El diario granadino EL CORREO (1913-1934), fué fundado por quien fuera su Director, Carlos Rocha Avellán y es sobre todo recordado por haber dado acogida a las publicaciones literarias del Movimiento de Vanguardia, "Rincón de Vanguardia" y "Página de Vanguardia", a cargo de Pablo Antonio Cuadra Cardenal y Octavio Rocha Bustamante, hijo éste último de don Carlos y padre de Luis Rocha Urtecho, quien, junto con su nieto Luis Javier Espinoza Rocha, retoman hoy "El Correo Nicaragüense"; un blog pluralista, que agradece la reproducción de su contenido.

domingo, 4 de septiembre de 2011

Jesús Aproximación historica




Sesión 13: Jesús, mártir del reino de Dios

VER:
Se colocan al centro o al frente una imagen de Jesús crucificado. Alrededor de ellos algunas imágenes o estampas de algunos mártires: de los primeros apóstoles, de Monseñor Romero, del Padre Pro, de los mártires de la UCA. Reflexionemos primero sobre la muerte de Jesús: ¿Por qué mataron a Jesús? ¿Por qué muere? En segundo lugar pensemos en tantos hombres y mujeres que han entregado la vida hasta el martirio. ¿Qué testimonio nos dan? ¿Cómo fortalecen nuestra fe y esperanza?

