Onofre Guevara López
En
una de sus frecuentes orientaciones a sus secretarios políticos, la señora
Rosario Murillo, responsable de la propaganda del gobierno, también de su
partido –y para todo el tiempo de la candidatura fuera de la ley de su esposo—,
les llamó a variar la conducta
prepotente en su relación con la gente, dado que no es tan real la efectividad
de las regalías –láminas de zinc y otros objetos de uso y de consumo para familias
empobrecidas, o gente oportunista—, como para esperar confiados en que se
trocarán en votos a su favor el 6 de noviembre.
La
experiencia se expresó en su duda, pues, aunque ningún gobierno ni candidato
–legal o no— haya sido tan pródigo en práctica asistencialista y demagógica
como el actual, lo hicieron a su manera, y ninguno de ellos tuvo la certeza de
que todos los receptores de sus regalías hubiesen votado en masa a su favor. La
gente tiene necesidades, y muchas, pero piensa con astucia –y certeramente— que
no le regalan nada por generosidad, y tampoco ignora la procedencia del dinero con que se adquieren
esos productos. No se conoce a nadie que haya saciado el hambre con el maná bíblico
y, por lo tanto, tampoco podrá creer que lo haría ese “maná” lanzado como anzuelo
por el candidato ilegal.
No
es tan fácil hacer caer en la trampa a la gente y hacer de ella una fiel clienta
electoral por un regalo de utilidad pasajera,
ni entre la gente que trabaja, pues tampoco está exenta de sufrir las
mordeduras de las necesidades elementales para subsistir. Las necesidades son
muchas y permanentes para los desempleados o con trabajos informales, y esa
política asistencialista anima a la gente a usar máscaras, igual que los
candidatos, pero para engañarlos a ellos.
Tomemos el caso de los taxistas –propietarios
o cadetes—, pues no es mucha la diferencia en cuanto a solvencia económica. Cualquiera
de ellos conoce o sufre los abusos de quienes poseen el poder. Los han conocido
en su transitar diario por las calles de Managua, y han aprendido a sortear el
peligro que representa confrontarlos políticamente. En oficinas públicas o en las
calles, saben que toparán con la prepotencia de algún empleado, las exigencias ilegales
de algún policía y las presiones de cualquier agente CPC de su barrio, y eso les
obliga a sacar de su interior al Güegüence. Cuelga la banderita partidaria en
su vehículo, porque sabe que es su única protección ante la nulidad de las
leyes.
La
bandera funciona como la “magnífica” funcionó en el pasado, y hoy funciona junto
al carné de “militante”: como pararrayos de los abusos de quienes están al
servicio del poder de quienes creen poseerlo en propiedad para toda la vida.
Banderita
o calcomanía –o las dos— pintan una falsa identidad orteguista, aunque no siempre
funcione para el orteguista de a pie. El taxista conoce al cliente oficialista,
se hace “al lado del viento”, le busca “la comba al palo”, sopesa sus palabras antes de hablar de
política, o para abstenerse de hacerlo. Lo hace, incluso, con quienes les
solicitan su opinión para alguna encuesta.
Al
principio, cuando miraba la banderita en un taxi, procuraba no utilizarlo; pero
ante el hecho de casi todos andan lo mismo, tomo cualquiera, lo cual me ha permitido
conocer la función real de la banderita. Cuando se le habla al taxista, éste
pierde el miedo, y discurre libremente sobre los problemas políticos, en
especial sobre los creados por la ambición de Ortega por reelegirse ilegalmente.
Los jefes orteguistas conocen esa
realidad. Lo confirman las palabras de doña Rosario. Y de ahí sus temores. Saben
que la banderita, la calcomanía, el carné regalado, el empleo conseguido por
tráfico de influencia, la lámina de zinc, el paquete de comida o la presencia
del empleado en sus manifestaciones no garantizan los votos. Esa es una de las
causas por la cual no han dejado de maniobrar desde todas las instancia –más
expresamente desde el Consejo Electoral— con el fin de tener listo el fraude
como emergente.
Saben
que el bazar de las consignas y lemas ampulosos, floridos y floreados de su
propaganda, tampoco garantizan mucho. El cansancio por la saturación aparte, la
inteligencia humana no se ata con nada de eso, máxime que, frente a todos, están
los hechos nada fáciles de pasar inadvertidos, como la corrupción de sus
funcionarios y la protección que les ofrecen. Respecto al candidato de la
ilegalidad, la gente se pregunta: ¿qué clase de revolucionario es quien
atropella la Constitución nacida de la propia revolución que dice dirigir en su
“nueva” etapa? ¿Qué honestidad puede practicar en un supuesto futuro gobierno,
quien ha protegido durante todo su período actual, y ha reelegido de modo
ilegal en sus cargos a funcionarios corruptos?
¿Qué clase de amor por los pobres puede sentir quien se ha enriquecido
en el poder y no frena su sed de acumulación de bienes materiales, sabiendo que
gobierna un país pobre y con muchos pobres? ¿Cuánto aprecio tiene por la
juventud, quien la aparta del estudio para utilizarla en menesteres triviales embrutecedores;
que la convierte en instrumentos de sus ambiciones, la vuelve ignorante de sus
derechos y deberes como ciudadanos y en destructora de sus propios valores?
Las
respuestas las encuentra la gente de cualquier institución pública, donde el empleado
aprovechó la “pata” de un amigo para poder trabajar, y le obligan a pararse en una
rotonda a gritar consignas. Entre esta
gente, hay más de un Güegüence. La gente
que viaja en bus, o camina a pie, encentra las respuestas cuando choca sus ojos contra los lugares contaminados
por la propaganda del candidato ilegal, y en las espaldas o el frente de quien viste
por necesidad una camiseta regalada, con retratos y consignas. De esa gente salen
muchos güegüences. En los taxís, como conductor o como pasajero, siempre viaja el
Güegüence.
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