Presentamos
esta hermosa semblanza de Álvaro Mutis sobre los recuerdos de Juan José
Arreola, y que hace parte de Estación México, libro editado recientemente bajo el cuidado de Santiago Mutis
Durán, quien ha reunido todos las notas que escribiera Mutis en sus tránsitos
mexicanos. Palabras de cuando la memoria es un bálsamo encontrado, vocación de
resistencia.
Por Álvaro
Mutis
Narrar
los recuerdos de la infancia, recrear con verdad perdurable los años, las
gentes, los lugares, los sentimientos de la niñez, es tarea literaria de las
más difíciles. Existe siempre el peligro de caer en la complacencia narcisista,
en la escrupulosa nimiedad o en el sentimiento nostálgico y estéril. Cada uno
recuerda su infancia como un paraíso perdido para siempre, como un territorio
cargado de esencias y resonancias que vivimos como únicas y que en verdad lo
son, cuyo signo entrañable es el de ser incompartibles. Tal vez una de las más
altas tareas del poeta o del narrador sea la de ser capaz de trasladar a la
página esa delgada materia con la que se teje la memoria de los primeros años
de la vida, haciéndolos así posibles de ser gozados, lamentados y sentidos por
sus lectores como si fueran propios. Pocos nombres recuerdo de quienes hayan
logrado tan raro milagro. Proust, desde luego y el primero en mi escala de
preferencias; Tolstoi en sus Recuerdos de infancia y
juventud, uno de sus libros más bellos; Kipling en Algo sobre mí mismo; Joyce en suRetrato del artista adolescente y, last but not least, Valéry Larbaud en su Fermina Márquez y sus Enfantines. En América tal vez José María Arguedas
en Los ríos profundos y, desde luego, Mark Twain en
su Vida en el Mississippi.
En
días pasados tuve la fortuna de asistir a este milagro de recreación
deslumbrada y compartida, al escuchar a Juan José Arreola en el primero de la
serie de programas que, bajo el título de Memorias improvisadas, inicio
en el canal once de televisión. Recordaré siempre esa hora emocionada durante
la cual el escritor, dueño de uno de los más certeros y sabios estilos de
cuantos conozco en nuestra América, nos evocó su infancia en Zapotlán el Grande
y nos trajo en persona, por virtud de su palabra verdadera y de la claridad de
su emocionada nostalgia, a seres tan inolvidables como su padre, el artesano
cumplido y el amante de las letras y de nuestro idioma; a su tío, el cura
multisapiente que colgara los hábitos para dedicarse a la sismografía y a otros
saberes aun más abscónditos; a ese pintor de carrozas que preparaba él mismo
los colores y lograba en las paredes acabados que lindaban con el esmalte; y a
tantas otras gentes que acompañaron su infancia y que hoy frecuentarán ya para
siempre el resto de nuestra vida, de tan verdaderas y entrañables como Arreola
supo traerlas ante nuestra maravillada presencia.
Pensando, después, cómo había sido posible un
tan hermoso testimonio de hombre de artista, llegué a la conclusión de que
solamente merced a una vigilante y sabia sinceridad y a una sabiduría y nobleza
del corazón, conseguidas, no sin arduo trabajo de años de meditación y diálogo
con los clásicos, es posible dar un testimonio de tal valor y de tan perdurable
recuerdo. Ni qué decir tengo que no hablo de la sinceridad y cordial bondad de
los lelos. Muy al contrario. Sólo quien se ha debatido, como es el caso de
Arreola, con sus propios demonios y con los ajenos, sólo quien regresa de
hondos abismos y fragorosos socavones, puede rendir cuenta de su vida y de los
seres y lugares que la designan, con tan inteligente eficacia literaria.
Vivimos en una época de confusión en donde los pedantes encuentran amplio campo
al ejercicio de su necedad. Qué refrescante experiencia ésta de oír a un
escritor evocar su vida sin esconderse ni escudarse en el rebuscado
intelectualismo, que sólo dice de la muerte del espíritu, o en la empobrecida
argumentación a favor de ideas y sistemas de necesaria moda entre quienes
renegaron ya para siempre de la aislada e innegociable condición de individuos.
Reproducido en Poesía y Prosa de Álvaro Mutis.
Instituto Colombiano de Cultura, Bogotá, 1981.
Instituto Colombiano de Cultura, Bogotá, 1981.
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