PENSAR:
Apenas pudo disfrutar Jesús de unas horas de libertad después de su despedida. Hacia media noche fue apresado por la policía del templo en un huerto situado en el valle del Cedrón, al pie del monte de los olivos, a donde se había retirado a orar. Un hombre que condenaba públicamente el sistema del templo y que hablaba ante judíos venidos de todo el mundo sobre un “imperio” que no era el de Roma no podía seguir mo­viéndose libremente en el explosivo ambiente de las fiestas de Pascua.
¿Podemos saber qué es lo que ocurrió en los últimos días de Jesús? Un dato es seguro: Jesús fue “condenado a muerte durante el reinado de Ti­berio por el gobernador Poncio Pilato”. Así nos los informan historiadores como Tácito y Flavio Josefo. Estos datos coinciden con lo que sabe­mos por las fuentes cristianas. Los podemos resumir así: Jesús fue ejecu­tado en una cruz; la sentencia fue dictada por el gobernador romano; hubo una acusación previa por parte de las autoridades judías; solo Jesús fue crucificado, nadie se preocupó de eliminar a sus seguidores.
No sabemos quiénes han podido ser testigos directos de los hechos: los discí­pulos huyeron a Galilea; las mujeres pudieron observar algo a cierta dis­tancia y ser testigos de los acontecimientos públicos, pero ¿quién pudo saber cómo se desarrolló la conversación entre Jesús y el sumo sacerdote o el encuentro con Pilato? Probablemente, los primeros cristianos tenían noticia del curso general de los acontecimientos -interrogatorio ante las autoridades judías, entrega a Pilato, crucifixión-, pero no de sus detalles (Cf. Marcos 14-15; Mateo 26-27; Lucas 22-23; Juan 18-19).
El relato de la pasión no se parece al resto de los relatos evangélicos, compuestos por pequeñas escenas y episodios transmitidos por la tradición. Esta es una composición larga que describe la sucesión de unos hechos enlazados entre sí (Incluso siguiendo el horario romano, Marcos dice puntualmente lo que acontece “al amanecer” (15,1), “en la hora sexta” (15,33), “en la hora nona” (15,34).); todo hace pensar que la redacción se debe al trabajo de “escribas” que narran la pasión buscando en las sagra­das Escrituras el sentido profundo de los hechos.
Sin duda es el incidente del templo el que precipita la actuación contra Je­sús. No es arrestado inmediatamente, pues convenía que la operación se llevara a cabo sin provocar un altercado multitudinario, pero el sumo sa­cerdote no se olvida de Jesús. Marcos 14,1-2 nos informa de una conspiración de los sumos sacerdotes y escribas, que, faltando dos días para la Pascua, buscan cómo aprender a Jesús evitando la reacción del pueblo. Al parecer, las fuerzas del templo recabaron ayuda para identificar a Jesús y, sobre todo, para loca­lizarlo y aprenderlo de manera discreta. Las fuentes nos dicen que fue Ju­das, uno de los Doce, quien prestó su colaboración. No parece legítimo dudar de la intervención de Judas. En la comunidad cristiana no se hubiera inventado semejante traición protagonizada por uno de los Doce.
Al ser detenido Je­sús, los discípulos huyen asustados a Galilea. Solo se quedan en Jerusa­lén algunas mujeres, tal vez porque corren menos peligro. Pero, ¿qué fue realmente lo que ocurrió esa última noche que Jesús pasó en la tierra, detenido por las fuerzas de seguridad del templo? No es nada fácil re­construir los hechos, pues las fuentes ofrecen versiones notablemente di­ferentes. Según Marcos, Jesús es llevado desde Getsemaní ante el sumo sacerdote; reunidos “to­dos los sumos sacerdotes, los ancianos y escribas”, es decir, los grupos que constituyen el Sa­nedrín, llegan a la conclusión de que es “reo de muerte” (14,53-64); al día siguiente por la ma­ñana vuelven a reunirse, pero es solo para “atar” a Jesús y “entregarlo” a Pilato (15,1). Según Lucas, no hay reunión alguna durante la noche; el Sanedrín solo se reúne al día siguiente por la mañana, pero la escena concluye sin el menor acto jurídico (22,66-71); a continuación lo conducen ante Pilato (23,1). Según Juan, Jesús es conducido a casa de Anás, suegro de Caifás (18,13), que le pregunta “sobre sus discípulos y su doctrina”; a continuación lo envía atado a casa de Caifás, donde nada sucede (18,24); finalmente es conducido a la residencia de Pilato (18,28); en este último relato, el Sanedrín está totalmente ausente y no hay nada que evoque la celebración de un proceso por parte de las autoridades judías.
En general, los relatos dan la impresión de que fue una noche confusa. Por otra parte, es posible que tampoco los evangelistas conocieran con precisión las relaciones existentes entre los sacerdotes dirigentes, los an­cianos, los escribas y el Sanedrín. Lo que sí podemos concluir es que hubo una confrontación entre Jesús y las autoridades judías que lo habían man­dado arrestar, y que el sumo sacerdote Caifás y la clase sacerdotal dirigente tuvieron un papel destacado.
Según Marcos, el Sanedrín se reúne durante la noche y condena so­lemnemente a Jesús por haberse proclamado Mesías e Hijo de Dios, y por haberse arrogado la pretensión de venir un día sobre las nubes del cielo, sentado a la derecha de Dios. Su actitud, según el relato, provoca el es­cándalo del sumo sacerdote, que grita horrorizado. Aquel pobre hombre que está allí atado ante ellos no es el Mesías ni el Hijo de Dios: ¡Es un blas­femo! El veredicto del Sanedrín es unánime: “Reo de muerte”. También el evangelio de Juan refleja esta misma sensibilidad: “No queremos apedrearte por ninguna obra buena, sino por una blasfemia y porque tú, siendo hombre, te haces a ti mismo Dios” (10,33).
