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Se invita a una o dos personas que tengan un ministerio en la parroquia: catequista, ministro de la eucaristía, preparador de los sacramentos o animador de las CEB’s. Se le pide que nos cuente brevemente: ¿Cómo aceptó prestar este servicio? ¿Cómo sintió el llamado, cómo fue elgido/a? ¿Cuáles han sido sus satifacciones? ¿Cuáles sus dificultades? ¿Qué le mantiene en las comunidades y en este servicio al Pueblo de Dios?
PENSAR:
Desde el primer momento, Jesús se rodea de amigos y colaboradores. La llegada del reino de Dios está pidiendo un cambio de dirección en todo el pueblo, y esto no puede ser tarea exclusiva de un predicador particular. Es necesario poner en marcha un movimiento de hombres y mujeres salidos del pueblo que, a una con él, ayuden a los demás a tomar conciencia de la cercanía salvadora de Dios.
La intención de Jesús parece clara. Sus seguidores lo acompañarán en su vida itinerante por los caminos de Galilea y Judea; compartirán con él su experiencia de Dios; junto a él aprenderán a acoger su llegada; guiados por él participarán en la tarea de anunciar a todos la venida del reino de Dios. Él mismo los educará y adiestrará para esta misión.
En este grupo están sus mejores amigos y amigas, los que le conocen más de cerca, los que han podido captar como nadie su pasión por Dios y por los últimos. No serán un ejemplo de fidelidad en el momento en que ejecuten a Jesús, pero, cuando se vuelvan a encontrar con él lleno de vida, se convertirán en sus testigos más firmes y convencidos: los que mejor transmitirán su mensaje y contagiarán su espíritu. De estos arrancará el movimiento que dio origen al cristianismo.
Jesús tiene algo que atrae a las gentes. Algunos se acercan movidos por la curiosidad y la simpatía hacia el profeta curador. Eran los más numerosos. Entre esa muchedumbre hay, sin embargo, quienes sienten hacia él algo más que curiosidad. Su mensaje les convence. Algunos le manifiestan su plena adhesión y, aunque no abandonan su casa para seguirle, le ofrecen ayuda y hospitalidad cuando se acerca a su aldea. Hay, por último, un grupo de discípulos y discípulas que lo acompañan en su vida itinerante y colaboran con él de diversas maneras. Entre estos Jesús elige a doce que forman su grupo más estable y cercano.
Jesús provocó un verdadero impacto en las gentes sencillas de Galilea. Primero es sorpresa y curiosidad. Enseguida, esperanza y entusiasmo. Son muchos los que se acercan a escuchar sus parábolas. Bastantes le llevan a sus familiares enfermos o le piden que vaya a sus casas para curar a algún ser querido. Eran, al parecer, gentes que iban y venían. Probablemente lo acompañaban hasta las aldeas vecinas y luego se volvían a su pueblo. No hay duda de que Jesús movilizaba a las gentes y provocaba su entusiasmo. Las diferentes fuentes afirman que Jesús atraía a grandes multitudes. Lo confirma el historiador Flavio Josefo, quien, a finales del siglo 1, asegura que Jesús “atrajo a muchos judíos y también a muchos de origen griego”( Antigüedades de los judíos 16, 3, 3). Esta popularidad nunca decayó. Duró hasta el final de su vida.
Gente sencilla, pescadores y campesinos; familias que le traen a sus enfermos; mujeres que se atreven a salir de casa para ver al profeta; mendigos ciegos que tratan de atraer a gritos la atención de Jesús; grupos que viven alejados de la Alianza y son reconocidos como “pecadores” que no practican la ley; mucha gente que andaba abatida y desorientada, “como ovejas sin pastor” (Mateo 9,36, Marcos 6,34), le manifestaron una adhesión cordial a Jesús. Su entusiasmo no es un sentimiento pasajero. Algunos le siguen por los caminos de Galilea. Otros no pueden abandonar sus casas, pero están dispuestos a colaborar con él de diversas maneras. De hecho son los que le ofrecen alojamiento, comida, información y todo tipo de ayuda cuando llega a sus aldeas. Sin su apoyo, difícilmente hubiera podido moverse el grupo de discípulos itinerantes que caminaba acompañando a Jesús.
No conocemos mucho de estos discípulos sedentarios. Sabemos que, cuando sube a Jerusalén, Jesús no se aloja en la ciudad santa; se va a Betania, una pequeña aldea situada a unos tres kilómetros de Jerusalén, donde se hospeda en casa de tres hermanos a los que quería de manera especial: Lázaro, Marta y María. El evangelio de Juan afirma que “Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro” (11,5).
