Un amplio debate en Internet sobre medidas futuras podría dar continuidad y consistencia al 15M
Ciertos observadores comienzan a nombrar así al movimiento político que se desarrolla actualmente en España. Se caracteriza por la ocupación duradera de la Puerta de Sol en Madrid, procedente de manifestantes que rechazan globalmente un sistema que los condena al paro y a la miseria. Otras ciudades españolas se manifiestan también. Tales manifestaciones de rechazo se han producido anteriormente en otros países golpeados también por las medidas de rigor impuestas a las poblaciones por la voluntad de disminuir sus deudas públicas: en Grecia, en Irlanda e incluso en Gran Bretaña – por no mencionar las que han tenido lugar en Estados Unidos, sobre todo en Madison, en el Estado de Wisconsin. Estos hechos son susceptibles de reproducirse en todos los países europeos afectados, inclusive tal vez un día en Alemania. Por eso es necesario intentar comprenderlas. Por Jean-Paul Baquiast.
Se habla hoy en día de la primavera española tomando como referencia al llamado movimiento de la primavera árabe que ha despachado a los gobiernos autoritarios de Túnez y del Cairo, bajo la presión de multitudes reunidas en lugares públicos de las principales ciudades de estos países. Movimientos semejantes, pero todavía blanco de la represión, se desarrollan en un cierto número de países árabes.
No obstante la comparación entre ambas “primaveras” muestra que la primavera española, si persiste y se precisa, planteará cuestiones mucho más complejas que aquellas abordadas por la primavera árabe. La primavera árabe se levantó contra poderes autoritarios o teocracias que eran relativamente fáciles de derrumbar, desde el momento que el apoyo del ejército y la policía les falló. El objetivo era relativamente claro, por lo menos en Túnez y en Egipto: obtener las libertades públicas y los derechos civiles que gozan las democracias políticas. En efecto, en el resto de Oriente Medio, la primavera árabe se complica actualmente por sus incidencias geopolíticas, étnicas o religiosas propias de estos países, pero estas últimas no interesan que indirectamente a los ciudadanos europeos.
La primavera española es infinitamente más compleja y difícil de interpretar con los instrumentos de la ciencia política tradicional. Ha nacido en un gran país europeo, hasta ahora globalmente próspero y bien administrado, presentando a pesar de algunos arcaísmos, el rostro de una sociedad moderna, democrática, abierta. España no es por otro lado el país más pobre de la Unión Europea, aunque atraviese actualmente una crisis grave. ¿Qué quieren entonces los manifestantes (que se han nombrado ellos mismos como “indignados” por referencia al libro de Stéphane Hessel)? Decir de ellos que allende de un rechazo al paro y al empobrecimiento, rechazan el Sistema, sin poder siempre precisar lo que se entiende por este término de Sistema, y lo que es rechazado al seno de éste. Pero se podría también decir que mucho de ellos son animados, aunque de alguna manera mal formulada, por una voluntad mucho más grandiosa, aquella de cambiar de civilización.
Así definido, la primavera española corre el riesgo de difundirse en un gran número de países europeos, si no en todos, porque el rechazo de un cierto tipo de civilización, mercantilista, selectiva, despilfarradora no es propia solamente de España. Los conservadores ven en esta contaminación casi “viral”, favorecida por la generalización de la sociedad de la información, numerosas amenazas. Los progresistas al contrario comienzan a atribuirles muchas esperanzas. ¿Podríamos esperar finalmente ver un universo marcado por las desigualdades, la destrucción ciega de los recursos naturales, el rechazo de las grandes ambiciones, ceder el lugar a un mundo más armonioso? ¿La utopía podría realizarse?
¿Qué quieren expresar los “indignados”?
¿Después de todo por qué no? Pero antes de soñar en un cambio de civilización, hace falta tratar de comprender lo que quieren expresar los manifestantes de la Puerta del Sol. Podremos entonces preguntarnos si, más allá de la expresión de un sentimiento global de rechazo, no deberían fijarse objetivos más precisos. El ejemplo precedente de las manifestaciones del pueblo estadounidense en Madison es el que interesa a este respecto. Las multitudes de Wisconsin han rechazado explícitamente un cierto número de medidas de rigor juzgadas injustas y han buscado plegar a los electos del partido republicano que querían, en toda legitimidad constitucional, aplicarles.