Esa noche no hubo -dicen los historiadores- una sesión oficial del Sanedrín, y mucho menos un proceso en toda regla por parte de las autoridades judías, sino una reunión informal de un consejo privado de Caifás para hacer las de­bidas indagaciones y precisar mejor los términos en que se podía plan­tear la cuestión ante Pilato. Una vez detenido Jesús, lo que preocupa es poner a punto la acusación que llevarán por la mañana al prefecto ro­mano: es necesario reunir en su contra cargos que merezcan la pena capi­tal.
La decisión de eliminar a Jesús parece estar tomada desde el co­mienzo, pero, ¿cuáles son los motivos reales que mueven a este grupo de dirigentes judíos a condenarlo? El ataque al templo es, sin duda, la causa principal de la hostilidad de las autoridades judías contra Jesús y la razón decisiva de su entrega a Pilato. Este hecho no desaparece nunca del horizonte en las fuentes cristianas. Lo recuerda Marcos en la escena ante el sumo sacerdote (14,57-58); aparece luego en las burlas que se le hacen al crucificado (Marcos 15,29-30 / / Ma­teo 27,39-40); se recuerda en la acusación a Esteban (Hechos de los Apóstoles 6,13-14).
Para las autoridades judías el templo es intocable, es el “corazón” del sistema. Lo que Jesús dijo e hizo en el templo es una amenaza para el orden público lo suficientemente preocupante como para entregarlo al prefecto romano. Las cuestiones relativas al templo no dejaban indiferen­tes a los romanos, como si se tratara de simples asuntos religiosos internos de los judíos. El prefecto conocía bien el peligro potencial que encerraba cualquier alteración del orden en Jerusalén, sobre todo en el clima de Pas­cua y con la ciudad repleta de judíos provenientes de todo el Imperio. El consejo de Caifás toma la resolución de entregarlo a Pilato. Casi con toda se­guridad, el prefecto romano lo ejecutará como un perturbador indeseable.
¿Qué es lo que realmente sucedió cuando Jesús fue entregado a Pilato? Los evangelios apenas dan a cono­cer detalles legales del proceso de Jesús ante Pilato. Sin embargo coinciden con lo que sabemos por otras fuentes no cristianas. Fue Pilato quien dictó la sentencia de muerte y mandó crucificar a Jesús; lo hizo, en buena parte, por instigación de las autoridades del templo y miembros de po­derosas familias de la capital. Este es el dato histórico más cierto: Jesús es ejecutado por soldados a las órdenes de Pilato, pero en el origen de esta ejecución se encuentra el sumo sacerdote Caifás, asistido por miembros de la aristocracia sacerdotal de Jerusalén.
Por perfecto o imperfecto que este fuera, hubo un proceso en el que el prefecto romano condena a Jesús a ser ejecutado en una cruz, acusándolo de la pretensión de presentarse como “rey de los judíos”. Las fuentes ofrecen indicios su­ficientes y el texto de la condena colocado en la cruz lo confirma. El juicio tiene lugar probablemente en el palacio en el que reside Pi­lato cuando acude a Jerusalén.
Para Pilato, la intervención de Jesús en el templo y las discusiones que pueda haber sobre su condición de verdadero o falso profeta son, en principio, un asunto interno de los judíos. Como prefecto del Imperio, él está más atento a las repercusiones políticas que puede tener el caso. Este tipo de profetas que despiertan extrañas expectativas entre la gente pue­den ser a la larga peligrosos. Por otra parte, los ataques al templo son siempre un asunto delicado. Quien amenaza el sistema del templo está tratando de imponer algún nuevo poder. Las palabras de Jesús contra el templo y su reciente gesto de amenaza pueden socavar el poder sacerdo­tal, fiel en estos momentos a Roma y pieza clave en el mantenimiento del orden público.
Jesús no lleva armas, no lidera un movimiento de insurrectos ni predica un levantamiento frontal contra Roma. Sin embargo, su predicación sobre el “imperio de Dios”, su crítica a los poderosos, su firme defensa de los sectores más oprimidos y humilla­dos del Imperio, su insistencia en un cambio radical de la situación, son una rotunda desautorización del emperador romano, del prefecto y del sumo sacerdote designado por el prefecto: Dios no bendice aquel estado de cosas. Jesús no es inofensivo. Un rebelde contra Roma es siempre un rebelde, aunque su predicación hable de Dios.
Lo que más solía preocupar a los gobernantes eran siempre las reac­ciones imprevisibles de las muchedumbres. Lo sucedido aquellos días en una Jerusalén repleta de peregrinos judíos venidos de todo el Imperio, en el explosivo ambiente de las fiestas de Pascua, no augura nada bueno: Jesús se ha atrevido a desafiar públicamente el sistema del templo y, al parecer, algunos peregrinos andan aclamándolo en las calles de la ciu­dad. Está en peligro el orden público: la pax romana.
Pilato considera a Jesús lo suficientemente peligroso como para ha­cerlo desaparecer. Basta con ejecutarlo a él. Sus seguidores no forman un grupo de insurrectos, pero conviene que su ejecución sirva de escar­miento para quienes sueñan en desafiar al Imperio. En contra de lo que se hubiera podido esperar, nadie tocó a los seguidores de Jesús. La crucifixión pú­blica de Jesús ante aquellas muchedumbres venidas de todas partes era el suplicio perfecto para aterrorizar a quienes podían albergar alguna tenta­ción de levantarse contra Roma.
