El diario granadino EL CORREO (1913-1934), fué fundado por quien fuera su Director, Carlos Rocha Avellán y es sobre todo recordado por haber dado acogida a las publicaciones literarias del Movimiento de Vanguardia, "Rincón de Vanguardia" y "Página de Vanguardia", a cargo de Pablo Antonio Cuadra Cardenal y Octavio Rocha Bustamante, hijo éste último de don Carlos y padre de Luis Rocha Urtecho, quien, junto con su nieto Luis Javier Espinoza Rocha, retoman hoy "El Correo Nicaragüense"; un blog pluralista, que agradece la reproducción de su contenido.

domingo, 5 de junio de 2011

Jesús Aproximación histórica



Sesión 4: Jesús, profeta del reino de Dios

VER:

Se coloca al centro o al frente una imagen con el rostro de Jesús. A un lado y al otro se colocan algunos periódicos recientes. ¿Cuáles han sido las últimas noticias? Se pueden leer algunos de los títulares. Brevemente se comenta alguna. También se pueden reflexionar y contestar brevemente estas preguntas: ¿Quiénes son los profetas? ¿Cuál es su misión? ¿Por qué decimos que Jesús también fue un profeta? ¿En que pensamos cuando rezamos el Padre nuestro y decimos “venga a nosotros tu reino”?

PENSAR:

Jesús deja el desierto, cruza el río Jordán y entra de nuevo en la tierra que Dios había regalado a su pueblo. Es en torno al año 28 y Jesús tiene unos treinta y dos años. No se dirige a Jerusalén ni se queda en Judea. Marcha di­rectamente a Galilea. Lleva fuego en su corazón. Necesita anunciar a aque­llas pobres gentes una noticia que le quema por dentro: Dios viene ya a libe­rar a su pueblo de tanto sufrimiento y opresión.

Jesús no se instala en su casa de Nazaret, sino que se dirige a la región del lago de Galilea. Las fuentes cristianas dicen escuetamente que Jesús “se volvió a Galilea. Dejó Nazaret y se fue a vivir a Cafarnaún, junto al mar” (Mateo 4,12-13). Ca­farnaún era un pueblo de 600 a 1.500 habitantes, que se extendía por la ri­bera del lago, en el extremo norte de Galilea, tocando ya el territorio gobernado por Filipo. Probablemente Jesús lo elige como lugar estraté­gico desde donde puede desarrollar su actividad de profeta itinerante.

Jesús simpatiza pronto con las familias de pescadores de Cafarnaún. Le dejan sus barcas para moverse por el lago y para hablar a las gentes sentadas en la orilla. Pero él no se instala en Cafarnaún. Quiere difundir la noticia del reino de Dios por todas partes. No es posible reconstruir los itinera­rios de sus viajes, pero sabemos que recorrió los pueblos situados en torno al lago: Cafarnaún, Magdala, Corozaín o Betsaida; visitó las aldeas de la Baja Galilea: Nazaret, Caná, Naín; llegó hasta las regiones vecinas de Galilea: Tiro y Sidón, Cesarea de Filipo y la Decápolis. Sin embargo, según las fuentes, evita las grandes ciudades de Galilea: Tiberíades, la nueva y espléndida capital, construida por Antipas a orillas del lago, a solo dieciséis kilómetros de Cafarnaún, y Séforis, la preciosa ciudad de la Baja Galilea, a solo seis kilómetros de Nazaret.

Cuando se desplaza con sus discípulos de una aldea a otra, buscan entre los vecinos personas dispuestas a proporcionarles co­mida y un sencillo alojamiento, seguramente en el patio de la casa. Al llegar a un pueblo, Jesús busca el encuentro con los vecinos. Recorre las calles como en otros tiempos, cuando trabajaba de artesano. Se acerca a las casas deseando la paz a las madres y a los niños que se encuentran en los patios, y sale al descampado para hablar con los campesinos que traba­jan la tierra. Su lugar preferido era, sin duda, la sinagoga o el espacio donde se reunían los vecinos, sobre todo los sábados. Allí rezaban, canta­ban salmos, discutían los problemas del pueblo o se informaban de los acontecimientos más sobresalientes de su entorno. El sábado se leían y co­mentaban las Escrituras, y se oraba a Dios pidiendo la ansiada liberación. Era el mejor marco para dar a conocer la buena noticia del reino de Dios.

En estas aldeas de Galilea está el pueblo más pobre y desheredado, despo­jado de su derecho a disfrutar de la tierra regalada por Dios; aquí en­cuentra Jesús como en ninguna otra parte el Israel más enfermo y maltra­tado por los poderosos; aquí es donde Israel sufre con más rigor los efectos de la opresión. En las ciudades, en cambio, viven los que detentan el poder, junto con sus diferentes colaboradores: dirigentes, grandes te­rratenientes, recaudadores de impuestos. No son ellos los representantes del pueblo de Dios, sino sus opresores, los causantes de la miseria y del hambre de estas familias. La implantación del reino de Dios tiene que co­menzar allí donde el pueblo está más humillado. Estas gentes pobres, hambrientas y afligidas son las “ovejas perdidas” que mejor representan a todos los abatidos de Israel.

