El diario granadino EL CORREO (1913-1934), fué fundado por quien fuera su Director, Carlos Rocha Avellán y es sobre todo recordado por haber dado acogida a las publicaciones literarias del Movimiento de Vanguardia, "Rincón de Vanguardia" y "Página de Vanguardia", a cargo de Pablo Antonio Cuadra Cardenal y Octavio Rocha Bustamante, hijo éste último de don Carlos y padre de Luis Rocha Urtecho, quien, junto con su nieto Luis Javier Espinoza Rocha, retoman hoy "El Correo Nicaragüense"; un blog pluralista, que agradece la reproducción de su contenido.

domingo, 22 de mayo de 2011

Jesús Aproximación histórica




Sesión 3: Jesús, buscador de Dios

VER:

Se coloca al frente o en medio del grupo una sábana o tela azul que simbolice el río Jordan. De un lado colocamos un plato con arena para simbolizar el desierto. Del otro unas botellas de leche y miel (símbolos de la tierra prometida), una botella de vino, pan y una canasta con frutos. Se puede da un tiempo para contemplar y reflexionar a partir de esos símbolos. Pueden ayudar preguntas como éstas: ¿Dónde busco o he encontrado a Dios? ¿Qué significa para mi el desierto? ¿Qué personas me han ayudado a ir a Dios? ¿Por qué Jesús se hace bautizar por Juan? ¿Por qué deja el desierto y se va al otro lado del Jordán?

PENSAR:

No sabemos cuándo y en qué circunstancias, pero, en un determinado momento, Jesús deja su trabajo de artesano, abandona a su familia y se aleja de Nazaret. No busca una nueva ocupación. No se acerca a ningún maestro acreditado para estudiar la Torá o conocer mejor las tradiciones judías. No marcha hasta las orillas del mar Muerto para ser admitido en la comunidad de Qumrán. Tampoco se dirige a Jerusalén para conocer de cerca el lugar santo donde se ofrecen sacrificios al Dios de Israel. Se aleja de toda tierra habitada y se adentra en el desierto.

La hondura y madurez de su talante religioso hace pensar a algunos que Jesús vivió un período de búsqueda antes de encontrarse con el Bautista. Como a todos los judíos, el desierto le evoca a Jesús el lugar en el que ha nacido el pueblo y al que hay que volver en épocas de crisis para co­menzar de nuevo la historia rota por la infidelidad a Dios. No llegan hasta allí las órdenes de Roma ni el bullicio del templo; no se oyen los discursos de los maestros de la ley. En cambio se puede escuchar a Dios en el silencio y la soledad.

Entre el otoño del año 27 y la primavera del 28 surge en el horizonte reli­gioso de Palestina un profeta original e independiente que provoca un fuerte impacto en todo el pueblo. Su nombre es Juan, pero la gente lo llama el “Bautizador”, porque practica un rito inusitado y sorprendente en las aguas del Jordán. Es, sin duda, el hombre que marcará como nadie la trayectoria de Jesús. A nadie admiró Jesús tanto como a Juan el Bautista

Juan pertenecía a una familia sacerdotal rural. Su rudo lenguaje y las imágenes que emeplea reflejan su ambiente campesino. En algún mo­mento, Juan rompe con el templo y con todo el sistema de ritos de purifi­cación y perdón vinculados a él. No sabemos qué le mueve a abandonar su quehacer sacerdotal. Su comportamiento es el de un hombre arreba­tado por el Espíritu. No se apoya en ningún maestro. No cita explíci­tamente las Escrituras sagradas. No invoca autoridad alguna para le­gitimar su actuación. Abandona la tierra sagrada de Israel y marcha al desierto a gritar su mensaje.

Él concentra la fuerza de su mirada profética en la raíz de todo: el pecado y la rebeldía de Israel. Su diagnóstico es escueto y certero: la historia del pueblo elegido ha llegado a su fracaso total. El proyecto de Dios ha quedado frustrado. La crisis actual no es una más. Es el punto fi­nal al que se ha llegado en una larga cadena de pecados. El pueblo se en­cuentra ahora ante la reacción definitiva de Dios. Igual que los leñadores dejan al descubierto las raíces de un árbol antes de dar los golpes decisi­vos para derribarlo, así está Dios con “el hacha puesta a la raíz de los ár­boles” (Lucas 3,9 / / Mateo 3,10). Es inútil que la gente quiera escapar de su “ira inminente”, como una camada de víboras que huyen del incendio que se les acerca: “Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a huir de la ira inminente?”. (Lucas 3,7 / / Mateo 3,7). Ya no se puede recurrir a los cauces tradicionales para reanudar la historia de salvación. De nada sirve ofrecer sacrificios de expiación. El pueblo se pre­cipita hacia su fin.