El mensaje de los “indignados” españoles es más difícil de interpretar. Podemos pensar que más allá de una protesta contra la extensión del paro y del empobrecimiento, que afecta de la misma manera a los profesionales jóvenes que a los trabajadores de base, significa el hecho que la gente de izquierda ya no les otorga su confianza a los partidos de izquierda para representarlos. En el plan electoral, es este el mensaje que expresan paralelamente las elecciones municipales marcadas por la derrota del Partido Socialista Español (PSOE). La misma desconfianza hacia el partido socialista es difundida en términos parecidos en Portugal y en Grecia. Muchos manifestantes españoles, aunque se definan de izquierda, se indignan por el hecho que el gobierno dirigido por una mayoría socialista no los protege de los abusos del capitalismo financiero y de la especulación mundialista. Al contrario, este gobierno parece alinearse del lado de los especuladores nacionales e internacionales (bancas y empresas) para obligar a los ciudadanos a pagar por los fallas de gestión o las maniobras fraudulentas del mundo económico. El mismo reproche se les hace a los gobiernos griegos y portugueses, también gobernados por socialistas.
Los ciudadanos deducen que los partidos socialistas pertenecen a partir de ahora a las oligarquías sociales que oprimen a los ciudadanos privándolos de los productos de su trabajo y de su ahorro. En España como en otros países, los gobiernos, ya sean de izquierda o de derecha, mantienen el mismo discurso impuesto por la finanza internacional y dictada por el FMI: comprimir los gastos sociales, suprimir las inversiones públicas, despedir a los empleados, privatizar los establecimientos y las empresas públicas...
Ahora bien los “indignados”, por ingenuos que sean en economía, se dan cuenta de que esta destrucción progresiva de lo que quedaba del Estado protector se hace para beneficiar a las sociedades internacionales y a los fondos de inversiones especulativos. Las actividades abandonadas por el sector público, bajo pretexto de reequilibrar los presupuestos, serán recuperadas y aseguradas por inversores anónimos que sólo trabajarán para una clientela de elevados ingresos. El coste económico final de estos servicios no disminuirá, al contrario. Pero los accionistas y los managers responsables de estos nuevos servicios no se quejarán, ya que las sumas correspondientes vendrán directamente a incrementar sus beneficios.
No obstante la comparación entre ambas “primaveras” muestra que la primavera española, si persiste y se precisa, planteará cuestiones mucho más complejas que aquellas abordadas por la primavera árabe. La primavera árabe se levantó contra poderes autoritarios o teocracias que eran relativamente fáciles de derrumbar, desde el momento que el apoyo del ejército y la policía les falló. El objetivo era relativamente claro, por lo menos en Túnez y en Egipto: obtener las libertades públicas y los derechos civiles que gozan las democracias políticas. En efecto, en el resto de Oriente Medio, la primavera árabe se complica actualmente por sus incidencias geopolíticas, étnicas o religiosas propias de estos países, pero estas últimas no interesan que indirectamente a los ciudadanos europeos.
La primavera española es infinitamente más compleja y difícil de interpretar con los instrumentos de la ciencia política tradicional. Ha nacido en un gran país europeo, hasta ahora globalmente próspero y bien administrado, presentando a pesar de algunos arcaísmos, el rostro de una sociedad moderna, democrática, abierta. España no es por otro lado el país más pobre de la Unión Europea, aunque atraviese actualmente una crisis grave. ¿Qué quieren entonces los manifestantes (que se han nombrado ellos mismos como “indignados” por referencia al libro de Stéphane Hessel)? Decir de ellos que allende de un rechazo al paro y al empobrecimiento, rechazan el Sistema, sin poder siempre precisar lo que se entiende por este término de Sistema, y lo que es rechazado al seno de éste. Pero se podría también decir que mucho de ellos son animados, aunque de alguna manera mal formulada, por una voluntad mucho más grandiosa, aquella de cambiar de civilización.
