Sesión 6: Jesús, curador de la vida
VER:
Se coloca al centro una imagen de Jesús y a su lado algunas medicinas, microdosis, aceites y material de curación.
- ¿Cuáles son los principales problemas de salud pública en nuestra región?
- ¿De qué manera acompañamos a los enfermos de nuestras comunidades?
- ¿Qué estamos haciendo en la parroquia para promover y cuidar la salud? (Se pueden invitar a uno o dos promotores de salud de la parroquia para que nos hablen de la Medicina alternativa).
PENSAR:
El poeta de la misericordia de Dios hablaba con parábolas, pero también con hechos. Los campesinos de Galilea pudieron comprobar que Jesús, lleno del Espíritu de Dios, recorría sus aldeas curando enfermos, expulsando demonios y liberando a las gentes del mal, la indignidad y la exclusión. La misericordia de Dios no es una bella teoría sugerida por sus parábolas. Es una realidad fascinante: junto a Jesús, los enfermos recuperan la salud, los poseídos por el demonio son rescatados de su mundo oscuro y tenebroso. Él los integra en una sociedad nueva, más sana y fraterna, mejor encaminada hacia la plenitud del reino de Dios.
Jesús seguía sorprendiendo a todos: Dios está llegando, pero no como el “Dios de los justos”, sino como el “Dios de los que sufren”. El Dios que quiere reinar entre los hombres y mujeres es un “Dios que sana”. Así dice una antigua tradición de Israel: “Yo soy Yahvé, el que te sana” (Éxodo 15, 26). Las fuentes cristianas lo afirman de manera unánime: “Recorría toda Galilea... proclamando la buena noticia del reino y curando toda enfermedad y dolencia en el pueblo” (Mateo 4,23. también Marcos 1,39; Mateo 9,35; Lucas 6,18, etc.).
Jesús proclama el reino de Dios poniendo salud y vida en las personas y en la sociedad entera. Lo que Jesús busca, antes que nada, entre aquellas gentes de Galilea no es reformar su vida religiosa, sino ayudarles a disfrutar de una vida más sana y más liberada del poder del mal. En la memoria de los primeros cristianos quedó grabado este recuerdo de Jesús: “Ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él” (Hechos de los Apóstoles 10,38).
En cada cultura se vive la enfermedad de manera diferente. No es lo mismo enfermar en la sociedad occidental de nuestros días o estar enfermo en la Baja Galilea de los años treinta del siglo l. La enfermedad no es solo un hecho biológico. Al mismo tiempo es una experiencia que el enfermo interpreta, vive y sufre según el modelo cultural de la sociedad en que vive. ¿Cómo se vivía la enfermedad en aquellas aldeas que recorría Jesús?, ¿cómo les afectaba a aquellos campesinos?, ¿cómo reaccionaban sus familiares y vecinos?, ¿qué hacían para recuperar la salud?
Los enfermos a los que Jesús se acerca padecen dolencias propias de un país pobre y subdesarrollado: entre ellos hay ciegos, paralíticos, sordomudos, enfermos de la piel, desquiciados. Muchos son enfermos incurables, abandonados a su suerte e incapacitados para ganarse el sustento; viven arrastrando su vida en una situación de mendicidad que roza la miseria y el hambre. Jesús los encuentra tirados por los caminos, a la entrada de los pueblos o en las sinagogas, tratando de conmover el corazón de la gente.
Los enfermos de Galilea, como los de todos los tiempos, se hacían la pregunta que brota espontáneamente desde toda enfermedad grave: “¿Por qué?”, “¿por qué yo?”, “¿por qué ahora?”. Aquellos campesinos no consideraban su mal desde un punto de vista médico, sino religioso. No se detienen en buscar el origen de su enfermedad en algún factor de carácter orgánico; les preocupa sobre todo lo que aquel mal significa. Si Dios, el creador de la vida, les está retirando su espíritu vivificador, es señal de que los está abandonando. ¿Por qué?
Según la mentalidad semita, Dios está en el origen de la salud y de la enfermedad. Él dispone de todo como señor de la vida y de la muerte. En el libro del Deuteronomio se puede leer un cántico, de rasgos arcaicos, atribuido a Moisés, donde Yahvé dice así: “Yo doy la muerte y la vida, yo causo la herida y la curo, y no hay quien se libre de mi mano” (32,39). Por eso los israelitas entienden que una vida fuerte y vigorosa es una vida bendecida por Dios; una vida enferma, lisiada o mutilada es una maldición. En las aldeas que visitaba Jesús, la gente veía de ordinario en la ceguera, la lepra o cualquier otro tipo de enfermedad grave el castigo de Dios por algún pecado o infidelidad. Según el evangelio de Juan, al ver a un ciego de nacimiento, los discípulos preguntan a Jesús: “Rabí, ¿quién pecó, él o sus padres, para que haya nacido así?” (9,2). Por el contrario, la curación siempre era vista como una bendición de Dios. Por eso, como Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva, el pueblo de Israel esperaba que la intervención final de Dios traería una vida llena de salud para todos: “En aquel tiempo, nadie dirá: "Estoy enfermo, porque al pueblo le será perdonada su culpa” (Isaías 33,24).