La vida itinerante de Jesús en medio de ellos es símbolo vivo de su li­bertad y de su fe en el reino de Dios. No vive de un trabajo remunerado; no posee casa ni tierra alguna; no tiene que responder ante ningún recau­dador; no lleva consigo moneda alguna con la imagen del César. Ha abandonado la seguridad del sistema para “entrar” confiadamente en el reino de Dios. Su vida itinerante al servicio de los pobres deja claro que el reino de Dios no tiene un centro de poder desde el que haya de ser controlado. No es como el Imperio, gobernado por Tiberio desde Roma, ni como la tetrarquía de Galilea, regida por Antipas desde Tiberíades, ni como la religión judía, vigilada desde el templo de Jerusa­lén por las élites sacerdotales. El reino de Dios se va gestando allí donde ocurren cosas buenas para los pobres.

Las fuentes nos dicen: Jesús “fue caminando de pueblo en pueblo y de aldea en aldea proclamando y anunciando la buena noticia del reino de Dios” (Lucas 8,1, 10). Sin temor a equivocar­nos, podemos decir que la causa a la que Jesús dedica en adelante su tiempo, sus fuerzas y su vida entera es lo que él llama el “reino de Dios”. Es, sin duda, el núcleo central de su predicación, su convicción más pro­funda, la pasión que anima toda su actividad. Todo lo que dice y hace está al servicio del reino de Dios. Todo adquiere su unidad, su verdadero significado y su fuerza apasionante desde esa realidad. El reino de Dios es la clave para captar el sentido que Jesús da a su vida y para entender el proyecto que quiere ver realizado en Galilea, en el pueblo de Israel y, en definitiva, en todos los pueblos.

Aunque pueda sorprender a más de uno, Jesús solo habló del “reino de Dios”, no de la “iglesia”. El reino de Dios aparece 120 veces en los evangelios sinópticos; la iglesia solo dos veces (Mateo 16,18 y 18,17), Y obviamente no es un término empleado por Jesús. Lo dicen todas las fuentes. Jesús no enseña en Galilea una doctrina re­ligiosa para que sus oyentes la aprendan bien. Anuncia un aconteci­miento para que aquellas gentes lo acojan con gozo y con fe. Nadie ve en él a un maestro dedicado a explicar las tradiciones religiosas de Israel. Se encuentran con un profeta apasionado por una vida más digna para to­dos, que busca con todas sus fuerzas que Dios sea acogido y que su rei­nado de justicia y misericordia se vaya extendiendo con alegría. Su obje­tivo no es perfeccionar la religión judía, sino contribuir a que se implante cuanto antes el tan añorado reino de Dios y, con él, la vida, la justicia y la paz.

Jesús no se dedica tampoco a exponer a aquellos campesinos nuevas normas y leyes morales. Les anuncia una noticia: “Dios ya está aquí bus­cando una vida más dichosa para todos. Hemos de cambiar nuestra mi­rada y nuestro corazón”. Su objetivo no es proporcionar a aquellos veci­nos un código moral más perfecto, sino ayudarles a intuir cómo es y cómo actúa Dios, y cómo va a ser el mundo y la vida si todos actúan como él. Eso es lo que les quiere comunicar con su palabra y con su vida entera.

Jesús sorprendió a todos con esta declaración: “El reino de Dios ya ha lle­gado”. Su seguridad tuvo que causar verdadero impacto. Su actitud era demasiado audaz: ¿no seguía Israel dominado por los romanos? ¿No se­guían los campesinos oprimidos por las clases poderosas? ¿No estaba el mundo lleno de corrupción e injusticia? Jesús, sin embargo, habla y actúa movido por una convicción sorprendente: Dios está ya aquí, actuando de manera nueva. Su reinado ha comenzado a abrirse paso en estas aldeas de Galilea. La fuerza salvadora de Dios se ha puesto ya en marcha. Él lo está ya experimentando y quiere comunicarlo a todos. Esa intervención decisiva de Dios que todo el pueblo está esperando no es en modo al­guno un sueño lejano; es algo real que se puede captar ya desde ahora. Dios comienza a hacerse sentir. En lo más hondo de la vida se puede per­cibir ya su presencia salvadora.