A los integrantes de este grupo tan heterogéneo que compartió la vida itinerante de Jesús se les llama “discípulos”. No era un término habitual en aquella sociedad. El término “discípulo” (talmid) no aparece prácticamente en la Biblia judía ni figura tampoco en los escritos de Qumrán o libros de la época. En un determinado momento, Jesús elige de entre estos discípulos que le siguen a un grupo especial de doce que forman el círculo más íntimo en torno a él.
Ni Jesús ni los demás seguidores los llamaron nunca “apóstoles”. La investigación moderna ha logrado clarificar bastante la confusión existente entre los mismos evangelistas en el uso de diferentes términos. “Discípulos” son todos los varones y mujeres que siguen a Jesús en su vida itinerante. Los “Doce” forman un grupo especial dentro del conjunto de discípulos. En cambio, los “apóstoles” o “enviados” son un grupo concreto de misioneros cristianos (más de doce) que eran enviados por las comunidades cristianas a difundir la fe en Jesucristo.
Los Doce son gentes sencillas y poco cultas que viven de su trabajo. La excepción sería Leví o Mateo, un recaudador de impuestos de Cafamaún (Cf. Mateo 9,9; 10,3). No hay entre ellos escribas ni sacerdotes. Sin embargo hay diferencias entre ellos. La familia de Santiago y Juan pertenecía a un nivel social elevado. Pedro y su hermano Andrés pertenecían, por el contrario, a una familia de pescadores pobres. Pedro se había casado con una mujer de Cafarnaún y vivían formando una familia múltiple en casa de sus suegros. Lo único que dejan para seguir a Jesús son sus redes (Marcos 1,18).
Al parecer, Jesús tuvo una relación especial con Pedro y la pareja de hermanos formada por Santiago y Juan. Los tres pescaban en la misma zona del lago y se conocían antes de encontrarse con Jesús. Sin duda, Pedro es el discípulo más destacado de los Doce. Las fuentes lo presentan como portavoz y líder de los discípulos en general y de los Doce en particular. En algún momento, Jesús le da el nombre de Kefas (“roca”), que, traducido al griego como Petrós, se convirtió en su nombre propio: con ese nombre aparece siempre a la cabeza de los Doce. Es el que encabeza siempre las listas de los Doce transmitidas por las fuentes cristianas (Marcos 3,16-19; Mateo 10,2-4; Lucas 6,14-16; Hechos de los Apóstoles 1,1). El testimonio de las fuentes cristianas contribuye a crear la impresión de un hombre espontáneo y honesto, decidido y entusiasta en su adhesión a Jesús, y al mismo tiempo capaz de dudar y de sucumbir a la crisis y al miedo. En sus labios se pone la afirmación más solemne de fe en Jesús: “Tú eres el Mesías, el hijo de Dios vivo”, y la negación más rotunda: “No conozco a ese hombre” (Mateo 16,16 y Marcos 14,71, respectivamente). Después de sufrir prisión varias veces en Jerusalén, marchó a Antioquía y más tarde a Roma, donde murió martirizado en tiempos del emperador Nerón, entre los años 64 y 68, tal vez en la colina del Vaticano.
Los Doce tuvieron importancia durante la vida de Jesús y en los primeros días de la Iglesia. Sin embargo, al no responder Israel a la llamada de Jesús, el grupo pensado por él para su restauración perdió su sentido simbólico entre los gentiles y desapareció pronto de la escena. Tan solo Pedro, Santiago y Juan continuaron en Jerusalén o sus cercanías, hasta que el año 43/44 Santiago fue decapitado por Herodes Agripa, y Pedro marchó primeramente a Antioquia y más tarde a Roma. Las cartas a las primeras comunidades hablan de Pablo, Bernabé, Apolo y los “apóstoles” enviados por las comunidades, pero no de los Doce.
Al volver del desierto del Jordán, Jesús se dirigió probablemente a Nazaret. Allí estaba su casa; allí vivía su familia. No sabemos cuánto tiempo permaneció en su pueblo, pero, en un determinado momento, su presencia provocó tensión. Aquel Jesús no era el que habían conocido. Lo veían transformado al hablar en nombre de Dios. Pretendía incluso curar y expulsar demonios, movido por su Espíritu. Sus vecinos quedaron sorprendidos y desconcertados. A sus amigos y amigas de la infancia, que habían jugado y crecido con él, se les hacía difícil creer en todo aquello. Lo habían visto trabajar como artesano; conocían a su familia. ¿Cómo se le ocurre presentarse ante ellos con pretensiones de profeta?
