Manuel Obregón S.
Masatepe, 19-09-11
Ése México
inolvidable de los sesenta tuvo para mí varias facetas. Siendo estudiante de
Economía, no sé por qué química secreta me dio por [no me gusta hablar en
primera persona], ávidamente, visitar las librerías del centro [Zaplana,
Porrúa, Juárez] cuya manía se extendió a la librería de la UNAM y a la librería Cristal que quedaba en Insurgentes con Baja
california. Sin descontar, por supuesto,
ser fiel seguidor de las ediciones del
Fondo de Cultura Económica y de las librerías de sótano de la avenida Dolores
Hidalgo, frente a la Alameda Central. Siempre combiné, o eran lecturas
independientes, economía y literatura. Uno se entusiasma por tantas cosas, incluido
el cine y el teatro, las revistas, los suplementos culturales y las
conferencias, [cómo olvidarlas] de la Casa del Lago. Por lo general eran los domingos cuando uno se
levanta tarde y quiere disfrutar de una mañana al aire libre, me iba con
algunos paisanos amigos al Bosque de Chapultepec a oír a un Carlos Fuentes
disertar sobre el futuro de la novela, a un Víctor Flores Olea hablar de la
política mexicana o a un nervioso, nerviosísimo Juan José Arreola, contar su
historia personal o la de algún clásico del romanticismo. Esto último viene al caso por lo que leo en El Correo, el blog digital que el poeta
Luis Rocha retoma de sus ancestros, y en el cual se reproduce un artículo de
Álvaro Mutis sobre Juan José Arreola, cuyo texto ya data de varias décadas y me
trae algunos recuerdos de, su obra, su
voz y
su inquieta figura, como la de un alocado Quijote.
Juan José
Arreola tenía una manera muy peculiar de expresarse, una coordinación,
[a veces
descoordinación], entre la palabra y sus manos, que siempre estaban moviéndose.
Hablaba como conteniendo la respiración y con una facilidad asombrosa se salía
del tema para divagar sobre otros tópicos, como en un sueño, para luego retomar
el principio. Era un erudito y un gran improvisador, aunque como él lo
afirmaba, orgullosamente, autodidacta. Su figura delgada y un cabello
desordenado lo hacía diferente, como descolocado frente al auditorio, y cuando
hablaba era mordaz en sus observaciones.
Mi primer encuentro con su obra fue Confabulario [1962] que desde la
introducción se retrataba como un provinciano que jamás se adaptó o nunca quiso
adaptarse a la caldera del diablo que era la capital mexicana. Gustaba repetir
“Yo, señores, soy de Zapotlán el Grande. Un pueblo que de tan grande nos lo
hicieron Ciudad Guzmán hace cien años. Pero nosotros seguimos siendo tan pueblo
que todavía le decimos Zapotlán”. De esa ficción me quedó grabado su cuento
“La Migala”[1949] alusivo a un repugnante
insecto que compra en una feria y que por accidente se le escapa de su pequeño
encierro en que lo tenía cautivo y se le pierde en el desorden de su cuarto. Ese hecho habría de cambiar su
vida, el no encontrarlo le produce angustia, se siente vigilado y amenazado, para
venir a descubrir después que esa sospecha era cierta, pues a quien realmente
le teme y huye, es, a su propia mujer.
El otro
cuento que más que cuento era una agudísima crítica a los ferrocarriles
mexicanos, es El Guardagujas [1951] referido
a viajeros que compran sus boletos y
pasan meses esperando el tren que nunca llega y algunos pasan años y envejecen
en las estaciones con la esperanza de regresar a su pueblo y los ya duchos
aconsejan buscar un hospedaje cercano y estar atento a la llegada o salida de esos trenes
fantásticos.
