Onofre Guevara López
La corrupción es, en esencia, descomposición y, en términos administrativos, un vicio económico con una raíz política partidaria que descompone todo el aparato del Estado. Simple y fácil definición de esta compleja práctica en nuestra vida nacional, y hasta ahora, de imposible desarraigo.
A medida que avanzan las desviaciones autoritarias de gobierno, como reflejo de los desapegos a las normas legales y, a la vez, del alejamiento de los principios democráticos, la corrupción adquiere nuevos métodos y variados estilos para evadir la aplicación de las leyes. Primero, porque la burocracia estatal evade las normas legales para sustraer y apropiarse de los recursos públicos; y segundo, porque evaden las leyes para no aplicárselas a quienes han hecho un modo de operar, de vivir y enriquecerse a costa del Estado... ¡porque son parte de la misma descomposición!
Esa utilización corrupta de las leyes la conocemos porque ha sido practicada en todos los gobiernos a lo largo de la historia de nuestro país, y porque en otros países la corrupción estatal también luce su dimensión internacional. Pero, es indudable, que con este gobierno la corrupción la estamos conociendo en sus formas más variadas y en sus extensas maneras de funcionar. En el Estado hay autocomplacencia, y la actitud de sus ejecutivos deviene, por lógica, en una actitud complaciente con los corruptos hasta establecer entre todos una completa impunidad.
Las características y los estilos con que funciona este gobierno, estimulan la corrupción: a) la centralización del poder en las manos del presidente, que va mucho más allá del Ejecutivo; se extiende hacia todos los poderes del Estado, en total desconocimiento de la división entre ellos; b) el secretismo impuesto en torno a las funciones del Estado, como efecto de la centralización; c) los malos funcionarios, que son escogidos por su afinidad con los objetivos y estilos de gobierno, su plena sumisión ante el presidente Ortega, por lo cual se convierten en cooperantes necesarios de todas las arbitrariedades y abusos oficialistas.
Todo el equipo gubernamental, tiene un especial empeño y complicidad manifiesta en su odio a la prensa crítica e independiente, un sentimiento enfermizo compartido a plenitud con el presidente Ortega. De esta práctica de gobierno centralista, autoritario, secretista y enemigo de la información libre e independiente, que comparten los burócratas con el gobernante, se derivan todos los demás vicios y sus mecanismos de protección. Es la fuente de donde emana la corrupción oficial y su complementaria impunidad que se prodigan entre sí los corruptos que, no por casualidad, resultan ser los más fieles y los más serviles partidarios del presidente Ortega.
Todo el aparato burocrático del Estado, junto y unido al jefe del Ejecutivo, es imagen y semejanza de la corrupción. No es ni ha sido gratuita ninguna de las acusaciones contra el gobierno de ser lo que es: un gobierno esencialmente corrupto.
Pero existe un fenómeno de dimensiones peligrosas para la sociedad nicaragüense: tanta se ha visto la corrupción gubernamental en más de un siglo de nuestra historia que, en la misma medida que ésta se ha venido repitiendo, ha comenzado a causar un mal hábito; a ser vista como un hecho natural y, lo que es peor, su perniciosa práctica pasa inadvertida entre los sectores más atrasados de la población. Esto ha traído consigo el fenómeno de que también la constante denuncia en contra de la corrupción se están haciendo “familiares” entre esos sectores.
La amenaza de que esta costumbre se generalice hasta convertirse en un hecho disolvente hasta de la idea de construir un orden social sano en el país. Aunque, lentamente, y pese a toda mala costumbre, las denuncias están penetrando en la conciencia colectiva, porque exponen los vicios de la corrupción junto a divulgar la seguridad de que reventará con toda su odiosa carga de maldad.
En términos populares, a la corrupción le ocurrirá lo del cántaro que, de tanto ir al agua, se rompe. Casos ejemplares de esa posibilidad, son el Consejo Supremo Electoral, la Dirección General de Ingresos y, aunque con menor efecto, la Alcaldía de Managua.
Es evidente, que no son los únicos casos, pero son de los primeros en reventar, aunque aún este larga una solución. No obstante, las denuncias hicieron palpables lo negativo de cómo se están tratando esos casos: el gobierno no actúa de la misma manera respecto a la Alcaldía, el CSE y la DGI.
Que de esos casos no puede conocerse todo en detalles por le secretismo oficial está a la vista; pero todo el mundo intuye que la actitud diferenciada del gobierno se debe al interés político electorero. La corrupción de Roberto Rivas en el CSE, el presidente Ortega la pasa inadvertida, porque sin su complicidad en el manejo de la maquinaria electoral, no iría por una “victoria” más. Con su tolerancia de la corrupción de Rivas, está pagando sus servicios, y si actuara como debería ser –por deber y responsabilidad—, provocaría una crisis política que le podría obligar a cambiarlo. Con su debida diferencia, el caso omiso que hacen de la corrupción en la Alcaldía, se debe a que Fidel Moreno, es el jefe de campaña orteguista en Managua.
Lo de la DGI, es diferente, y aunque el presidente Ortega no ha actuado con transparencia, de acuerdo a la gravedad de los delitos de Walter Porras, no ha podido disimularlo. El caso del corrupto ex funcionario de la DGI, a quien –dicho sea de paso—, lo tuvo oculto, que es lo mismo que protegido, no es distinto al de los otros funcionarios corruptos, pero ese problema no tiene un particular interés electorero. No se puede desligar de manera completa de la política electoral, pero está más relacionado con la credibilidad del gobierno ante los contribuyentes y, por ello, está haciendo esfuerzos por demostrar interés en el caso, pero no con la rapidez, profundidad ni la transparencia con que debería hacerlo.
Para el presidente Ortega, el servilismo de Porras hacia él no es tan vital como la docilidad y complicidad de Roberto Rivas, y el activismo de Moreno. Con todo lo vulgar y chocante que es el servilismo de Porras, y pese a lo cual siempre pareció serle agradable a los Ortega-Murillo, les será fácil reponerlo; en cambio, la utilidad de la maquinaria del fraude electoral –desde luego, su constructor también— les es invaluable.
Es obvio que la actuación administrativa de las elecciones de parte de Rivas, igual que su corrupción en lo económico administrativa del Consejo Electoral, nunca será tolerable, mucho menos simpático para ningún ciudadano honrado. Pero el orteguismo puede manejarlo en términos políticos propagandísticos como no puede hacerlo con el delito de Walter Porras. Lo del CSE lo puede hacer, más que todo, con la complicidad de los partidos políticos pocos beligerantes contra la corrupción, y lo de la DGI, lo maneja con su asesor económico, Bayardo Arce, para calmar a los sectores empresariales contribuyentes, en especial los asociados en el Cosep, con los cuales Ortega está haciendo buenas migas.
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