Sesión 5: Jesús, poeta de la compasión
VER:
Se colocan en un periódico mural o en un power point una serie de imágenes sobre la pobreza en el mundo, de algún desastre natural, de conflictos bélicos… rostros de niños desamparados, de gente enferma o sufriendo… de personas que están en la cárcel, que son violentadas, que emigran, que claman justicia… rostros que muestren angustia, soledad o desesperación… Se pueden acompañar con la canción de Sólo le pido a Dios. Guardamos un rato de silencio. Compartimos: ¿Qué me dicen estás imágenes? ¿Qué me provocan? ¿Cómo me interpelan? ¿Qué palabra diría? ¿A qué me convocan estas imágenes?
PENSAR:
Jesús no explicó directamente su experiencia del reino de Dios. Al parecer no le resultaba fácil comunicar por medio de conceptos lo que vivía en su interior. No utilizó el lenguaje de los escribas para dialogar con los campesinos de Galilea. Tampoco sabía hablar con el estilo solemne de los sacerdotes de Jerusalén. Acudió al lenguaje de los poetas. Con creatividad inagotable, inventaba imágenes, concebía bellas metáforas, sugería comparaciones y, sobre todo, narraba con maestría parábolas que cautivaban a las gentes. Adentrarnos en el fascinante mundo de estos relatos es el mejor camino para “entrar” en su experiencia del reino de Dios.
El lenguaje de Jesús es inconfundible. No hay en sus palabras nada artificial o forzado; todo es claro y sencillo. No necesita recurrir a ideas abstractas o frases complicadas; comunica lo que vive. Su palabra se transfigura al hablar de Dios a aquellas gentes del campo. Necesita enseñarles a mirar la vida de otra manera: “Dios es bueno; su bondad lo llena todo; su misericordia está ya irrumpiendo en la vida”. Es toda Galilea la que se refleja en su lenguaje, con sus trabajos y sus fiestas, su cielo y sus estaciones, con sus rebaños y sus viñas, con sus siembras y sus siegas, con su hermoso lago y con la población de sus pescadores y campesinos. A veces les hace mirar de manera nueva el mundo que tienen ante sus ojos; otras veces les enseña a ahondar en su propia experiencia. En el fondo de la vida pueden encontrar a Dios. Les dice con emoción: “Miren los cuervos; no siembran ni cosechan, no tienen despensa ni granero, iY Dios los alimenta! ¡Cuánto más valen ustedes que los pájaros! Miren los lirios, cómo crecen: no trabajan ni hilan. Pero yo les digo que ni Salomón en toda su gloria se vistió como uno de ellos. Si a la hierba del campo, que hoy existe y mañana es arrojada al fuego, Dios la viste así, ¡cuánto más a ustedes, hombres y mujeres de poca fe!” (Lucas 12,24.27-28 / / Mateo 6,26.28-30). Tal vez, con la imagen de los cuervos se dirige a los varones, que saben lo que es sembrar, cosechar y construir graneros; con la imagen de los lirios habla a las mujeres, que entienden de tejer, hilar y confeccionar vestidos. Si Dios cuida de unas aves tan poco atractivas como los cuervos, y adorna con tanto primor unas flores tan poco apreciadas como los lirios, ¿cómo no va a cuidar de sus hijos e hijas?
Se fija luego en los gorriones, los pájaros más pequeños de Galilea, y vuelve a pensar en Dios. Los están vendiendo en el mercado de alguna aldea, pero Dios no los olvida: “¿No se venden dos gorriones por un as? Pues ni uno cae en tierra sin el consentimiento de su Padre. ¡Hasta los cabellos de su cabeza están todos contados! No tengan miedo. Ustedes valen más que una bandada de pajarillos” (Lucas 12,6-7 / / Mateo 10,29-31). Estas imágenes tan vivas y concretas para expresar la ternura y el cuidado de Dios por los humanos provienen de Jesús. Jesús capta la ternura de Dios hasta en lo más frágil: los pajarillos más pequeños del campo o los cabellos de las personas.
¡Dios es bueno! A Jesús no le hacen falta muchos argumentos para intuirlo. ¿Cómo no va a ser mejor que nosotros? En alguna ocasión, hablando con un grupo de padres y madres, les pide que recuerden su propia experiencia: “¿Hay acaso alguno entre ustedesj que, cuando su hijo le pide pan, le dé una piedra, o si le pide un pez le dé una culebra? Pues si ustedes, siendo malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¿cuánto más su Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que se las pidan?” (Lucas 11,11-13// Mateo 7,9-11).
