Sesión 13: Jesús, mártir del reino de Dios
VER:
Se colocan al centro
o al frente una imagen de Jesús crucificado. Alrededor de ellos algunas
imágenes o estampas de algunos mártires: de los primeros apóstoles, de Monseñor
Romero, del Padre Pro, de los mártires de la UCA. Reflexionemos primero sobre
la muerte de Jesús: ¿Por qué mataron a Jesús? ¿Por qué muere? En segundo lugar
pensemos en tantos hombres y mujeres que han entregado la vida hasta el
martirio. ¿Qué testimonio nos dan? ¿Cómo fortalecen nuestra fe y esperanza?
PENSAR:
Apenas pudo
disfrutar Jesús de unas horas de libertad después de su despedida. Hacia media
noche fue apresado por la policía del templo en un huerto situado en el valle
del Cedrón, al pie del monte de los olivos, a donde se había retirado a orar. Un
hombre que condenaba públicamente el sistema del templo y que hablaba ante
judíos venidos de todo el mundo sobre un “imperio” que no era el de Roma no
podía seguir moviéndose libremente en el explosivo ambiente de las fiestas de
Pascua.
¿Podemos
saber qué es lo que ocurrió en los últimos días de Jesús? Un dato es seguro:
Jesús fue “condenado a muerte durante el reinado de Tiberio por el gobernador
Poncio Pilato”. Así nos los informan historiadores como Tácito y Flavio Josefo.
Estos datos coinciden con lo que sabemos por las fuentes cristianas. Los
podemos resumir así: Jesús fue ejecutado en una cruz; la sentencia fue dictada
por el gobernador romano; hubo una acusación previa por parte de las
autoridades judías; solo Jesús fue crucificado, nadie se preocupó de eliminar a
sus seguidores.
No
sabemos quiénes han podido ser testigos directos de los hechos: los discípulos
huyeron a Galilea; las mujeres pudieron observar algo a cierta distancia y ser
testigos de los acontecimientos públicos, pero ¿quién pudo saber cómo se
desarrolló la conversación entre Jesús y el sumo sacerdote o el encuentro con
Pilato? Probablemente,
los primeros cristianos tenían noticia del curso general de los acontecimientos
-interrogatorio ante las autoridades judías, entrega a Pilato, crucifixión-,
pero no de sus detalles (Cf. Marcos 14-15; Mateo 26-27; Lucas 22-23; Juan 18-19).
El relato de la pasión no se parece al
resto de los relatos evangélicos, compuestos por pequeñas escenas y episodios
transmitidos por la tradición. Esta es una composición larga que describe la
sucesión de unos hechos enlazados entre sí (Incluso siguiendo el horario
romano, Marcos dice puntualmente lo que acontece “al amanecer” (15,1), “en la
hora sexta” (15,33), “en la hora nona” (15,34).); todo hace pensar que la
redacción se debe al trabajo de “escribas” que narran la pasión buscando en las
sagradas Escrituras el sentido profundo de los hechos.
Sin
duda es el incidente del templo el que precipita la actuación contra Jesús. No
es arrestado inmediatamente, pues convenía que la operación se llevara a cabo
sin provocar un altercado multitudinario, pero el sumo sacerdote no se olvida
de Jesús. Marcos 14,1-2 nos informa de una conspiración de los sumos sacerdotes
y escribas, que, faltando dos días para la Pascua, buscan cómo aprender a Jesús
evitando la reacción del pueblo. Al parecer, las fuerzas del templo recabaron
ayuda para identificar a Jesús y, sobre todo, para localizarlo y aprenderlo de
manera discreta. Las fuentes nos dicen que fue Judas, uno de los Doce, quien
prestó su colaboración. No parece legítimo dudar de la intervención de Judas.
En la comunidad cristiana no se hubiera inventado semejante traición
protagonizada por uno de los Doce.
Al
ser detenido Jesús, los discípulos huyen asustados a Galilea. Solo se quedan
en Jerusalén algunas mujeres, tal vez porque corren menos peligro. Pero, ¿qué fue
realmente lo que ocurrió esa última noche que Jesús pasó en la tierra, detenido
por las fuerzas de seguridad del templo? No es nada fácil reconstruir los
hechos, pues las fuentes ofrecen versiones notablemente diferentes. Según
Marcos, Jesús es llevado desde Getsemaní ante el sumo sacerdote; reunidos “todos
los sumos sacerdotes, los ancianos y escribas”, es decir, los grupos que
constituyen el Sanedrín, llegan a la conclusión de que es “reo de muerte”
(14,53-64); al día siguiente por la mañana vuelven a reunirse, pero es solo
para “atar” a Jesús y “entregarlo” a Pilato (15,1). Según Lucas, no hay reunión
alguna durante la noche; el Sanedrín solo se reúne al día siguiente por la
mañana, pero la escena concluye sin el menor acto jurídico (22,66-71); a
continuación lo conducen ante Pilato (23,1). Según Juan, Jesús es conducido a
casa de Anás, suegro de Caifás (18,13), que le pregunta “sobre sus discípulos y
su doctrina”; a continuación lo envía atado a casa de Caifás, donde nada sucede
(18,24); finalmente es conducido a la residencia de Pilato (18,28); en este
último relato, el Sanedrín está totalmente ausente y no hay nada que evoque la
celebración de un proceso por parte de las autoridades judías.