La llamada de Jesús es radical. Los que le siguen han de abandonar todo lo que tienen entre manos. Jesús va a imprimir una orientación nueva a sus vidas. Los arranca de la seguridad y los lanza a una existencia imprevisible. El reino de Dios está irrumpiendo. Nada los ha de distraer… Jesús les invita a dejar la casa donde viven, la familia y las tierras pertenecientes al grupo familiar (Marcos 10,28-30). Pero sobre todo significa lanzarse a una inseguridad total. Jesús lo sabe por propia experiencia, y no se lo oculta a nadie: “Las zorras tienen madriguera y los pájaros del cielo nido, pero este hombre no tiene donde recostar su cabeza”. (Lucas 9,58// Mateo 8,20).
Abandonar la casa era desentenderse de la familia, no proteger su honor, no trabajar para los suyos ni contribuir a la conservación de su patrimonio. ¿Cómo les puede hablar Jesús de “abandonar las tierras”, el bien más preciado para aquellos campesinos, el único medio que tienen para subsistir, lo único que reporta a la familia un prestigio social? Lo que les pide es sencillamente excesivo: un gesto de ingratitud e insolidaridad; una vergüenza para toda la familia y una amenaza para su futuro. Jesús es consciente de los conflictos que puede provocar en aquellas familias patriarcales. En alguna ocasión llega a decirles esto: “No piensen que he venido a traer paz a la tierra, sino espada. Sí, he venido a enfrentar al padre contra su hijo y al hijo contra su padre; a la madre contra su hija y a la hija contra su madre; a la suegra contra su nuera y a la nuera contra su suegra, los enemigos de cada uno serán los de su casa” (Mateo 10, 34-36). Jesús exige a sus discípulos fidelidad a su persona por encima de la fidelidad a sus propias familias. Si se produce un conflicto entre ambas fidelidades, han de optar por él.
¿Qué podía pensar la gente de este grupo tan especial de personas que acompañaban a Jesús en su vida de profeta itinerante? ¿Para qué los había llamado? ¿Quería enseñarles una doctrina nueva para que la difundieran fielmente por todo Israel? En este caso era extraño que no se hubiera fijado en personas más instruidas que aquellos pescadores y campesinos ignorantes. ¿Por qué les exigía una adhesión tan absoluta e incondicional? ¿Estaba pensando en iniciar una “guerra santa” contra Roma? Era un grupo demasiado insignificante para intentar algo así. ¿Quería fundar una comunidad pura y santa, parecida a la que los esenios habían constituido en el desierto de Qumrán? Pero, en ese caso, ¿qué hacían en aquel grupo mujeres como María de Magdala o recaudadores como Leví?
La atmósfera que se vive en su entorno no es la de una escuela rabínica. No los ha llamado Jesús para estudiar la ley ni para aprender de memoria las tradiciones religiosas. Jesús no les habla como un rabino que expone la ley, sino como un profeta lleno de Dios. Su meta no es alcanzar un día la posición honorable de rabinos, sino compartir el destino inseguro y hasta peligroso de Jesús. Lo propio de estos discípulos no es aprender las ideas defendidas por un maestro, sino “seguir” a Jesús y vivir con él la acogida del reino de Dios. Lo que se respira junto a Jesús es inusitado, algo verdaderamente único.
De él van aprendiendo otra manera de entender y de vivir la vida. Perciben la ternura con que acoge a los más pequeños y desvalidos. Se emocionan al observar cómo se conmueve ante la desgracia y el sufrimiento de los enfermos: de él aprenden a tocar a aquellos leprosos y leprosas a los que nadie toca. Los enardece su pasión por defender la dignidad de cada persona y su libertad para hacer el bien: comprueban que van creciendo las tensiones y conflictos con algunos sectores más rigoristas, pero nada ni nadie puede detener a su Maestro cuando se trata de defender a los humillados. Les conmueve su acogida amistosa a tanta gente víctima de su pecado: de él van aprendiendo a sentarse a la mesa con gente indeseable, mujeres de vida ambigua y pecadores olvidados de la Alianza. Es envidiable su pasión por la verdad, esa capacidad de Jesús para ir al fondo de las cosas, por encima de teorías y legalismos engañosos. Les cuesta acostumbrarse a ese lenguaje nuevo de su maestro, que insiste en liberar a la gente de sus miedos para que puedan confiar plenamente en Dios. Le oyen repetir por todas partes algo que no es frecuente entre los maestros de la ley: “No tengan miedo”. A todos les desea siempre lo mismo: “Vete en paz”. Algo nuevo se despierta en el corazón de sus discípulos y discípulas. Esa paz contagiosa, esa pureza de corazón sin envidia ni ambición alguna, su capacidad de perdón, sus gestos de misericordia ante toda flaqueza, humillación o pecado, esa lucha apasionada por la justicia en favor de los más débiles y maltratados, su esperanza inquebrantable en el Padre.