Este lenguaje poético que Jesús emplea para hablar de Dios no les era del todo desconocido a aquellos campesinos. También Oseas, Isaías, Jeremías y otros profetas habían hablado así: en la poesía encontraban la fuerza más vigorosa para sacudir las conciencias y despertar los corazones hacia el misterio del Dios vivo. Lo que les resulta más original y sorprendente son las parábolas que Jesús cuenta mientras les muestra los campos sembrados de Galilea o les pide fijarse en las redes llenas de peces que los pescadores de Cafamaún van sacando del lago. No era tan fácil encontrar en las Escrituras sagradas relatos que hicieran pensar en algo parecido.
En las fuentes cristianas se han conservado cerca de cuarenta parábolas con un relato más o menos desarrollado, junto a una veintena de imágenes y metáforas que se han quedado en un esbozo o apunte de parábola. Son solo una muestra reducida de todas las que pronunció Jesús. Como es natural, se conservaron los relatos que más repitió o los que con más fuerza se grabaron en el corazón y el recuerdo. Solo Jesús pronuncia parábolas sobre el “reino de Dios”. Los maestros de la ley empleaban en su enseñanza relatos muy parecidos a las parábolas de Jesús en su forma y contenido, pero con una función muy distinta. Por lo general, los rabinos parten de un texto bíblico que desean explicar a sus discípulos, y recurren a una parábola para exponer cuál es la verdadera interpretación de la ley. Esta es la diferencia fundamental: los rabinos se mueven en el horizonte de la ley; Jesús, en el horizonte del reino de Dios que está ya irrumpiendo en Israel.
¿Para qué cuenta Jesús sus parábolas? Ciertamente, aunque es un maestro en componer bellos relatos, no lo hace para recrear los oídos y el corazón de aquellos campesinos. Tampoco pretende ilustrar su doctrina para que estas gentes sencillas puedan captar elevadas enseñanzas que, de lo contrario, nunca lograrían comprender. En realidad, sus parábolas no tienen una finalidad propiamente didáctica. Lo que Jesús busca no es transmitir nuevas ideas, sino poner a las gentes en sintonía con experiencias que estos campesinos o pescadores conocen en su propia vida y que les pueden ayudar a abrirse al reino de Dios. Jesús mismo explica lo que quiere: “¿Con qué compararemos el reino de Dios o a qué parábola recurriremos?” (Marcos 4,30). Las parábolas comienzan a veces con una introducción muy significativa: “Con el reino de Dios sucede como con un grano de mostaza, que...” (Mateo 13,33). Con sus parábolas, Jesús, a diferencia del Bautista, que nunca contó parábolas en el desierto, trata de acercar el reino de Dios a cada aldea, cada familia, cada persona. Por medio de estos relatos cautivadores va removiendo obstáculos y eliminando resistencias para que estas gentes se abran a la experiencia de un Dios que está llegando a sus vidas. Cada parábola es una invitación apremiante a pasar de un mundo viejo, convencional y sin apenas horizonte a un “país nuevo”, lleno de vida, que Jesús está ya experimentando y que él llama “reino de Dios”. Estos afortunados campesinos y pescadores escuchan sus relatos como una llamada a entender y experimentar la vida de una manera completamente diferente. La de Jesús.
Con las parábolas de Jesús “sucede” algo que no se produce en las minuciosas explicaciones de los maestros de la ley. Jesús “hace presente” a Dios irrumpiendo en la vida de sus oyentes. Sus parábolas conmueven y hacen pensar; tocan su corazón y les invitan a abrirse a Dios; sacuden su vida convencional y crean un nuevo horizonte para acogerlo y vivirlo de manera diferente. La gente las escucha como una “buena noticia”, la mejor que pueden oír de boca de un profeta.
Al parecer, Jesús no explica el significado de sus parábolas ni antes ni después de su relato; no recapitula su contenido ni lo aclara recurriendo a otro lenguaje. Es la misma parábola la que ha de penetrar con fuerza en quien la escucha. Jesús tiene la costumbre de repetir: “Quien tenga oídos para oír, que oiga”. En otras palabras: “El que tenga orejas, que las use”, una expresión auténtica de Jesús, que refleja la cultura oral en la que se mueve. Su mensaje está ahí, abierto a todo el que lo quiera escuchar. No es algo misterioso, esotérico o enigmático. Es una “buena noticia” que pide ser escuchada. Quien la oye como espectador no capta nada; quien se resiste, se queda fuera. Por el contrario, el que entra en la parábola y se deja transformar por su fuerza está ya “entrando” en el reino de Dios.