Jesús queda seducido e impactado por esta visión grandiosa. Este hombre pone a Dios en el centro y en el horizonte de toda búsqueda de salvación. El templo, los sacrificios, las interpretaciones de la Ley, la per­tenencia misma al pueblo escogido: todo queda relativizado. Solo una cosa es decisiva y urgente: convertirse a Dios y acoger su perdón. En contra de lo que se afirma de ordinario, parece que la estancia de Juan en el desierto tenía más el carácter simbólico de una “vida fuera de la tierra prometida” que el tono ascético de un penitente.

Juan coloca de nuevo al pueblo “en el desierto”. A las puertas de la tierra prometida, pero fuera de ella. La nueva liberación de Israel se tiene que iniciar allí donde había comenzado. Juan es la “voz que grita en el desierto: ‘Preparen el camino al Señor, nivelen sus senderos’”. Este conocido texto de Isaías 40,3 es citado por todos los evangelistas para hablar de Juan (Mateo 3,3; Marcos 1,3; Lucas 3,4 y Juan 1,23). Esta es su tarea: ayudar al pueblo a prepararle el camino a Dios, que ya llega. Dicho de otra manera, es “el mensajero” que de nuevo guía a Israel por el desierto y lo vuelve a intro­ducir en la tierra prometida.

La conciencia de vivir alejados de Dios, la necesidad de conversión y la esperanza de salvarse en el “día final” lle­vaba a no pocos a buscar su purificación en el desierto. No era Juan el único. A menos de veinte kilómetros del lugar en que él bautizaba se le­vantaba el “monasterio” de Qumrán, donde una numerosa comunidad de “monjes” vestidos de blanco y obsesionados por la pureza ritual prac­ticaban a lo largo del día baños y ritos de purificación en pequeñas pisci­nas dispuestas especialmente para ello. Sin embargo, el bautismo de Juan y, sobre todo, su significado eran absolutamente nuevos y originales. No es un rito practicado de cualquier manera. Hasta la aparición de Juan no existía entre los judíos la costumbre de bautizar a otros. Se conocía gran número de ritos de purificación e inmersiones, pero los que buscaban purificarse siempre se lavaban a sí mismos. Juan es el primero en atribuirse la auto­ridad de bautizar a otros. Así se describe el rito en Marcos 1,5: “Eran bautizados por él en el río Jordán, confe­sando sus pecados”. No es un bautismo colectivo, sino individual: cada uno asume su propia responsabilidad. El “bautismo de Juan” es mucho más que un signo de conversión. In­cluye el perdón de Dios.

Cuando se acercó al Jordán, Jesús se encontró con un espectáculo con­movedor: gentes venidas de todas partes se hacían bautizar por Juan, confesando sus pecados e invocando el perdón de Dios. En el Jordán se está iniciando la “res­tauración” de Israel. Los bautizados vuelven a sus casas para vivir de manera nueva, como miembros de un pueblo renovado, preparado para acoger la llegada ya inminente de Dios. Juan no se consideró nunca el Mesías de los últimos tiempos. Él solo era el que iniciaba la preparación. Su visión era fascinante. Juan pensaba en un proceso dinámico con dos etapas bien diferenciadas. El primer mo­mento sería el de la preparación. Su protagonista es el Bautista, y tendrá como escenario el desierto. Vendría enseguida una segunda etapa que tendría lugar ya dentro de la tierra prometida. No estará protagonizada por el Bautista, sino por una figura misteriosa que Juan designa como “el más fuerte”. Al bautismo de agua le sucederá un “bautismo de fuego” que transformará al pueblo de forma definitiva y lo conducirá a una vida plena. En contra de lo que muchas veces se piensa, el Bautista no consideraba esta segunda etapa como “el final de este mundo”, sino como la renovación radical de Israel en una tierra transformada.