En
general, los relatos dan la impresión de que fue una noche confusa. Por otra
parte, es posible que tampoco los evangelistas conocieran con precisión las
relaciones existentes entre los sacerdotes dirigentes, los ancianos, los
escribas y el Sanedrín. Lo que sí podemos concluir es que hubo una
confrontación entre Jesús y las autoridades judías que lo habían mandado
arrestar, y que el sumo sacerdote Caifás y la clase sacerdotal dirigente
tuvieron un papel destacado.
Según
Marcos, el Sanedrín se reúne durante la noche y condena solemnemente a Jesús
por haberse proclamado Mesías e Hijo de Dios, y por haberse arrogado la
pretensión de venir un día sobre las nubes del cielo, sentado a la derecha de
Dios. Su actitud, según el relato, provoca el escándalo del sumo sacerdote,
que grita horrorizado. Aquel pobre hombre que está allí atado ante ellos no es
el Mesías ni el Hijo de Dios: ¡Es un blasfemo! El veredicto del Sanedrín es
unánime: “Reo de muerte”. También el evangelio de Juan refleja esta misma
sensibilidad: “No queremos apedrearte por ninguna obra buena, sino por una
blasfemia y porque tú, siendo hombre, te haces a ti mismo Dios” (10,33).
Esa
noche no hubo -dicen los historiadores- una sesión oficial del Sanedrín, y
mucho menos un proceso en toda regla por parte de las autoridades judías, sino
una reunión informal de un consejo privado de Caifás para hacer las debidas
indagaciones y precisar mejor los términos en que se podía plantear la cuestión
ante Pilato. Una vez detenido Jesús, lo que preocupa es poner a punto la
acusación que llevarán por la mañana al prefecto romano: es necesario reunir
en su contra cargos que merezcan la pena capital.
La
decisión de eliminar a Jesús parece estar tomada desde el comienzo, pero,
¿cuáles son los motivos reales que mueven a este grupo de dirigentes judíos a
condenarlo? El ataque al templo es, sin duda, la causa principal de la
hostilidad de las autoridades judías contra Jesús y la razón decisiva de su
entrega a Pilato. Este hecho no desaparece nunca del horizonte en las fuentes
cristianas. Lo recuerda Marcos en la escena ante el sumo sacerdote (14,57-58);
aparece luego en las burlas que se le hacen al crucificado (Marcos 15,29-30 / /
Mateo 27,39-40); se recuerda en la acusación a Esteban (Hechos de los
Apóstoles 6,13-14).
Para
las autoridades judías el templo es intocable, es el “corazón” del sistema. Lo
que Jesús dijo e hizo en el templo es una amenaza para el orden público lo
suficientemente preocupante como para entregarlo al prefecto romano. Las
cuestiones relativas al templo no dejaban indiferentes a los romanos, como si
se tratara de simples asuntos religiosos internos de los judíos. El prefecto
conocía bien el peligro potencial que encerraba cualquier alteración del orden
en Jerusalén, sobre todo en el clima de Pascua y con la ciudad repleta de
judíos provenientes de todo el Imperio. El consejo de Caifás toma la resolución
de entregarlo a Pilato. Casi con toda seguridad, el prefecto romano lo
ejecutará como un perturbador indeseable.
¿Qué
es lo que realmente sucedió cuando Jesús fue entregado a Pilato? Los evangelios
apenas dan a conocer detalles legales del proceso de Jesús ante Pilato. Sin
embargo coinciden con lo que sabemos por otras fuentes no cristianas. Fue
Pilato quien dictó la sentencia de muerte y mandó crucificar a Jesús; lo hizo,
en buena parte, por instigación de las autoridades del templo y miembros de poderosas
familias de la capital. Este es el dato histórico más cierto: Jesús es
ejecutado por soldados a las órdenes de Pilato, pero en el origen de esta
ejecución se encuentra el sumo sacerdote Caifás, asistido por miembros de la
aristocracia sacerdotal de Jerusalén.