Jesús encontró una buena acogida en aquellas gentes de Galilea, pero seguramente a nadie le resultaba fácil creer que el reino de Dios estaba llegando. No veían nada especialmente grande en lo que hacía Jesús. Se esperaba algo más espectacular. ¿Dónde están aquellas “señales extraordinarias” de las que hablaban los escritores apocalípticos? ¿Dónde se puede ver la fuerza terrible de Dios? ¿Cómo puede asegurarles Jesús que el reino de Dios está ya entre ellos?
Jesús tuvo que enseñarles a “captar” la presencia salvadora de Dios de otra manera, y comenzó sugiriendo que la vida es más que lo que se ve. Mientras nosotros vamos viviendo de manera distraída lo aparente de la vida, algo misterioso está sucediendo en el interior de la existencia. Jesús les muestra los campos de Galilea: mientras ellos marchan por aquellos caminos sin ver nada especial, algo está ocurriendo bajo esas tierras, que transformará la semilla sembrada en hermosa cosecha. Lo mismo sucede en el hogar: mientras discurre la vida cotidiana de la familia, algo está ocurriendo secretamente en el interior de la masa de harina, preparada al amanecer por las mujeres; pronto todo el pan quedará fermentado. Así sucede con el reino de Dios. Su fuerza salvadora está ya actuando en el interior de la vida transformándolo todo de manera misteriosa. ¿Será la vida como la ve Jesús? ¿Estará Dios actuando calladamente en el interior de nuestro propio vivir? ¿Estará ahí el secreto último de la vida?
Tal vez la parábola que más desconcertó a todos fue la de la semilla de mostaza: “Con el reino de Dios sucede como con un grano de mostaza. Es más pequeña que cualquier semilla que se siembra en la tierra, pero, una vez sembrada, crece y se hace mayor que todos los arbustos, y echa ramas tan grandes que los pájaros del cielo anidan a su sombra”. (Cf. Marcos 4,31-32 / / Mateo 13,31b-32 / / Lucas 13,19). Jesús podía haber hablado de una higuera, una palmera o una viña, como lo hacía la tradición. Pero, de manera sorprendente, elige intencionadamente la semilla de mostaza, considerada proverbialmente como la más pequeña de todas: un grano del tamaño de una cabeza de alfiler, que se convierte con el tiempo en un arbusto de tres o cuatro metros, en el que, por abril, se cobijan pequeñas bandadas de jilgueros, muy aficionados a comer sus granos. Los campesinos podían contemplar la escena cualquier atardecer. El lenguaje de Jesús es desconcertante y sin precedentes. Todos esperaban la llegada de Dios como algo grande y poderoso. Se recordaba de manera especial la imagen del profeta Ezequiel, que hablaba de un “cedro magnífico” plantado por Dios en “una montaña elevada y excelsa”, que “echaría ramaje y produciría fruto”, sirviendo de abrigo a toda clase de pájaros y aves del cielo (Cf. Ezequiel 17,22-23). Para Jesús, la verdadera metáfora del reino de Dios no es el cedro, que hace pensar en algo grandioso y poderoso, sino la mostaza, que sugiere algo débil, insignificante y pequeño.
La parábola les tuvo que llegar muy adentro. ¿Cómo podía comparar Jesús el poder salvador de Dios con un arbusto salido de una semilla tan pequeña? ¿Había que abandonar la tradición que hablaba de un Dios grande y poderoso? ¿Había que olvidarse de sus grandes hazañas del pasado y estar atentos a un Dios que está ya actuando en lo pequeño e insignificante? ¿Tendría razón Jesús? Cada uno tenía que decidir: o seguir esperando la llegada de un Dios poderoso y terrible, o arriesgarse a creer en su acción salvadora presente en la actuación humilde de Jesús.
Con el reino de Dios sucede también como con un propietario que salió a primera hora de la mañana a contratar obreros para su viña. (Cf. Mateo 20,1-15). La parábola de Jesús parece contradecir todo. ¿Será verdad que Dios no está tan pendiente de los méritos de las personas, sino que está mirando más bien cómo responder a sus necesidades? Qué suerte si Dios fuera así: todos podrían confiar en él, aunque sus méritos fueran muy pobres. Pero ¿no es peligroso abrirse a ese mundo increíble de la misericordia de Dios, que parece escapar a todo cálculo? ¿No es más seguro y tranquilizador, sobre todo para los que son fieles a la ley, no salirse de la religión del templo donde deberes, méritos y pecados están bien definidos?