En un determinado momento, Jesús se acercó al Bautista, escuchó su lla­mada a la conversión y se hizo bautizar por él en las aguas del río Jordán. El hecho ocurrió en torno al año 28, y es uno de sus datos más seguros. Es innegable que Jesús fue bautizado por Juan. Para Jesús es un momento decisivo, pues significa un giro total en su vida. Aquel joven artesano oriundo de una pequeña aldea de Galilea no vuelve ya a Nazaret. En adelante se dedi­cará en cuerpo y alma a una tarea de carácter profético que sorprende a sus familiares y vecinos: jamás habían podido sospechar algo parecido cuando le tuvieron entre ellos.

La decisión Jesús de hacerse bautizar por Juan deja entrever algo de su búsqueda de Dios y de su misión. Si acepta el “bautismo de Juan”, esto significa que comparte su visión sobre la situación desesperada de Israel: el pue­blo necesita una conversión radical para acoger el perdón de Dios. Pero Jesús comparte también y sobre todo la esperanza del Bautista. Le atrae la idea de preparar al pueblo para el encuentro con su Dios. Jesús no vuelve inmediatamente a Galilea, sino que permanece du­rante algún tiempo en el desierto junto al Bautista. Ignoramos cómo pudo ser la vida de los que se movían en el entorno de Juan.

El movimiento iniciado por el Bautista se empezaba a notar en todo Is­rael. Incluso los grupos tachados de indignos y pecadores, como los re­caudadores de impuestos o las prostitutas, acogen su mensaje. Solo las élites religiosas y los herodianos del entorno de Antipas se resisten (Lucas 7,33// Mateo 11,18; Lucas 7,29-30 / / Mateo 21,21-32); Lucas 3,10-14.) De ordinario, todo entusiasmo del pueblo por un nuevo orden de co­sas solía inquietar a los gobernantes. Por otra parte, el Bautista denun­ciaba con valentía el pecado de todos y no se detenía siquiera ante la ac­tuación inmoral del rey. Juan se convierte en un profeta peligroso sobre todo cuando Herodes repudia a su esposa para casarse con Herodías, mujer de su hermanastro Filipo, a la que había conocido en Roma du­rante sus años juveniles.

La situación se hizo explosiva cuando el Bautista, que predica a me­nos de veinte kilómetros de la frontera con los nabateos, denuncia públi­camente la actuación del rey, considerándola contraria a la Torá. Según nos informa Flavio Josefo, “Herodes temió que la enorme influencia de Juan en la gente indujera una especie de revuelta... y consideró mucho mejor eliminarlo antes que afrontar luego una situación difícil con la re­vuelta y lamentar la indecisión” (Antigüedades de los judíos 18,5, 2). Antes de que la situación empeorara, Antipas manda encarcelar al Bautista en la fortaleza de Maqueronte y, más tarde, lo ejecuta.

La muerte del Bautista tuvo que causar gran impacto. Con él desapa­recía el profeta encargado de preparar a Israel para la venida definitiva de Dios. Todo el proyecto de Juan quedaba interrumpido. No había sido posible siquiera completar la primera etapa. La conversión de Israel que­daba inacabada. ¿Qué iba a pasar ahora con el pueblo? ¿Cómo iba a ac­tuar Dios? Entre los discípulos y colaboradores de Juan todo es inquietud y desconcierto.

Jesús reacciona de manera sorprendente. No abandona la esperanza que animaba al Bautista, sino que la radicaliza hasta extremos insospechados. No sigue bautizando como otros discípulos de Juan, que continuaron su ac­tividad después de muerto. Da por terminada la preparación que el Bau­tista ha impulsado hasta entonces y transforma su proyecto en otro nuevo. Nunca pone en duda la misión y autoridad de Juan, pero inicia un proyecto diferente para la renovación de Israel. En Jesús se va despertando una con­vicción: Dios va a actuar en esta situación desesperada de un modo insos­pechado.