A Jesús lo matan porque al proclamar el reino de Dios pone en cuestión el sistema del templo y al Imperio romano. Las autoridades judías, fieles al Dios del templo, se ven obligadas a reaccionar: Jesús estorba. Invoca a Dios para defender la vida de los últimos. Caifás y los suyos lo invocan para defender los inte­reses del templo. Condenan a Jesús en nombre de su Dios, pero, al ha­cerlo, están condenando al Dios del reino, el único Dios vivo en el que cree Jesús. Lo mismo sucede con el Imperio de Roma. Jesús no ve en aquel sistema defendido por Pilato un mundo organizado según el cora­zón de Dios. Él defiende a los más olvidados del Imperio; Pilato protege los intereses de Roma. El Dios de Jesús piensa en los últimos; los dioses del Imperio protegen la pax romana. No se puede, a la vez, ser amigo de Jesús y del César; no se puede servir al Dios del reino y a los dioses es­tatales de Roma. El evangelio de Juan pone en boca de los judíos estas palabras: “Si sueltas a ese, no eres amigo del César” (19,12).
Jesús escucha la sentencia aterrado. Sabe lo que es la crucifixión. Desde niño ha oído hablar de ese horrible suplicio. Sabe también que no es po­sible apelación alguna. Todo está decidido. A Jesús le esperan las horas más amargas de su vida. Quienes pasan cerca del Gólgota este 7 de abril del año 30 no contem­plan ningún espectáculo piadoso. Una vez más están obligados a ver, en plenas fiestas de Pascua, la ejecución cruel de un grupo de condenados.
¿Qué vivió realmente Jesús durante sus últimas horas? Los relatos de la pasión no ofrecen una información fría de los hechos; desde el co­mienzo, los cristianos acudieron a las sagradas Escrituras, y en especial a los salmos del sufri­miento del justo (22 y 69), para dar algún sentido a aquel final tan trágico de Jesús. Esta re­ferencia a las Escrituras ha influido de manera notable en la manera de presentar la pasión, pero esto no significa en modo alguno que todo haya sido inventado a partir de textos bíblicos. Para determinar el carácter histórico de cada detalle, es necesario analizar cuidadosamente lo que puede ser reminiscencia histórica y lo que es ilustración proveniente de los textos bíblicos.
La violencia, los golpes y las humillaciones comienzan la misma noche de su detención. Los solda­dos de Pilato no eran legionarios romanos disciplinados, sino tropas au­xiliares reclutadas entre la población samaritana, siria o nabatea, pueblos profundamente antijudíos. No es nada improbable que cayeran en la ten­tación de burlarse de aquel judío, caído en desgracia y condenado por su prefecto.
Probablemente, después de escuchar la sentencia, Jesús es condu­cido por los soldados al patio del palacio, llamado “patio del enlosado”, para proceder a su flagelación. El castigo es tan brutal que a veces los condenados mueren durante el suplicio. Terminada la flagelación se procede a la crucifixión. No hay que de­morarla. La ejecución de tres crucificados lleva su tiempo, y faltan pocas horas para la caída del sol, que marcará el comienzo de las fiestas de Pas­cua.
No tardan en llegar al Gólgota. Lo soldados proceden a la ejecución de los tres reos. Con Jesús se hace probablemente lo que se hacía con cualquier condenado. Lo desnudan totalmente para degradar su dignidad, lo tumban en el suelo y lo clavan de pies y manos en la cruz. Los soldados se preocupan de colocar en la parte superior de la cruz la pequeña placa de color blanco en la que, con letras negras o rojas bien visibles, se indica la causa por la que se ejecuta a Jesús: “rey de los judíos”. Jesús fue crucificado entre las nueve de la mañana y las doce del mediodía; murió hacia las tres de la tarde.
En ningún momento se dice en los evangelios que Dios quiere la “destrucción” de Jesús. La crucifixión es un “crimen” y una “injusticia”. ¿Cómo va a querer el Padre que torturen a Jesús? Lo que Dios quiere es que permanezca fiel a su servicio al reino sin ambigüedad alguna, que no se desdiga de su mensaje de salvación en esta hora de la confrontación decisiva, que no se eche atrás en su defensa y solidaridad con los últimos, que siga revelando su misericordia y perdón a todos.
El silencio de Jesús durante sus últimas horas es sobrecogedor. Sin embargo, al final, Jesús muere “lanzando un fuerte grito”: Eloí, Eloí, ¡lemá sabactaní!, es decir, “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado? Estas palabras pronunciadas en arameo, lengua materna de Jesús, y gritadas en medio de la soledad y el abandono total son de una sinceridad abrumadora. Jesús muere en una soledad total. Ha sido condenado por las autoridades del templo. El pueblo no lo ha defendido. Los suyos han huido. A su alrededor solo escucha burlas y desprecio. A pesar de sus gritos al Padre en el huerto de Getsemaní, Dios no ha venido en su ayuda. Su Padre querido lo ha abandonado a una muerte ignomi­niosa. ¿Por qué? Jesús no llama a Dios Abbá, Padre, su expresión habitual y familiar. Le llama Eloí, “Dios mío”, como todos los seres humanos. Su invocación no deja de ser una expresión de confianza: ¡Dios mío! Dios si­gue siendo su Dios a pesar de todo. Jesús no duda de su existencia ni de su poder para salvarlo. Se queja de su silencio: ¿dónde está? ¿Por qué se calla? ¿Por qué lo abandona precisamente en el momento en que más lo necesita? Jesús muere en la noche más oscura. No entra en la muerte ilu­minado por una revelación sublime. Muere con un “porqué” en sus la­bios. Todo queda ahora en manos del Padre.

ACTUAR:
En este paso no vamos a contestar preguntas en público como lo hemos hecho en las otras sesiones.  Se invita a guardar silencio unos minutos contemplando o imaginando a Cristo nuestro Señor delante y puesto en cruz. Internamente, como nos invita Ignacio en los Ejercicios, podemos preguntarnos: ¿Qué he hecho por Cristo? ¿Qué hago por Cristo? ¿Qué debo hacer por Cristo? (EE no. 53).

No hay comentarios:

Publicar un comentario