No era fácil aceptar el mensaje de Jesús, pero la gente empezaba a intuir las exigencias del reino de Dios. Si Dios es como ese padre tan acogedor y comprensivo con su hijo perdido, tiene que cambiar mucho la actitud de las familias y de las aldeas hacia los jóvenes rebeldes que no solo se echan a perder a sí mismos, sino que ponen en peligro la solidaridad y el honor de todos los vecinos. Si Dios se parece a ese dueño de la viña que quiere pan para todos, incluso para los que han quedado sin trabajo, habrá que acabar con la explotación de los grandes propietarios y las rivalidades entre los jornaleros, para buscar una vida más solidaria y digna para todos. Si Dios, en el mismo templo, acoge y declara justo a un recaudador deshonesto que se confía a su misericordia, habrá que revisar y replantear de manera nueva esa religión que bendice a los observantes y maldice a los pecadores, abriendo entre ellos un abismo casi infranqueable. Si la misericordia de Dios puede llegar hasta un herido caído en el camino no a través de los representantes religiosos de Israel, sino por la actuación compasiva de un hereje samaritano, habrá que suprimir sectarismos y odios seculares para empezar a mirarse recíprocamente con ojos compasivos y corazón atento al sufrimiento de los abandonados en las cunetas. Sin estos cambios nunca reinará Dios en Israel.
Jesús les dice expresamente: “Sean compasivos como su Padre es compasivo” (Lucas 6,36). En Mateo leemos: “Sean buenos del todo, como también su Padre del cielo es bueno del todo”. Los dos evangelistas transmiten con matices diferentes el pensamiento de Jesús. Para acoger el reino de Dios no es preciso marchar al desierto de Qumrán a crear una “comunidad santa”, no hay que encerrarse en la observancia escrupulosa de la ley al estilo de los grupos fariseos, no hay que soñar en levantamientos violentos contra Roma, como algunos sectores impacientes, no hay que potenciar la religión del templo, como quieren los sacerdotes de Jerusalén. Lo que hay que hacer es introducir en la vida de todos la compasión, una compasión parecida a la de Dios; hay que mirar con ojos compasivos a los hijos perdidos, a los excluidos del trabajo y del pan, a los delincuentes incapaces de rehacer su vida, a las víctimas caídas en las cunetas. Hay que implantar la misericordia en las familias y en las aldeas, en las grandes propiedades de los terratenientes, en el sistema religioso del templo, en las relaciones entre Israel y sus enemigos.
Jesús contó diversas parábolas para ayudar a la gente a ver en la misericordia el mejor camino para entrar en el reino de Dios (Cf. Lc 15, 1-32). Tal vez lo primero era entender y compartir la alegría de Dios cuando una persona perdida es salvada y recupera su dignidad. Jesús quería meter en el corazón de todos algo que él llevaba muy dentro: los perdidos le pertenecen a Dios; él los busca apasionadamente y, cuando los encuentra, su alegría es incontenible. Todos nos deberíamos alegrar con él.
Jesús no sabía ya cómo invitar a las gentes a alegrarse y gozar de la misericordia de Dios. Algunos, lejos de alegrarse por su acogida a prostitutas y pecadores, lo descalificaban por sus comidas con gente indeseable. El Bautista ha predicado el mensaje amenazador del juicio de Dios, invitando al pueblo a la penitencia con su vida austera de ayuno, y algunos han dicho: “Tiene un demonio”. Ahora está Jesús invitando a todos a alegrarse por la misericordia de Dios con los pecadores, como él, que come y bebe con ellos, y la gente dice: “Ahí tenéis un comilón y un borracho, amigo de recaudadores y gente pecadora” (Lucas 7,33-34/ / Mateo 11,18-19). Jesús les reta entonces con un ejemplo muy gráfico: son como niños y niñas que no entran en el juego cuando son invitados por sus compañeros.
Jesús conocía bien los juegos de los niños; los ha observado más de una vez en las plazas de los pueblos, pues le encanta estar cerca de los pequeños. Las niñas solían jugar “a entierros”: un grupo cantaba cantos apropiados y otro lloraba y se lamentaba al modo de las plañideras. Los niños jugaban “a bodas”: unos tocaban algún instrumento y otros bailaban. El juego es imposible si uno de los grupos se niega a tomar parte. Algo de esto está sucediendo. Jesús quiere poner a todos “danzando de alegría” por la misericordia de Dios hacia los pecadores y extraviados, pero hay gente que no quiere tomar parte en el juego.
Dios llega ofreciendo a todos su perdón y su misericordia. Su reinado está llamado a inaugurar una dinámica de perdón y compasión recíproca. Jesús ya no sabe vivir de otra manera.
ACTUAR:
· ¿Por qué Jesús hablaba en parábolas?
· ¿Cuáles serían los medios actuales para sensibilizar, hacer conciencia y comunicar la buena nueva del Reino?
· ¿Cómo podemos nosotros -en la parroquia, en las comunidades y en nuestras familias- vivir como Jesús la compasión y la misericordia?
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