Así definido, la primavera española corre el riesgo de difundirse en un gran número de países europeos, si no en todos, porque el rechazo de un cierto tipo de civilización, mercantilista, selectiva, despilfarradora no es propia solamente de España. Los conservadores ven en esta contaminación casi “viral”, favorecida por la generalización de la sociedad de la información, numerosas amenazas. Los progresistas al contrario comienzan a atribuirles muchas esperanzas. ¿Podríamos esperar finalmente ver un universo marcado por las desigualdades, la destrucción ciega de los recursos naturales, el rechazo de las grandes ambiciones, ceder el lugar a un mundo más armonioso? ¿La utopía podría realizarse?
¿Qué quieren expresar los “indignados”?
¿Después de todo por qué no? Pero antes de soñar en un cambio de civilización, hace falta tratar de comprender lo que quieren expresar los manifestantes de la Puerta del Sol. Podremos entonces preguntarnos si, más allá de la expresión de un sentimiento global de rechazo, no deberían fijarse objetivos más precisos. El ejemplo precedente de las manifestaciones del pueblo estadounidense en Madison es el que interesa a este respecto. Las multitudes de Wisconsin han rechazado explícitamente un cierto número de medidas de rigor juzgadas injustas y han buscado plegar a los electos del partido republicano que querían, en toda legitimidad constitucional, aplicarles.
El mensaje de los “indignados” españoles es más difícil de interpretar. Podemos pensar que más allá de una protesta contra la extensión del paro y del empobrecimiento, que afecta de la misma manera a los profesionales jóvenes que a los trabajadores de base, significa el hecho que la gente de izquierda ya no les otorga su confianza a los partidos de izquierda para representarlos. En el plan electoral, es este el mensaje que expresan paralelamente las elecciones municipales marcadas por la derrota del Partido Socialista Español (PSOE). La misma desconfianza hacia el partido socialista es difundida en términos parecidos en Portugal y en Grecia. Muchos manifestantes españoles, aunque se definan de izquierda, se indignan por el hecho que el gobierno dirigido por una mayoría socialista no los protege de los abusos del capitalismo financiero y de la especulación mundialista. Al contrario, este gobierno parece alinearse del lado de los especuladores nacionales e internacionales (bancas y empresas) para obligar a los ciudadanos a pagar por los fallas de gestión o las maniobras fraudulentas del mundo económico. El mismo reproche se les hace a los gobiernos griegos y portugueses, también gobernados por socialistas.
Los ciudadanos deducen que los partidos socialistas pertenecen a partir de ahora a las oligarquías sociales que oprimen a los ciudadanos privándolos de los productos de su trabajo y de su ahorro. En España como en otros países, los gobiernos, ya sean de izquierda o de derecha, mantienen el mismo discurso impuesto por la finanza internacional y dictada por el FMI: comprimir los gastos sociales, suprimir las inversiones públicas, despedir a los empleados, privatizar los establecimientos y las empresas públicas...
Ahora bien los “indignados”, por ingenuos que sean en economía, se dan cuenta de que esta destrucción progresiva de lo que quedaba del Estado protector se hace para beneficiar a las sociedades internacionales y a los fondos de inversiones especulativos. Las actividades abandonadas por el sector público, bajo pretexto de reequilibrar los presupuestos, serán recuperadas y aseguradas por inversores anónimos que sólo trabajarán para una clientela de elevados ingresos. El coste económico final de estos servicios no disminuirá, al contrario. Pero los accionistas y los managers responsables de estos nuevos servicios no se quejarán, ya que las sumas correspondientes vendrán directamente a incrementar sus beneficios.
Acuerdo mundial entre privilegiados
Por nuestra parte, pensamos que lo que indigna particularmente a los manifestantes de la primavera española, que indignará también a aquellas otras primaveras por venir en otros países, tiende al descubrimiento progresivo de un acuerdo mundial entre privilegiados (que llamamos aquí oligarquías) para mantener debajo de la escala social a las diversas categorías de trabajadores que son de hecho los principales creadores de la riqueza en la economía real. Ahora bien, entre estas oligarquías se encuentran a partir de ahora, aparentemente y a menudo de hecho, los representantes de los partidos de izquierda, ya estén en la oposición o en el poder.
