues, pero también la música “extraña” hecha bajo la influencia de Georges Gurdieff, la compuesta por Thomas de Hartmann y Nicholas Roderick: música que recibe influjo del Tibet y que aparece con la teosofía; música surgida del encuentro de los occidentales con el Oriente.
–¿Y el cine?
–La película que más me gusta es Teorema, de Pasolini: nos llena de gran inquietud. También me apasiona el neorrealismo italiano. De América, me encanta el cine musical: marcó mi infancia pues yo viví en la zona de los empleados de una bananera, en Golfito, y allí veía las cintas que estrenaban.
–¿Qué haría hoy de otro modo?
–A fines de los 60 fui a los Estados Unidos y, en vez de asumir mi responsabilidad académica, asumí la de la calle, que fue mi universidad. Fui hippy en Nueva York, San Francisco y Taos, que está en Nuevo México. En Taos vivieron D. H. Lawrence y Georgia O’Keeffe, y allí aún quedaba el perfume de la bohemia sustancial, no de la etílica.
–¿Proyectos literarios?
–Una novela en la que trabajo desde hace diez años. También deseo terminar una antología de ensayos de otros autores, a quienes llamo “de pensamiento propio”.
”La selección abarca desde la Independencia hasta los más recientes pensadores. Entre otros, incluyo a Carlos Gagini, Vicente Sáenz, Moisés Vincenzi, Yolanda Oreamuno, Rodrigo Facio, Sol Arguedas... Podemos ser un país chiquito, pero esos autores no lo son”.
–¿Qué vale más en el arte: la espontaneidad o la disciplina?
–En poesía soy espontáneo, pero en narrativa soy disciplinado; llevo un cuaderno de contabilidad en el que desarrollo la trama. Corrijo a mano y –todavía– en mi máquina Underwood.
–A propósito de Yolanda Oreamuno, ¿cómo se recibió “La ruta de su evasión”?
–En 1949 llegaron pocos ejemplares; que yo sepa, para Lilia Ramos, Vera Tinoco, Carmen Marín Cañas y Arturo Echeverría Loría, y para la Biblioteca Nacional, dirigida por Julián Marchena. Yolanda envió un ejemplar a mi mamá, desde Guatemala, y otro llegó también, para mi papá, remitido por Mario Monteforte Toledo.
”Después di un ejemplar a Sergio Ramírez para que preparase la edición que hizo en San José en 1970. Mi mamá me dijo que le regalase el otro ejemplar a Julieta Pinto, y ella le dio buen uso como lectora y profesora. El más interesado fue el periodista Guido Fernández, pero, como fuere, la primera edición no mereció comentario escrito.
”La ruta de su evasión es la mejor novela escrita por un autor o una autora costarricenses. Debo mencionar también El domador de pulgas, de Max Jiménez, y Parientes pobres, de Sol Arguedas”.
–¿Cómo está la Virgen de los Ángeles?
–Muy bien. Fui a visitarla antes de la operación. Como salvé la vida, iré a verla antes del 2 de agosto. Me falta visitar a Juan Santamaría, pero ya iré: él sabe entender.
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