En esa
afición por su prosa sencilla pero con acidez en el lápiz leí “La feria” [1963] párrafos cortos, lo que hoy llamaríamos un
blog. La edición viene ilustrada con
figuras alusivas a peces, sonajas, bonetes de curas, coronas, llaves, dados,
hojas, violines, cuchillos, herraduras, jaulas, sombreros, pistolas y animales
domésticos [todas en pequeño] y tantas
otras que acompañan la vida diaria. Un ejemplo de esas observaciones campestres
“La limpia del campo puede hacerse por
tareas individuales o en grupos, según le convenga más al patrón. La tumba se
lleva a cabo en la mañana, y por la tarde se amontona el rastrojo y la maleza y
se le prende fuego” o puntadas como “Abundancia,
¡madre! Somos un pueblo de muertos de hambre”.
Ya en
Nicaragua cayó en mis manos un librito sobre “La palabra educación”[1973] con
ensayos cortos sobre la vida , la cultura, los jóvenes, los maestros y el don de la palabra. Aquí las
ilustraciones son ampliadas: artilugios de laboratorio, cañones, jinetes,
mapamundi, máquinas infernales y alegorías diversas. Pone en duda muchos de los
éxitos del mundo moderno, así apunta “La
gente ahora se enriquece a costa de su pobreza espiritual en medio del apogeo
de ciencias y técnicas. Esta es la prueba evidente del fracaso de nuestra
civilización, que siempre ha ido contra la vida”. Gran crítico del entorno y de los políticos, señala
“Vivimos en un mundo en que se atenta
contra la vida individual y colectiva, en el acto personal del asesino o el
colectivo del jefe de Estado”.
Tuve la
suerte de verlo de cerca, no sólo en actos públicos, sino también en
actividades un poco ajenas a la literatura, valga decir que Juan José Arreola era un buen ajedrecista y algunas veces
llegaba a la casa de huéspedes donde yo vivía en Coahuila 60 esquina con
Orizaba en la Colonia Roma. Sus visitas eran privadas y llegaba a ver a su
amigo Edmundo Dávila, Nicaragüense, quien llegó a ser campeón de ajedrez de
México, CA y el Caribe, por quien sentía una gran simpatía. Se sentaban en la
sala un sábado y jugaban tranquilos. Un día Mundo me mostró una dedicatoria en
un libro de ajedrez que decía mucho de su talento: “Para Mundo, poeta de alfiles y
caballos”. En otra ocasión, [sería
por 1965], se presentó en el Auditorio de Ciencias de la UNAM, ante un
lleno completo, para darle la bienvenida a Pablo Neruda, quien estaba regresando del “Pen Club” de Nueva York y estaría por un
día o dos en México. Había una mesa llena de libros, todos del poeta, con
separadores, para leer algunos poemas. Fue una tarde muy especial. Neruda hizo
alusión a la visita anterior y a la actual. Agradeció a Juan José Arreola por
recibirlo con tanta espontaneidad y entusiasmo. Dijo que en esa primera ocasión
decidió hacer el viaje de regreso por tierra porque quería conocer el sur de
México y que pasó por Tabasco y quedó deslumbrado por la selva y que a medio
camino en una noche cerrada se bajo del carro para tocar las luciérnagas. Habló también de España
y de la guerra civil y leyó su poema de solidaridad con los republicanos y
también leyó poemas de su juventud.
Se me quedó
en la mente uno pequeñito que aludía a una niña “Dónde estará la Guillermina”[1958] que cuenta que siendo
adolescente su hermana invitó a alguien que cuando él abrió la puerta “ entró el sol, entraron las estrellas, entraron dos trenzas de trigo y
dos ojos interminables”. Un amor a primera vista es una gran sorpresa y
produce la alegría de un regalo. Neruda nunca olvidaría esa tarde en Temuco, que sería diferente a las otras tardes que le tocó deambular por el
mundo, llevaría donde estuviese esa sensación de cuando “Entonces entró la Guillermina
con dos relámpagos azules que me atravesaron el pelo y me clavaron como
espadas contra los muros del invierno”.
Dejo aquí
estos retazos de la memoria que a vuelo de pájaro reproduzco como un homenaje a
ese perfil que tengo de un escritor que tuvo un gran compromiso con la palabra,
a Juan José Arreola, que siempre se
sintió extraño metido en las entrañas del monstruo que, era, y sigue siendo, el Distrito
Federal.
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