No es difícil entender el escepticismo de algunos y el desconcierto de casi todos: ¿cómo se puede decir que el reino de Dios está ya presente? ¿Dónde puede ser visto o experimentado? ¿Cómo puede estar Jesús tan seguro de que Dios ha llegado ya? ¿Dónde le pueden ver aquellos gali­leos destruyendo a los paganos y poniendo justicia en Israel? ¿Dónde está el cataclismo final y las terribles señales que van a acompañar su in­tervención poderosa? Sin duda se lo plantearon más de una vez a Jesús. Su respuesta fue desconcertante: “El reino de Dios no viene de forma es­pectacular, ni se puede decir: ‘Está aquí, o allí’, porque el reino de Dios ya está en ustedes" (Lc 17, 20-21). La acogida del reino de Dios comienza en el interior de las personas en forma de fe en Jesús, pero se realiza en la vida de los pueblos en la medida en que el mal va siendo vencido por la justicia salvadora de Dios.

Jesús no pide a los campesinos que cumplan mejor su obligación de pagar los diezmos y primicias, no se dirige a los sacerdotes para que observen con más pureza los sacrificios de expiación en el templo, no anima a los escri­bas a que hagan cumplir la ley del sábado y demás prescripciones con más fidelidad. El reino de Dios es otra cosa. Lo que le preocupa a Dios es liberar a las gentes de cuanto las deshumaniza y les hace sufrir. El mensaje de Jesús impresionó desde el principio. Aquella manera de hablar de Dios provocaba entusiasmo en los sectores más sencillos e ig­norantes de Galilea. Era lo que necesitaban oír: Dios se preocupa de ellos.

Jesús no habla ya de la “ira de Dios”, como el Bautista, sino de su “compasión”. Dios no viene como juez airado, sino como padre de amor desbordante. La gente lo escucha asombrada, pues todos se estaban preparando para recibirlo como juez terrible. Jesús, por el contrario, busca la destrucción de Satán, símbolo del mal, pero no la de los paganos ni los pecadores. No se pone nunca de parte del pueblo judío y en contra de los pueblos paganos: el reino de Dios no va a consistir en una victoria de Israel que destruya para siempre a los gentiles. No se pone tampoco de parte de los justos y en contra de los pecadores: el reino de Dios no va a consistir en una victoria de los santos para hacer pagar a los malos sus pecados. Se pone a favor de los que sufren y en contra del mal, pues el reino de Dios consiste en libe­rar a todos de aquello que les impide vivir de manera digna y dichosa.

Jesús anuncia el reino de Dios poniendo en mar­cha un proceso de sanación tanto individual como social. Su intención de fondo es clara: curar, aliviar el sufrimiento, restaurar la vida. El evangelio de Juan pone en boca de Jesús una frase que resume bien el recuerdo que quedó de Jesús: “Yo he venido para que tengan vida, y vida abundante” (10,10). No cura de manera arbitraria o por puro sensacionalismo. Tampoco para probar su mensaje o reafirmar su autoridad. Cura “movido por la compasión”, para que los enfermos, abatidos y desquiciados experimenten que Dios quiere para todos una vida más sana. Así entiende su actividad curadora: “Si yo expulso los demonios con el dedo de Dios, entonces es que ha lle­gado a ustedes el reino de Dios”. (Lucas 11,20 / / Mateo 12,28).

Según un antiguo relato cristiano, cuando los discípulos del Bautista le preguntan: “¿Eres tú el que tenía que venir?”, Jesús se limita a exponer lo que está ocurriendo: “Vayan y cuenten a Juan lo que están oyendo y observando: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la buena noticia” (Mateo 11,4-5 y Lucas 7,22). Jesús entiende que es Dios quien está actuando con poder y misericordia, curando a los enfermos y defen­diendo la vida de los desgraciados. Esto es lo que está sucediendo, aun­que vaya en contra de las previsiones del Bautista y de otros muchos. No se están cumpliendo las amenazas anunciadas por los escritores apoca­lípticos, sino lo prometido por el profeta Isaías, que anunciaba la venida de Dios para liberar y curar a su pueblo (Isaías 35,5-6; 61,1).

Según los evangelistas, Jesús despide a los enfermos y pecadores con este saludo: “Vete en paz” (Marcos 5,34; Lucas 7,50; 8,48.), disfruta de la vida. Jesús les desea lo mejor: salud integral, bienestar completo, una convivencia dichosa en la familia y en la aldea, una vida llena de las bendiciones de Dios. El término he­breo shalom o “paz” indica la felicidad más completa; lo más opuesto a una vida indigna, desdichada, maltratada por la enfermedad o la po­breza. Siguiendo la tradición de los grandes profetas, Jesús entiende el reino de Dios como un reino de vida y de paz. Su Dios es “amigo de la vida” (Cf. Sabiduría 11,26).