La igualdad de todos y la acogida servicial a los últimos son los dos rasgos que más cuida Jesús entre sus seguidores y seguidoras. Esta es la herencia que quiere dejar tras de sí: un movimiento de hermanas y hermanos al servicio de los más pequeños y desvalidos. Este movimiento será símbolo y germen del reino de Dios. Jesús los llama para que compartan su experiencia de la irrupción del reino de Dios y, juntamente con él, participen en la tarea de ayudar a la gente a acogerlo. Dejan su trabajo, pero no para vivir en el ocio y la vagancia, sino para entregarse con todas sus energías al reino de Dios. Abandonan a su padre para defender a tantas gentes privadas de padre y protección. Hay que crear una familia nueva acogiendo al único Padre de todos.
En aquel grupo se empezará a vivir la vida tal como la quiere realmente Dios. Con ellos se irá definiendo, dentro de la cultura dominante del Imperio, una vida diferente: la vida del reino de Dios. No es difícil apuntar algunos rasgos.
1) Confianza en Dios: Los seguidores de Jesús tuvieron que aprender a vivir en la inseguridad. Cuando entraban en un pueblo, podían ser acogidos o rechazados. Solo los simpatizantes les ofrecían hospitalidad. No es extraño que, en alguna ocasión, se despertara en ellos la preocupación: ¿qué van a comer? ¿Con qué se van a vestir? Son las preocupaciones de todos los vagabundos. Jesús les infunde su confianza en Dios: “No se preocupen pensando qué van a comer para poder vivir, ni con qué vestido cubrirán su cuerpo…” (Lucas 12,22-31). El grupo ha de vivir con paz y confianza. Cómo no va cuidar de ellos ese Padre que cuida de los pájaros del cielo y las flores del campo.
2) Alegría por el Reino: Estos hombres y mujeres lo habían dejado todo porque habían encontrado “el tesoro escondido” o “la perla preciosa”. En sus rostros se podía ver la alegría de quienes han empezado a descubrir el reino de Dios. No tenía sentido ayunar ni hacer duelo. Vivir junto a Jesús, estar con él, era una fiesta. Algo parecido al ambiente que se creaba en las bodas de los pueblos. Jesús les enseñaba a celebrar con gozo la recuperación de tanta gente perdida. Sentados a la mesa con Jesús, los discípulos se sentían como los “amigos” del pastor, que, según una parábola, disfrutaban al verlo llegar con la oveja perdida; las discípulas, por su parte, se alegraban como las “vecinas” de aquella pobre mujer, que, según otra parábola, había encontrado la moneda perdida. En esta alegría de sus seguidores podrán descubrir todos que Dios es una buena noticia para los perdidos.
3) Anunciar a Dios curando: Jesús les da poder y autoridad para expulsar demonios y curar enfermedades y dolencias (Mateo 10,1 // Marcos 6,7 // Lucas 9,1). Estas serán las dos grandes tareas de sus enviados: decir a la gente lo cerca que está Dios y curar a las personas de todo cuanto introduce mal y sufrimiento en sus vidas. Las dos tareas son inseparables. Harán lo que le han visto hacer a él: curar a las personas haciéndoles ver lo cerca que está Dios de su sufrimiento: “Allí donde lleguen, curen a los enfermos que haya y anúncienles: está llegando a ustedes el reino de Dios” (Mateo 10,7-9 // Lucas 10,8-9). “Anunciar el reino” y “curar enfermos” son las dos tareas inseparables que Jesús confió a sus discípulos.
Jesús ve a sus discípulos como “pescadores de hombres”. La metáfora es sorprendente y llamativa, muy del lenguaje creativo y provocador de Jesús. Se le ocurrió seguramente en las riberas del mar de Galilea, al llamar a algunos pescadores a abandonar su trabajo para colaborar con él. En adelante pescarán hombres en vez de peces: “Vengan conmigo y los haré pescadores de hombres” (Marcos 1,17). La metáfora cobraba en labios de Jesús un contenido salvífico y liberador. Él llama a sus discípulos para rescatar a las personas de las “aguas abismales” del mal, para liberarlas del poder de Satán y para introducirlas así en la vida del reino de Dios. En la mentalidad semita, las aguas del mar evocan fácilmente las aguas abismales, el caos y el horror del mundo del mal, hostil a Dios. En este contexto hay que leer la imagen de Jesús.
ACTUAR:
· ¿Cuál es la invitación fundamental que me hace Jesús? ¿A qué me llama en mi vida ordinaria?
· ¿Por qué es importante no solo formarse y escuchar la Palabra sino ser “pescadores de hombres” y anunciadores de la buena nueva de Jesús?
- ¿Qué podemos hacer para relanzar, fortalecer y renovar las CEB’s en nuestra parroquia?
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