El descubrimiento de esta realidad, denunciada desde hace mucho tiempo por la extrema izquierda, provoca, en lo que seguiremos llamando clases populares, incluyendo a la clase media, un rechazo de la vida política y de las instituciones, sean estas nacionales o europeas: todos corruptos, según una fórmula fácil pero desgraciadamente a menudo verdadera. Este rechazo puede empujar a ciertos “indignados” hacia los movimientos de extrema derecha populistas y soberanistas, cuyo discurso ilusiona. Pero un mínimo de atención muestra que éstos tienen, todavía más que los socialistas, una relación con las oligarquías. Serán por otra parte, de todos modos, incapaces de proponer las soluciones que permitan poner la economía al servicio de los trabajadores, porque rechazan la dimensión europea imprescindible para hacerse escuchar ante los grandes países del mundo.
Si nos atenemos a la hipótesis anterior, diremos que el mensaje de los “indignados” se dirige primero a los partidos socialistas, en España como en el resto de Europa: cambiad o los cambiaremos. Siempre y cuando permanezca todavía un mínimo de democracia representativa, este primer mensaje lo comprenderán fácilmente los responsables políticos que quieren ser elegidos o reelegidos, ya a nivel nacional o local. José Luis Rodríguez Zapatero debería comprenderlo, como en Francia el candidato (o la candidata) del partido socialista a las elecciones presidenciales.
Más allá del rechazo, combatir por reivindicaciones específicas
Pero un llamamiento tan general no bastará para mantener la movilización de los manifestantes y de aquellos que los sostienen en la opinión pública. Será necesario que del seno de las manifestaciones surjan reivindicaciones más específicas (análogas al “Ben Ali fuera” de los manifestantes tunecinos). Los técnicos de la economía y de la política han formulado ya desde hace algunos meses los objetivos que hemos tomado por nuestra parte e ilustrado: transformar el estatus de la Banca Central Europea de modo que pueda recomprar y reestructurar las deudas públicas de los países; crear un servicio público bancario europeo que reagrupe las actividades de depósito y de préstamos a las empresas de las bancas europeas, distinguiéndolas claramente de las operaciones especulativas; crear un fondo europeo de inversión estratégica en beneficio de las actividades industriales y de investigación, capaz de crear empleos de fuerte valor añadido no reubicables; adaptar en consecuencia, armonizándolas, las legislaciones fiscales y aduaneras europeas.
Pero tales objetivos son complejos de explicar, difíciles, y lleva mucho tiempo ponerlos en marcha. Suponen un cierto número de cambios radicales de fondo contra los cuales se movilizarán juntas las oligarquías del poder. ¿Puede esperarse que las manifestaciones populares las realicen? Por nuestra parte, pensamos que existe una ventaja en ese sentido, que es Internet. Sería necesario que los (escasos) expertos que proponen tales medidas y los representantes de los partidos de izquierda, decididos a encontrar su vocación tradicional al servicio del cambio social, se obliguen a discutir de todo esto a través, sobre todo, de Internet, con el fin de popularizar las verdaderas revoluciones que pueden emanar.
Proposiciones inmediatas podrían entonces ser realizadas, al servicio de las cuales los “indignados” presentes y futuros podrían movilizarse. Se trataría primero de rechazar las medidas, tales como la supresión de empleos o las privatizaciones en los servicios públicos. Pero más allá del rechazo, proyectos de fuerte valor demostrativo podrían ser puestos en marcha a corto plazo. Implicarían sobre todo al sector cooperativo y asociativo, sin perjuicio de todas las inversiones de espíritu alternativo en sectores emergentes como las energías renovables, la rehabilitación de los hábitats y la formación-cultura. Los “indignados” podrían entonces manifestarse para que tales iniciativas sean reconocidas y tomadas en cuenta por los que disponen todavía de la autoridad. A falta de ello, estas autoridades serán descartadas, de una manera o de otra.
Nada impediría evidentemente que, del caos creador nacido de la indignación colectiva, nazcan otras ideas innovadoras y otras iniciativas concretas.
Por nuestra parte, pensamos que lo que indigna particularmente a los manifestantes de la primavera española, que indignará también a aquellas otras primaveras por venir en otros países, tiende al descubrimiento progresivo de un acuerdo mundial entre privilegiados (que llamamos aquí oligarquías) para mantener debajo de la escala social a las diversas categorías de trabajadores que son de hecho los principales creadores de la riqueza en la economía real. Ahora bien, entre estas oligarquías se encuentran a partir de ahora, aparentemente y a menudo de hecho, los representantes de los partidos de izquierda, ya estén en la oposición o en el poder.