Estos enfermos, considerados como abandonados por Dios, provocan dentro del “pueblo elegido” malestar y turbación. ¿Por qué Dios no los bendice como a los demás? ¿Por qué les retira su aliento de vida? Probablemente su vida no le agrada. Por ello su presencia en el “pueblo santo” de Dios ha de ser vigilada. Es mejor tenerlos excluidos en mayor o menor grado de la convivencia religiosa y social. Según la tradición de Israel, “los cojos y ciegos no han de entrar en la casa de Dios” (Se trata de un dicho popular recogido en el segundo libro de Samuel 15,8.). En los escritos de Qumrán se acentúa mucho más esta exclusión: los ciegos y sordos son considerados poco respetables, pues “quien no ve ni oye, no sabe practicar la ley”; los ciegos deben ser excluidos no solo del templo, sino también de la ciudad de Jerusalén: “Ningún ciego entrará en ella durante toda su vida; no profanará la ciudad santa en cuyo centro habito yo”. La exclusión del templo, lugar santo donde habita Dios, recuerda de manera implacable a los enfermos lo que ya perciben en el fondo de su enfermedad: Dios no los quiere como a los demás.
Los “leprosos”, por su parte, son separados de la comunidad no por temor al contagio, sino porque son considerados “impuros” que pueden contaminar a quienes pertenecen al pueblo santo de Dios. La prescripción era cruel: “El afectado por la lepra... irá gritando: "Impuro, impuro". Todo el tiempo que le dure la llaga quedará impuro. Es impuro y vivirá aislado”. (Levítico 13,45-46). En una sociedad como la de Galilea, donde el individuo solo puede vivir integrado en su familia y su aldea, esta exclusión significa una tragedia. La mayor angustia del leproso es pensar que tal vez ya no pueda volver nunca a su comunidad.
Abandonados por Dios y por los hombres, estigmatizados por sus vecinos, excluidos en buena parte de la convivencia, estos enfermos constituyen, probablemente, el sector más marginado de la sociedad. Pero, ¿están realmente abandonados por Dios o tienen un lugar privilegiado en su corazón de Padre? El dato histórico es incuestionable: Jesús se dedica a ellos antes que a nadie. Se acerca a los que se consideran abandonados por Dios, toca a los leprosos que nadie toca, despierta la confianza en aquellos que no tienen acceso al templo y los integra en el pueblo de Dios tal como él lo entiende. Estos tienen que ser los primeros en experimentar la misericordia del Padre y la llegada de su reino. Su curación es la mejor “parábola” para que todos comprendan que Dios es, antes que nada, el Dios de los que sufren el desamparo y la exclusión.
Todo enfermo anhela liberarse un día de su enfermedad para disfrutar de nuevo de una vida sana. Pero, ¿qué podían hacer los enfermos y enfermas de aquellas aldeas para recuperar su salud? Al verse enfermo, el israelita acudía por lo general a Dios. Examinaba su vida, confesaba ante él sus pecados y le pedía la curación. Podía recitar uno de tantos salmos compuestos por enfermos y que estaban recogidos en las Escrituras: “Ten piedad de mí, Señor, sáname, que he pecado contra ti” (Salmo 40,5). La familia era la primera en atender a su enfermo. Los padres y familiares más cercanos, el patrón de la casa o los mismos vecinos ayudaban al enfermo a reconocer su pecado e invocar a Dios. Al mismo tiempo buscaban a algún curador de los alrededores.
En los escritos evangélicos se puede observar cómo los parientes se preocupan de sus enfermos (Marcos 1,30); los padres y las madres se preocupan de sus hijos (Marcos 7,25; 9,1718); los patronos hacen lo posible por ver curados a sus criados (Lucas 7,2-10); incluso los vecinos buscan la curación de los enfermos de la aldea (Marcos 2,3-4).
Al parecer, no podían acudir a médicos profesionales. La medicina griega, impulsada por Hipócrates (450-350 a. C.), se había extendido por la cuenca del Mediterráneo y había penetrado probablemente en ciudades importantes como Tiberíades, Séforis o las de la Decápolis, pero no en las aldeas de Galilea. En la medicina hipocrática no se invocaba el poder curador de los dioses, sino que, basándose en alguna teoría del cuerpo humano, se detectaba la enfermedad, se diagnosticaban las causas y se buscaba algún remedio que ayudara a recobrar el equilibrio del cuerpo.