Jesús comenzó a verlo todo desde un horizonte nuevo. Se ha termi­nado ya el tiempo de preparación en el desierto. Empieza la irrupción de­finitiva de Dios. Hay que situarse de manera diferente. Lo que Juan espe­raba para el futuro empieza ya a hacerse realidad. Comienzan unos tiempos que no pertenecen a la época vieja de la preparación, sino a una era nueva. Llega ya la salvación de Dios. Lo que empieza ahora para este pueblo que no ha podido llevar a cabo su conversión no es el juicio de Dios, sino el gran don de su salva­ción. En esta situación desesperada el pueblo va a conocer la increíble compasión de Dios, no su ira destructora.

Pronto comienza Jesús a hablar un lenguaje nuevo: está llegando el “reino de Dios”. No hay que seguir esperando más, hay que acogerlo. Lo que a Juan le parecía algo todavía alejado, está ya irrumpiendo; pronto desplegará su fuerza salvadora. Hay que proclamar a todos esta “Buena Noticia”. El pueblo se ha de convertir, pero la conversión no va a consis­tir en prepararse para un juicio, como pensaba Juan, sino en “entrar” en el “reino de Dios” y acoger su perdón salvador.

Jesús ofrece el perdón a todos. No solo a los bautizados por Juan en el Jordán, también a los no bautizados. No desaparece en Jesús la idea del juicio, pero cambia totalmente su perspectiva. Dios llega para todos como sal­vador, no como juez. Pero Dios no fuerza a nadie; solo invita. Su invita­ción puede ser acogida o rechazada. Cada uno decide su destino. Unos escuchan la invitación, acogen el reino de Dios, entran en su dinámica y se dejan transformar; otros no escuchan la buena noticia, rechazan el reino, no entran en la dinámica de Dios y se cierran a la salvación.

Jesús abandona el desierto que ha sido escenario de la preparación y se desplaza a la tierra habitada por Israel a proclamar y “escenificar” la salvación que se ofrece ya a todos con la llegada de Dios. Las gentes no tendrán ya que acudir al desierto como en tiempos de Juan. Será él mismo, acompañado de sus discípulos y colaboradores más cercanos, el que recorrerá la tierra prometida. Su vida itinerante por los poblados de Galilea y de su entorno será el mejor símbolo de la llegada de Dios, que viene como Padre a establecer una vida más digna para todos sus hijos.

Jesús abandona también el talante y la estrategia profética de Juan. La vida austera del desierto es sustituida por un estilo de vida festivo. Deja a un lado la forma de vestir del Bautista. Tampoco tiene sentido se­guir ayunando. Ha llegado el momento de celebrar comidas abiertas a todos, para acoger y celebrar la vida nueva que Dios quiere instaurar en su pueblo. Jesús convierte el banquete compartido por todos en el sím­bolo más expresivo de un pueblo que acoge la plenitud de vida querida por Dios. A Juan lo llamaron “bautizador”, pues su actividad giraba en torno al bautismo en el Jordán. A Jesús lo llamaron “comilón” y “amigo de pecadores”, pues acostumbraba a celebrar la acogida de Dios comiendo con indeseables.

Para recibir el perdón no hay que subir al templo de Jerusalén a ofrecer sacrificios de expiación; tampoco es necesario sumergirse en las aguas del Jordán. Jesús lo ofrece gratis a quienes acogen el reino de Dios. Para proclamar su misericordia de una manera más sensible y concreta se dedicará a algo que Juan nunca hizo: curar enfermos que nadie curaba; aliviar el dolor de gentes abandonadas, tocar a leprosos que nadie tocaba, bendecir y abrazar a niños y pequeños. Todos han de sentir la cercanía salvadora de Dios, incluso los más olvidados y despreciados: los recau­dadores, las prostitutas, los endemoniados, los samaritanos.

Con Jesús todo empieza a ser diferente. El temor al juicio deja paso al gozo de acoger a Dios, amigo de la vida. Ya nadie habla de su “ira” in­minente. Jesús invita a la confianza total en un Dios Padre.

ACTUAR:

  • ¿Por qué es importante de cuando en cuando la soledad y el silencio?
  • ¿Has hecho alguna vez algún retiro o Ejercicios Espirituales? ¿En qué te ayudaron? ¿Por qué los recomendarías?
  • ¿Cómo podemos ayudar a otros a encontrarse con Dios?
  • ¿Qué signos del reino de Dios encontramos en la parroquia? ¿Cómo podemos reconocerlos, celebrarlos, compartirlos?

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