Por
perfecto o imperfecto que este fuera, hubo un proceso en el que el prefecto
romano condena a Jesús a ser ejecutado en una cruz, acusándolo de la pretensión
de presentarse como “rey de los judíos”. Las fuentes ofrecen indicios suficientes
y el texto de la condena colocado en la cruz lo confirma. El juicio tiene lugar
probablemente en el palacio en el que reside Pilato cuando acude a Jerusalén.
Para
Pilato, la intervención de Jesús en el templo y las discusiones que pueda haber
sobre su condición de verdadero o falso profeta son, en principio, un asunto
interno de los judíos. Como prefecto del Imperio, él está más atento a las repercusiones
políticas que puede tener el caso. Este tipo de profetas que despiertan
extrañas expectativas entre la gente pueden ser a la larga peligrosos. Por
otra parte, los ataques al templo son siempre un asunto delicado. Quien amenaza
el sistema del templo está tratando de imponer algún nuevo poder. Las palabras
de Jesús contra el templo y su reciente gesto de amenaza pueden socavar el
poder sacerdotal, fiel en estos momentos a Roma y pieza clave en el
mantenimiento del orden público.
Jesús
no lleva armas, no lidera un movimiento de insurrectos ni predica un
levantamiento frontal contra Roma. Sin embargo, su predicación sobre el
“imperio de Dios”, su crítica a los poderosos, su firme defensa de los sectores
más oprimidos y humillados del Imperio, su insistencia en un cambio radical de
la situación, son una rotunda desautorización del emperador romano, del
prefecto y del sumo sacerdote designado por el prefecto: Dios no bendice aquel
estado de cosas. Jesús no es inofensivo. Un rebelde contra Roma es siempre un
rebelde, aunque su predicación hable de Dios.
Lo
que más solía preocupar a los gobernantes eran siempre las reacciones
imprevisibles de las muchedumbres. Lo sucedido aquellos días en una Jerusalén
repleta de peregrinos judíos venidos de todo el Imperio, en el explosivo
ambiente de las fiestas de Pascua, no augura nada bueno: Jesús se ha atrevido a
desafiar públicamente el sistema del templo y, al parecer, algunos peregrinos
andan aclamándolo en las calles de la ciudad. Está en peligro el orden público:
la pax romana.
Pilato
considera a Jesús lo suficientemente peligroso como para hacerlo desaparecer.
Basta con ejecutarlo a él. Sus seguidores no forman un grupo de insurrectos,
pero conviene que su ejecución sirva de escarmiento para quienes sueñan en
desafiar al Imperio. En contra de lo que se hubiera podido esperar, nadie tocó
a los seguidores de Jesús. La crucifixión pública de Jesús ante aquellas
muchedumbres venidas de todas partes era el suplicio perfecto para aterrorizar
a quienes podían albergar alguna tentación de levantarse contra Roma.
A
Jesús lo matan porque al proclamar el reino de Dios pone en cuestión el sistema
del templo y al Imperio romano. Las autoridades judías, fieles al Dios del
templo, se ven obligadas a reaccionar: Jesús estorba. Invoca a Dios para
defender la vida de los últimos. Caifás y los suyos lo invocan para defender
los intereses del templo. Condenan a Jesús en nombre de su Dios, pero, al hacerlo,
están condenando al Dios del reino, el único Dios vivo en el que cree Jesús. Lo
mismo sucede con el Imperio de Roma. Jesús no ve en aquel sistema defendido por
Pilato un mundo organizado según el corazón de Dios. Él defiende a los más
olvidados del Imperio; Pilato protege los intereses de Roma. El Dios de Jesús
piensa en los últimos; los dioses del Imperio protegen la pax romana. No
se puede, a la vez, ser amigo de Jesús y del César; no se puede servir al Dios
del reino y a los dioses estatales de Roma. El evangelio de Juan pone en boca
de los judíos estas palabras: “Si sueltas a ese, no eres amigo del César”
(19,12).
Jesús
escucha la sentencia aterrado. Sabe lo que es la crucifixión. Desde niño ha
oído hablar de ese horrible suplicio. Sabe también que no es posible apelación
alguna. Todo está decidido. A Jesús le esperan las horas más amargas de su
vida. Quienes pasan cerca del Gólgota este 7 de abril del año 30 no contemplan
ningún espectáculo piadoso. Una vez más están obligados a ver, en plenas
fiestas de Pascua, la ejecución cruel de un grupo de condenados.