Es muy conocido el tratado De medicina, de Celso, nacido unos veinte años antes de Jesús y muerto tres o cuatro años después de su crucifixión, donde se recoge una amplia información de las teorías y prácticas médicas de su tiempo. Sin embargo, la figura señera de la medicina romana será Galeno (130-200). La postura tradicional de los israelitas ante este tipo de medicina había sido de recelo, pues solo Dios es fuente de salud. Pero ya en tiempos de Jesús las cosas habían cambiado. Algunos sabios judíos recomendaban acudir a los médicos, pues “hay momentos en que la solución está en sus manos”. Asi dice Ben Sirá en un escrito redactado entre 190-180 a. C. (Eclesiástico 38,1-15). Por desgracia para los enfermos de Galilea, los médicos no estaban al alcance de sus posibilidades: vivían lejos de las aldeas y sus honorarios eran demasiado elevados.
El hecho es históricamente innegable: Jesús fue considerado por sus contemporáneos como un curador y exorcista de gran prestigio. Todas las fuentes cristianas hablan invariablemente de las curaciones y exorcismos realizados por Jesús. La actuación de Jesús debió de sorprender sobremanera a las gentes de Galilea: ¿de dónde provenía su fuerza curadora? Se parece a otros curadores que se conocen en la región, pero al mismo tiempo es diferente. Ciertamente no es un médico de profesión: no examina a los enfermos para hacer un diagnóstico de su mal; no emplea técnicas médicas ni receta remedios. Su actuación es muy diferente. No se preocupa solo de su mal físico, sino también de su situación de impotencia y humillación a causa de la enfermedad. Por eso los enfermos encuentran en él algo que los médicos no aseguraban con sus remedios: una relación nueva con Dios que les ayuda a vivir con otra dignidad y confianza ante él.
Lo que más diferencia a Jesús de otros curadores es que, para él, las curaciones no son hechos aislados, sino que forman parte de su proclamación del reino de Dios. Es su manera de anunciar a todos esta gran noticia: Dios está llegando, y los más desgraciados pueden experimentar ya su amor compasivo. Estas curaciones sorprendentes son signo humilde, pero real, de un mundo nuevo: el mundo que Dios quiere para todos. Jesús contagia salud y vida. Las gentes de Galilea lo sienten como alguien que cura porque está habitado por el Espíritu y la fuerza sanadora de Dios.
Para Jesús, curar es su forma de amar. Cuando se acerca a ellos para despertar su confianza en Dios, liberarlos del mal y devolverlos a la convivencia, Jesús les está mostrando, antes de nada, que son dignos de ser amados. Por eso cura siempre de manera gratuita. No busca nada para sí mismo, ni siquiera que los enfermos se agreguen a su grupo de seguidores. La curación que suscita la llegada del reino de Dios es gratuita, y así la tendrán que regalar también sus discípulos. Mateo lo indica de manera explícita al hablar de las instrucciones de Jesús a los Doce: “Curen enfermos, resuciten muertos, limpien a leprosos, expulsen a los demonios. Gratis lo han recibido; entréguenlo también gratis” (10,8).
Jesús no aportaba solo una mejora física. Su acción sanadora va más allá de la eliminación de un problema orgánico. La curación del organismo queda englobada dentro de una sanación más integral de la persona. Jesús reconstruye al enfermo desde su raíz: suscita su confianza en Dios, lo arranca del aislamiento y la desesperanza, lo libera del pecado, lo devuelve al seno del pueblo de Dios y le abre un futuro de vida más digno y saludable. ¿Cómo lo hace?
Jesús comienza por reavivar la fe de los enfermos. De diversas maneras se esfuerza para que confíen en la bondad salvadora de Dios, que parece haberles retirado su bendición. Las fuentes cristianas lo recogen como algo esencial de su acción curadora: “No temas, solo ten fe”; “todo es posible para el que cree”; “hijo mío, tus pecados te son perdonados” (Marcos 5,36; 9,23; 2,5). La fe pertenece, pues, al proceso mismo de la curación. El enfermo se siente llamado a esperar algo que parece superar los límites de lo posible. Al creer, cruza una barrera y se abandona al poder salvador de Dios.
