Onfre Guevara López
Eso es un mito, un apodo generoso del cual hacen un slogan, una tarjeta de presentación propagandística. En los programas hacen declaraciones de fe democrática. Los partidos de derechas esconden su ideología reaccionaria tras su amor a las libertades y a los derechos humanos –y a veces—, a Dios, lo cual es como no decir nada que les comprometa.
Los partidos de izquierdas, cuando no se declaran marxistas, se esconden tras la fraseología revolucionaria, progresista; declaran su amor por las clases trabajadoras, con lo que tampoco dicen mucho, aunque se comprometan. En teoría, los partidos políticos tienen la democracia como su meta fundamental, pero terminan siendo propiedad de las cúpulas antes y después de alcanzan el poder.
En el funcionamiento orgánico y las estructuras de dirección de los partidos, se encuentran la dificultad –casi la imposibilidad— de ser auténticas asociaciones democráticas. Se ha adoptado en organismos partidarios de izquierda un mecanismo democrático de funcionar, y han creído haberlo logrado. Son los “principios leninistas de organización”, entre los cuales sobresale el “centralismo democrático”.
Estos partidos admiten la discusión amplia y libre en todos los niveles de los problemas para sacar resoluciones de mayoría, luego de lo cual todo el mundo debe tomarlas como únicas, obligatorias e inviolables normas de conducta en su actividad partidaria. Quienes mantuvieron posiciones opuestas durante las discusiones sobre los temas que luego fueron acordados por mayoría, pueden seguir disintiendo sobre el particular, pero sin derecho a actuar en oposición a lo ya aprobado.
Se creyó que así se podía funcionar con democracia a lo interno, pero nunca fue perfecta, y dejó de ser un método democrático, cuando en la dirección de los partidos se enquistan líderes casi inamovibles, que lo determinan todo desde la altura de sus cargos burocráticos. No desparece la discusión de los temas y problemas en esos partidos, pero sobre temas ya aprobado en la cúpula. Y es posible introducir propuestas y modificar los “materiales de trabajo” de los congresos emitidos por la dirección, pero no siempre son cambios fundamentales, si no de formas. En lo básico, todo se queda tal como fue inspirado por la cúpula. Ahí fenece lo democrático y sigue funcionando el centralismo.
En los partidos de derechas se habla de libertad de criterio, de libre expresión del pensamiento, de elección libre, derecho a la disidencia y a formar minorías. No obstante, todo es mera formalidad, pues pesa más la autoridad, el prestigio, la ascendencia, el padrinazgo, la posición social y económica de los líderes con dotes de caudillos, quienes, además, echan sobre las bases el peso de su origen político y familiar. De hecho, son los dueños de los partidos. Lo que es hoy el partido orteguista, después de su metamorfosis, no es nada distinto a los partidos de propiedad personal.
En los partidos hay realidades cuya naturaleza no se pueden regular por ningún estatuto –aunque éste intentan regularlos—: son los intereses y diferencias de clases, los valores y conductas de quienes alcanzan posiciones cimeras; es decir, de los líderes o caudillos. Estos pueden robar desde el poder, y es visto por sus bases fanatizadas como algo sin mucha importancia –hasta lo niegan—, y ante ellas brilla más el nombre, la aureola y el culto que se han creado los líderes. Entonces, se instaura un hábito antidemocrático: los deberes, los derechos, la ética, los valores, el respeto personal, no son iguales para los líderes que para los individuos de la la base. Dueños del partido, como una más de sus empresas, los líderes se vuelven inalcanzables, y hasta para una entrevista anodina depende si se puede conseguir una audiencia. Sólo los guardaespaldas o sirvientes de los líderes, alcanzan la gloria de su cercanía, pero nunca su amistad.
Sea por diferencia de vocación, asuntos de preparación, conocimientos, experiencias, personalidad y otros distintivos que hacen destacar a los dirigentes, éstos se los toman como un privilegio que les da derechos que otros no pueden alcanzar. Y así se establecen discriminaciones iguales o peores que las de clases, y junto a las diferencias, funcionan dentro de los partidos. Por muy elevadas que sean sus declaraciones de principios y objetivos sociales pregonados, no pueden borrar discriminaciones ni diferencias; más bien éstas se acentúan, por dinámica propia o por estímulos interesados.
Lo dicho no es todo, pero basta para confirmar que no existen partidos democráticos. Lo que ahora está pasando al interior del que fue Frente Sandinista, no es muy diferente a lo que ocurre en otros partidos. Pero, por el hecho de estar en el poder, y abusar del mismo, hace más evidentes sus rasgos antidemocráticos. Las diferencias dentro del orteguismo hacen más ruido, porque combinan los abusos económicos con el poder político.
A excepción de eso, lo demás es común a todos los partidos. La descomposición individual, trae consigo la descomposición partidaria –o se descompones al mismo tiempo— antes de llegar al poder, después de haber llegado y de retorno a la oposición. Se forman sectas, grupos o círculos en torno al control del partido: una elite con goce exclusivo de poder decidir la línea política, la selección de los candidatos y de los dirigentes intermedios. La base vota, hasta después que la cúpula escoge.
Dentro de los partidos, ascienden quienes son incondicionales de uno y otro jefe; las cualidades y las capacidades personales, pueden ir juntas o no, pero tiene más valor el grado de fidelidad o servilismo que muestran los aspirantes. Claro, los serviles corren la misma suerte del jefe de su secta partidaria. Es aleccionador el caso de Lenin Cerna y sus protegidos. No es algo accidental, sino un reflejo de la falta de democracia interna.
En el partido orteguista hay aristas peculiares. Las estructuras y la militancia del antiguo Frente Sandinista, ya no son las mismas. De sus nueve dirigentes sólo quedó Daniel Ortega, con todo el poder y ha moldeado el equipo que le rodea a su imagen y semejanza en lo político, lo ideológico y lo ambicioso. Parte de la base original que se quedó, fue ganada con prebendas y cargos; ha trocado ética, mística, valores y principios por fidelidad. Ese tipo de militancia se refleja en su lista de candidatos.
Eso, lo resienten viejos militantes, que se quejan de haber sido marginados para dar lugar a los recién arrimados. Pero no parecen entender cuáles son las causas de esos cambios, pues se quejan con miedo, y no actúan con firmeza para rescatar aunque sea el respeto a su condición de militantes históricos. Eso prueba que el partido orteguista ya no es el original y su poder, un imán para oportunistas. Es lo que necesita Daniel Ortega, para asegurar el éxito de su proyecto personal.
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