El descubrimiento de esta realidad, denunciada desde hace mucho tiempo por la extrema izquierda, provoca, en lo que seguiremos llamando clases populares, incluyendo a la clase media, un rechazo de la vida política y de las instituciones, sean estas nacionales o europeas: todos corruptos, según una fórmula fácil pero desgraciadamente a menudo verdadera. Este rechazo puede empujar a ciertos “indignados” hacia los movimientos de extrema derecha populistas y soberanistas, cuyo discurso ilusiona. Pero un mínimo de atención muestra que éstos tienen, todavía más que los socialistas, una relación con las oligarquías. Serán por otra parte, de todos modos, incapaces de proponer las soluciones que permitan poner la economía al servicio de los trabajadores, porque rechazan la dimensión europea imprescindible para hacerse escuchar ante los grandes países del mundo.
Si nos atenemos a la hipótesis anterior, diremos que el mensaje de los “indignados” se dirige primero a los partidos socialistas, en España como en el resto de Europa: cambiad o los cambiaremos. Siempre y cuando permanezca todavía un mínimo de democracia representativa, este primer mensaje lo comprenderán fácilmente los responsables políticos que quieren ser elegidos o reelegidos, ya a nivel nacional o local. José Luis Rodríguez Zapatero debería comprenderlo, como en Francia el candidato (o la candidata) del partido socialista a las elecciones presidenciales.
Más allá del rechazo, combatir por reivindicaciones específicas
Pero un llamamiento tan general no bastará para mantener la movilización de los manifestantes y de aquellos que los sostienen en la opinión pública. Será necesario que del seno de las manifestaciones surjan reivindicaciones más específicas (análogas al “Ben Ali fuera” de los manifestantes tunecinos). Los técnicos de la economía y de la política han formulado ya desde hace algunos meses los objetivos que hemos tomado por nuestra parte e ilustrado: transformar el estatus de la Banca Central Europea de modo que pueda recomprar y reestructurar las deudas públicas de los países; crear un servicio público bancario europeo que reagrupe las actividades de depósito y de préstamos a las empresas de las bancas europeas, distinguiéndolas claramente de las operaciones especulativas; crear un fondo europeo de inversión estratégica en beneficio de las actividades industriales y de investigación, capaz de crear empleos de fuerte valor añadido no reubicables; adaptar en consecuencia, armonizándolas, las legislaciones fiscales y aduaneras europeas.
Pero tales objetivos son complejos de explicar, difíciles, y lleva mucho tiempo ponerlos en marcha. Suponen un cierto número de cambios radicales de fondo contra los cuales se movilizarán juntas las oligarquías del poder. ¿Puede esperarse que las manifestaciones populares las realicen? Por nuestra parte, pensamos que existe una ventaja en ese sentido, que es Internet. Sería necesario que los (escasos) expertos que proponen tales medidas y los representantes de los partidos de izquierda, decididos a encontrar su vocación tradicional al servicio del cambio social, se obliguen a discutir de todo esto a través, sobre todo, de Internet, con el fin de popularizar las verdaderas revoluciones que pueden emanar.
Proposiciones inmediatas podrían entonces ser realizadas, al servicio de las cuales los “indignados” presentes y futuros podrían movilizarse. Se trataría primero de rechazar las medidas, tales como la supresión de empleos o las privatizaciones en los servicios públicos. Pero más allá del rechazo, proyectos de fuerte valor demostrativo podrían ser puestos en marcha a corto plazo. Implicarían sobre todo al sector cooperativo y asociativo, sin perjuicio de todas las inversiones de espíritu alternativo en sectores emergentes como las energías renovables, la rehabilitación de los hábitats y la formación-cultura. Los “indignados” podrían entonces manifestarse para que tales iniciativas sean reconocidas y tomadas en cuenta por los que disponen todavía de la autoridad. A falta de ello, estas autoridades serán descartadas, de una manera o de otra.
Nada impediría evidentemente que, del caos creador nacido de la indignación colectiva, nazcan otras ideas innovadoras y otras iniciativas concretas.
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