¿Qué
vivió realmente Jesús durante sus últimas horas? Los relatos de la pasión no
ofrecen una información fría de los hechos; desde el comienzo, los cristianos
acudieron a las sagradas Escrituras, y en especial a los salmos del sufrimiento
del justo (22 y 69), para dar algún sentido a aquel final tan trágico de Jesús.
Esta referencia a las Escrituras ha influido de manera notable en la manera de
presentar la pasión, pero esto no significa en modo alguno que todo haya sido
inventado a partir de textos bíblicos. Para determinar el carácter histórico de
cada detalle, es necesario analizar cuidadosamente lo que puede ser
reminiscencia histórica y lo que es ilustración proveniente de los textos
bíblicos.
La
violencia, los golpes y las humillaciones comienzan la misma noche de su
detención. Los soldados de Pilato no eran legionarios romanos disciplinados,
sino tropas auxiliares reclutadas entre la población samaritana, siria o
nabatea, pueblos profundamente antijudíos. No es nada improbable que cayeran en
la tentación de burlarse de aquel judío, caído en desgracia y condenado por su
prefecto.
Probablemente,
después de escuchar la sentencia, Jesús es conducido por los soldados al patio
del palacio, llamado “patio del enlosado”, para proceder a su flagelación. El
castigo es tan brutal que a veces los condenados mueren durante el suplicio.
Terminada la flagelación se procede a la crucifixión. No hay que demorarla. La
ejecución de tres crucificados lleva su tiempo, y faltan pocas horas para la
caída del sol, que marcará el comienzo de las fiestas de Pascua.
No
tardan en llegar al Gólgota. Lo soldados proceden a la ejecución de los tres
reos. Con Jesús se hace probablemente lo que se hacía con cualquier condenado.
Lo desnudan totalmente para degradar su dignidad, lo tumban en el suelo y lo
clavan de pies y manos en la cruz. Los soldados se preocupan de colocar en la
parte superior de la cruz la pequeña placa de color blanco en la que, con
letras negras o rojas bien visibles, se indica la causa por la que se ejecuta a
Jesús: “rey de los judíos”. Jesús fue crucificado entre las nueve de la mañana
y las doce del mediodía; murió hacia las tres de la tarde.
En
ningún momento se dice en los evangelios que Dios quiere la “destrucción” de
Jesús. La crucifixión es un “crimen” y una “injusticia”. ¿Cómo va a querer el
Padre que torturen a Jesús? Lo que Dios quiere es que permanezca fiel a su
servicio al reino sin ambigüedad alguna, que no se desdiga de su mensaje de
salvación en esta hora de la confrontación decisiva, que no se eche atrás en su
defensa y solidaridad con los últimos, que siga revelando su misericordia y
perdón a todos.
El
silencio de Jesús durante sus últimas horas es sobrecogedor. Sin embargo, al
final, Jesús muere “lanzando un fuerte grito”: Eloí, Eloí, ¡lemá sabactaní!,
es decir, “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado? Estas palabras
pronunciadas en arameo, lengua materna de Jesús, y gritadas en medio de la
soledad y el abandono total son de una sinceridad abrumadora. Jesús muere en
una soledad total. Ha sido condenado por las autoridades del templo. El pueblo
no lo ha defendido. Los suyos han huido. A su alrededor solo escucha burlas y
desprecio. A pesar de sus gritos al Padre en el huerto de Getsemaní, Dios no ha
venido en su ayuda. Su Padre querido lo ha abandonado a una muerte ignominiosa.
¿Por qué? Jesús no llama a Dios Abbá, Padre, su expresión habitual y
familiar. Le llama Eloí, “Dios mío”, como todos los seres humanos. Su
invocación no deja de ser una expresión de confianza: ¡Dios mío! Dios sigue
siendo su Dios a pesar de todo. Jesús no duda de su existencia ni de su poder
para salvarlo. Se queja de su silencio: ¿dónde está? ¿Por qué se calla? ¿Por
qué lo abandona precisamente en el momento en que más lo necesita? Jesús muere
en la noche más oscura. No entra en la muerte iluminado por una revelación
sublime. Muere con un “porqué” en sus labios. Todo queda ahora en manos del
Padre.
ACTUAR:
En
este paso no vamos a contestar preguntas en público como lo hemos hecho en las
otras sesiones. Se invita a guardar
silencio unos minutos contemplando o imaginando a Cristo nuestro Señor delante
y puesto en cruz. Internamente, como nos invita Ignacio en los Ejercicios,
podemos preguntarnos: ¿Qué he hecho por Cristo? ¿Qué hago por Cristo? ¿Qué debo
hacer por Cristo? (EE no. 53).
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