Jesús trabaja el “corazón” del enfermo para que confíe en Dios, liberándose de esos sentimientos oscuros de culpabilidad y de abandono por parte de Dios, que crea la enfermedad. Jesús lo cura poniendo en su vida el perdón, la paz y la bendición de Dios. Al mismo tiempo, Jesús lo reconcilia con la sociedad. Enfermedad y marginación van tan estrechamente enlazadas que la curación no es efectiva hasta que los enfermos no se ven integrados en la sociedad. Por eso Jesús elimina las barreras que los mantienen excluidos de la comunidad. La sociedad no ha de temerlos, sino acogerlos. Las fuentes cristianas describen de diversas maneras la voluntad de Jesús de incorporar de nuevo a los enfermos a la convivencia: “Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa”; “vete, muéstrate al sacerdote y haz por tu purificación la ofrenda que prescribió Moisés, para que les sirva de testimonio”; “vete a tu casa con los tuyos y cuéntales lo que el Señor ha hecho contigo” (Marcos 2,11; 1,44; 5,19).
Está llegando el reino de Dios. Hay que construir la vida de otra manera: los impuros pueden ser tocados; los excluidos han de ser acogidos. Los enfermos no han de ser mirados con miedo, sino con compasión. Como los mira Dios.
Jesús no solo curaba enfermos. Lleno del Espíritu de Dios, se acercaba también a los poseídos y los liberaba de los espíritus malignos. En general, los exegetas tienden a ver en la “posesión diabólica” una enfermedad. Se trataría de casos de epilepsia, histeria, esquizofrenia o “estados alterados de conciencia” en los que el individuo proyecta de manera dramática hacia un personaje maligno las represiones y conflictos que desgarran su mundo interior.
Sin duda es legítimo pensar hoy así, pero lo que vivían aquellos campesinos de Galilea tiene poco que ver con este modelo de “proyección” de conflictos sobre otro personaje. Es exactamente lo contrario. Según su mentalidad, son ellos los que se sienten invadidos y poseídos por alguno de aquellos seres malignos que infestan el mundo. Esta es su tragedia. El mal que padecen no es una enfermedad más. Es vivir sometidos a un poder desconocido e irracional que los atormenta, sin que puedan defenderse de él.
Jesús no se limitó a aliviar el sufrimiento de los enfermos y endemoniados, sino que dio a su actividad curadora una interpretación trascendental: ve en todo ello signos de un mundo nuevo. Frente al pesimismo catastrófico que impera en los sectores apocalípticos, que lo ven todo infestado por el mal, Jesús anuncia algo sin precedentes: Dios está aquí.
Jesús no ofrece espectáculo. Sus curaciones, más que una prueba del poder de Dios, son un signo de su misericordia, tal como la capta Jesús. La preocupación primera de Jesús es el sufrimiento de los más desgraciados. Las fuentes no presentan a Jesús caminando por Galilea en busca de pecadores para convertirlos de sus pecados, sino acercándose a enfermos y endemoniados para liberarlos de su sufrimiento. Su actividad no está propiamente orientada a reformar la religión judía, sino a aliviar el sufrimiento de quienes encuentra agobiados por el mal y excluidos de una vida sana.
Las fuentes cristianas resumen la actuación de Jesús afirmando que se dedicaba a dos tareas: anunciar la buena noticia del reino de Dios y curar las enfermedades y dolencias en el pueblo: “Recorría toda Galilea proclamando la buena noticia del reino y curando toda enfermedad y dolencia en el pueblo” (Mateo 4,23).
Jesús solo realizó un puñado de curaciones y exorcismos. Por las aldeas de Galilea y Judea quedaron otros muchos ciegos, leprosos y endemoniados sufriendo sin remedio su mal. Solo algunos que se encontraron con él experimentaron su fuerza curadora. Jesús no pensó nunca en los “milagros” como una forma fácil de suprimir el sufrimiento en el mundo, sino solo como un signo para indicar la dirección en la que sus seguidores han de actuar para acoger el reino de Dios.
La gente más desgraciada puede experimentar en su propia carne signos de un mundo nuevo en el que, por fin, Dios vencerá al mal. Esto es el reino de Dios que tanto anhela: la derrota del mal, la irrupción de la misericordia de Dios, la eliminación del sufrimiento, la acogida de los excluidos en la convivencia, la instauración de una sociedad liberada de toda aflicción.
ACTUAR:
· ¿Cómo se acercó Jesús a los enfermos de su tiempo? ¿Cómo los curo? ¿Qué tienen que ver estas curaciones con el reino de Dios?
· ¿Qué representan los demonios en el mundo bíblico? ¿Por qué Jesús expulsaba demonios? ¿Qué tiene que ver esto con el reino de Dios?
- ¿Cómo podemos nosotros, en este sentido, ser curadores de la vida y expulsar demonios?
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