El diario granadino EL CORREO (1913-1934), fué fundado por quien fuera su Director, Carlos Rocha Avellán y es sobre todo recordado por haber dado acogida a las publicaciones literarias del Movimiento de Vanguardia, "Rincón de Vanguardia" y "Página de Vanguardia", a cargo de Pablo Antonio Cuadra Cardenal y Octavio Rocha Bustamante, hijo éste último de don Carlos y padre de Luis Rocha Urtecho, quien, junto con su nieto Luis Javier Espinoza Rocha, retoman hoy "El Correo Nicaragüense"; un blog pluralista, que agradece la reproducción de su contenido.

martes, 20 de septiembre de 2011

El Güegüence viaja en taxi


Onofre Guevara López
En una de sus frecuentes orientaciones a sus secretarios políticos, la señora Rosario Murillo, responsable de la propaganda del gobierno, también de su partido –y para todo el tiempo de la candidatura fuera de la ley de su esposo—,  les llamó a variar la conducta prepotente en su relación con la gente, dado que no es tan real la efectividad de las regalías –láminas de zinc y otros objetos de uso y de consumo para familias empobrecidas, o gente oportunista—, como para esperar confiados en que se trocarán en votos a su favor el 6 de noviembre.  
La experiencia se expresó en su duda, pues, aunque ningún gobierno ni candidato –legal o no— haya sido tan pródigo en práctica asistencialista y demagógica como el actual, lo hicieron a su manera, y ninguno de ellos tuvo la certeza de que todos los receptores de sus regalías hubiesen votado en masa a su favor. La gente tiene necesidades, y muchas, pero piensa con astucia –y certeramente— que no le regalan nada por generosidad, y tampoco ignora  la procedencia del dinero con que se adquieren esos productos. No se conoce a nadie que haya saciado el hambre con el maná bíblico y, por lo tanto, tampoco podrá creer que lo haría ese “maná” lanzado como anzuelo por el candidato ilegal.
No es tan fácil hacer caer en la trampa a la gente y hacer de ella una fiel clienta electoral por un regalo de utilidad pasajera,  ni entre la gente que trabaja, pues tampoco está exenta de sufrir las mordeduras de las necesidades elementales para subsistir. Las necesidades son muchas y permanentes para los desempleados o con trabajos informales, y esa política asistencialista anima a la gente a usar máscaras, igual que los candidatos, pero para engañarlos a ellos.  
 Tomemos el caso de los taxistas –propietarios o cadetes—, pues no es mucha la diferencia en cuanto a solvencia económica. Cualquiera de ellos conoce o sufre los abusos de quienes poseen el poder. Los han conocido en su transitar diario por las calles de Managua, y han aprendido a sortear el peligro que representa confrontarlos políticamente. En oficinas públicas o en las calles, saben que toparán con la prepotencia de algún empleado, las exigencias ilegales de algún policía y las presiones de cualquier agente CPC de su barrio, y eso les obliga a sacar de su interior al Güegüence. Cuelga la banderita partidaria en su vehículo, porque sabe que es su única protección ante la nulidad de las leyes.
La bandera funciona como la “magnífica” funcionó en el pasado, y hoy funciona junto al carné de “militante”: como pararrayos de los abusos de quienes están al servicio del poder de quienes creen poseerlo en propiedad para toda la vida.
Banderita o calcomanía –o las dos— pintan una falsa identidad orteguista, aunque no siempre funcione para el orteguista de a pie. El taxista conoce al cliente oficialista, se hace “al lado del viento”, le busca “la comba al palo”,  sopesa sus palabras antes de hablar de política, o para abstenerse de hacerlo. Lo hace, incluso, con quienes les solicitan su opinión para alguna encuesta.
Al principio, cuando miraba la banderita en un taxi, procuraba no utilizarlo; pero ante el hecho de casi todos andan lo mismo, tomo cualquiera, lo cual me ha permitido conocer la función real de la banderita. Cuando se le habla al taxista, éste pierde el miedo, y discurre libremente sobre los problemas políticos, en especial sobre los creados por la ambición de Ortega por reelegirse ilegalmente.
Los jefes orteguistas conocen esa realidad. Lo confirman las palabras de doña Rosario. Y de ahí sus temores. Saben que la banderita, la calcomanía, el carné regalado, el empleo conseguido por tráfico de influencia, la lámina de zinc, el paquete de comida o la presencia del empleado en sus manifestaciones no garantizan los votos. Esa es una de las causas por la cual no han dejado de maniobrar desde todas las instancia –más expresamente desde el Consejo Electoral— con el fin de tener listo el fraude como emergente.
Saben que el bazar de las consignas y lemas ampulosos, floridos y floreados de su propaganda, tampoco garantizan mucho. El cansancio por la saturación aparte, la inteligencia humana no se ata con nada de eso, máxime que, frente a todos, están los hechos nada fáciles de pasar inadvertidos, como la corrupción de sus funcionarios y la protección que les ofrecen. Respecto al candidato de la ilegalidad, la gente se pregunta: ¿qué clase de revolucionario es quien atropella la Constitución nacida de la propia revolución que dice dirigir en su “nueva” etapa? ¿Qué honestidad puede practicar en un supuesto futuro gobierno, quien ha protegido durante todo su período actual, y ha reelegido de modo ilegal en sus cargos a funcionarios corruptos?  ¿Qué clase de amor por los pobres puede sentir quien se ha enriquecido en el poder y no frena su sed de acumulación de bienes materiales, sabiendo que gobierna un país pobre y con muchos pobres? ¿Cuánto aprecio tiene por la juventud, quien la aparta del estudio para utilizarla en menesteres triviales embrutecedores; que la convierte en instrumentos de sus ambiciones, la vuelve ignorante de sus derechos y deberes como ciudadanos y en destructora de sus propios valores?
Las respuestas las encuentra la gente de cualquier institución pública, donde el empleado aprovechó la “pata” de un amigo para poder trabajar, y le obligan a pararse en una rotonda a gritar consignas.  Entre esta gente, hay más de un Güegüence.  La gente que viaja en bus, o camina a pie, encentra las respuestas cuando  choca sus ojos contra los lugares contaminados por la propaganda del candidato ilegal, y en las espaldas o el frente de quien viste por necesidad una camiseta regalada, con retratos y consignas. De esa gente salen muchos güegüences. En los taxís, como conductor o como pasajero, siempre viaja el Güegüence.   

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