Jesús solo llevó a cabo un puñado de curaciones. Por las aldeas de Ga­lilea y Judea quedaron otros muchos ciegos, leprosos y endemoniados sufriendo sin remedio su mal. Solo una pequeña parte experimentó su fuerza curadora. Nunca pensó Jesús en los “milagros” como una fórmula mágica para suprimir el sufrimiento en el mundo, sino como un signo para indicar la dirección en la que hay que actuar para acoger e introdu­cir el reino de Dios en la vida humana. Cuando Jesús confía su misión a sus seguidores, les encomienda invariablemente dos tareas: “anunciar que el reino está cerca” y “curar a los enfermos”. Por eso Jesús no piensa solo en las curaciones de personas enfermas. Toda su actuación está encaminada a generar una sociedad más saludable: su rebeldía frente a comporta­mientos patológicos de raíz religiosa como el legalismo, el rigorismo o el culto vacío de justicia; su esfuerzo por crear una convivencia más justa y solidaria; su ofrecimiento de perdón a gentes hundidas en la culpabili­dad; su acogida a los maltratados por la vida o la sociedad; su empeño en liberar a todos del miedo y la inseguridad para vivir desde la confianza absoluta en Dios. La misericordia de Dios está urgiendo antes que nada a que se haga justi­cia a los más pobres y humillados. Por eso la venida de Dios es una suerte para los que viven explotados, mientras se convierte en amenaza para los causantes de esa explotación.

Si Jesús hubiera di­cho que el reino de Dios llegaba para hacer felices a los justos, hubiera te­nido su lógica y todos le habrían entendido, pero que Dios esté a favor de los pobres, sin tener en cuenta su comportamiento moral, resulta escan­daloso. ¿Es que los pobres son mejores que los demás, para merecer un trato privilegiado dentro del reino de Dios? Jesús nunca alabó a los pobres por sus virtudes o cualidades. Proba­blemente aquellos campesinos no eran mejores que los poderosos que los oprimían; también ellos abusaban de otros más débiles y exigían el pago de las deudas sin compasión alguna. Al proclamar las bienaventuranzas, Jesús no dice que los pobres son buenos o virtuosos, sino que están su­friendo injustamente. Si Dios se pone de su parte, no es porque se lo me­rezcan, sino porque lo necesitan. Dios, Padre misericordioso de todos, no puede reinar sino haciendo ante todo justicia a los que nadie se la hace. Esto es lo que despierta una alegría grande en Jesús: ¡Dios defiende a los que nadie defiende!

Ciertamente, el reino de Dios no era para Jesús algo vago o etéreo. La irrupción de Dios está pidiendo un cambio profundo. Si anuncia el reino de Dios es para despertar esperanza y lla­mar a todos a cambiar de manera de pensar y de actuar. Para hablar de la “conversión” que pide Jesús, los evangelios utilizan el verbo meta­noein, que significa cambiar de manera de “pensar” y de “actuar”. Hay que “en­trar” en el reino de Dios, dejarse transformar por su dinámica y empezar a construir la vida tal como la quiere Dios.

Por lo que podemos saber, Jesús nunca tuvo en su mente una estra­tegia concreta de carácter político o religioso para ir construyendo el reino de Dios. Aunque los cristianos de hoy hablan de “construir” o “edificar” el reino de Dios, Jesús no emplea nunca este lenguaje. Lo importante, según él, es que todos reconozcan a Dios y “entren” en la dinámica de su reinado. “Entrar” en el reino de Dios quiere decir construir la vida no como quiere Tiberio, las familias herodianas o los ricos terratenientes de Gali­lea, sino como quiere Dios. Por eso, “entrar” en su reino es “salir” del im­perio que tratan de imponer los “jefes de las naciones” y los poderosos del dinero.

Jesús anuncia el reino de Dios como una realidad que exige la restauración de la justicia social. Jesús invita a “entrar” ahora mismo en el reino de Dios, pero al mismo tiempo enseña a sus discípulos a vivir gritando: “Venga a nosotros tu reino”. Jesús habla con toda naturalidad del reino de Dios como algo que está presente y al mismo tiempo como algo que está por llegar. No siente con­tradicción alguna. El reino de Dios no es una intervención puntual, sino una acción continuada del Padre que pide una acogida responsable, pero que no se detendrá, a pesar de todas las resistencias, hasta alcanzar su plena realización. Está “germinando” ya un mundo nuevo, pero solo en el futuro alcanzará su plena realización.

ACTUAR:

  • ¿Qué situaciones denunciaría Jesús en nuestros días?
  • ¿Cómo se puede traducir la buena nueva del reino de Dios en nuestra realidad concreta?
  • ¿Cómo podemos nosotros anunciar y entrar en la dinámica del reino de Dios?
  • Al final de la sesión se pueden hacer peticiones muy concretas sobre lo que vimos en los periódicos o estamos viviendo. Todos respondemos: “Venga a nosotros tu reino”.

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