Este es el tercer libro de Pedro Martínez Duarte, de generales conocidas por tan afortunada perseverancia en la literatura, y de Generales conocido por ser, además de escritor, Teniente Coronel y fundador del Ejército de Nicaragua. Su primer libro, “San Miguelito, una garza morena en la nostalgia” (2005), rompió brecha pues lo hizo salir de su natal San Miguelito con un estupendo equipaje de nostalgias y de historia, que son, a mi modo de ver, las mejores historias si provienen de la nostalgia, y las mejores nostalgias si, como en este caso, son fieles a la historia. Se vuelven entonces una pictórica y lúbrica comunión. Un homenaje a la infancia y al recuerdo, sabiendo como sabemos, que los recuerdos de la infancia son los más fidedignos y producen obras de la calidad humana y literaria como, por ejemplo, la novela “El Comandante” de Fernando Silva, dueño y señor de “El Castillo” y del Río San Juan, como Pedro de San Miguelito y el Gran Lago Cocibolca resumido en una garza morena, símbolo de memoria y sensibilidad primigenias. Por ello creo que su primer libro es sobre todo un testimonio de recuerdos y hechos concretos, que le abrieron paso en el tiempo, al escritor y su novela.
Pero antes de la novela que nos ocupa, dio otro paso y subió otro escalón con su segundo libro: “La Habana, paraíso de mis recuerdos”, publicado al año siguiente del primero. Una vez más, como su mismo título lo indica, los recuerdos, es decir la memoria, juegan un papel importantísimo. Me tocó hacer el prólogo de aquel libro, y entre otras cosas escribí: “Cuando el Teniente Coronel Pedro Martínez Duarte me pidió que hiciera un pequeño prólogo para este libro, una serie de atrasos parecían haberse confabulado para que él se permitiera ansioso hacerme olímpicamente la siguiente pregunta: ¿Y lo leíste todo?” Ahora que apareció su tercer libro dan ganas de preguntarle a Roberto, personaje de Pedro, sobre estos tres libros: “¿Y los leíste todos?”. Y aunque sólo fuera por reciprocidad, y de acuerdo con Roberto en que ésta es una novela que cautiva, capciosamente sorprendidos por su calidad preguntarle a Pedro Martínez: ¿Y vos solito la escribiste todita?
De momento continúo transcribiendo lo que escribí en aquel prólogo: “Luego vi que en los “Agradecimientos” del autor, él confiesa que sus referencias a París son productos de lectura, información variada, conversaciones, películas, fotografías, y la complicidad de Ernest Hemingway con “París era una fiesta”. Pero resulta que por confesión de parte sabemos que Pedro Martínez jamás ha estado en París. Así que pensé: quien las usa se las imagina. Cosa comprobable, pues de imaginación y audacia es de lo que menos carece este paraíso de sus recuerdos. Además, en el imposible caso de que yo hubiese hecho lo mismo con su libro, por ejemplo tan sólo imaginármelo para escribir estas líneas, de sobra sabemos que imaginar es un derecho inalienable de todo escritor. En el contexto de la imaginación se puede atravesar de uno a otro lado por la línea fronteriza que inútilmente pretende separar el País de la Realidad del País la Ficción, pues en el momento de crear se comprueba que el mundo está al servicio de la literatura y que ésta no tiene fronteras. Se pueden pasar impunemente de contrabando amores, música, licores y comidas. Ir y volver a uno y otro país gracias a la inmunidad de la literatura. En esto también consiste el arte de escribir.”
El colmo es que Pedro Martínez así lo acepta cuando a manera de epígrafe personal para “Misterios del tiempo”, escribe: “Ésta no es una novela histórica. Toda semejanza con personajes que hayan existido o existan, cualquier similitud de nombres, lugares y pormenores no puede ser más que el fruto de una simple coincidencia, de la cual el autor declina toda su responsabilidad en nombre de los derechos imprescriptibles de la imaginación.” Lo que el autor está haciendo al decir esto, es curándose en salud. Es una solemne mentira que pertenece al elenco de lo que Sergio Ramírez llama “mentiras verdaderas”. Verdades con licencia de parecer mentiras, para despistar al lector, y así no descubra que algunos pormenores pudieron ser pormayores. No hay ningún engaño en esto, sino arte de escribir para protegerse o paradójicamente con la secreta esperanza de ser descubierto. Se dice lo que quiere decirse, porque no se quiere ocultar totalmente lo que se trata de decir tan sólo insinuándolo. La palabra juega así el papel de un agente encubierto al servicio de una Agencia de Inteligencia que es el autor, el cual pretende que sus operaciones no sean puestas al descubierto. Es una contradicción ciertamente, pues en la misma medida que pretende el anonimato no puede resistir la tentación de dar pistas y así revelar la identidad de sus protagonistas y la suya propia como otro protagonista en este juego. Pero también resulta que la identidad del autor y de los protagonistas no son necesarias de saber o ubicar para el disfrute de la novela, sino tan sólo para llenar la curiosidad de algunos lectores o de oficiosos escudriñadores de los “tropeles y tropelías” de un creador.
Sergio Ramírez, en el capítulo II, “La mentira verdadera, el arte de lo verosímil”, de su libro “El viejo arte de mentir”, se podría decir que describe así a Pedro Martínez: “Volvamos a la verosimilitud. El escritor necesita ofrecer pruebas de lo que cuenta, para que le crean, y el más viejo de los recursos para lograrlo es demostrando que “estuvo allí”, donde ocurrieron los hechos. Éste es un procedimiento común tanto a la escritura real como a la de ficción. Recordemos que en Diario del año de la peste Defoe sólo acepta testigos oculares y no da crédito a los asuntos que le llegan a oídas.” Pedro Martínez siempre ha estado allí y es testigo ocular de los “Misterios del tiempo”, y lo es por necesidad. La necesidad que lo hizo escritor. Sea también aplicable a Pedro este primer párrafo del capítulo IV del libro citado: “Para hablar –dice Sergio Ramírez- de mi experiencia personal de más de cuarenta años en este oficio, quiero empezar por recordarles la sentencia inapelable de Isaac Bashevis Singer que ya antes cité: La necesidad apremiante de comunicar a otros lo que uno cree extraordinario, digno de ser contado, y que considera singular bajo la convicción de que nadie más antes ha abordado este tema desde un punto de vista propio y personal. La necesidad, por lo tanto, hace al escritor.”
“Esa necesidad, que sobreviene generalmente en la adolescencia, puede uno guardarla por años, o descubrirla más tarde, pero terminará manifestándose, como en el caso de José Saramago, que empezó a escribir a los setenta años. No existen, pues, plazos para empezar a escribir o a publicar, pero no quiere decir que Saramago no haya sido un escritor desde siempre, poseído por esa necesidad que vivía dentro de él, de manera oculta o abierta. Solamente pospuso los plazos.” Necesidad de ser escritor, mentiras verdaderas, imaginación, ficción y realidad todo es una conjunción o una conjugación de los elementos que inducen al escritor a realizarse como tal. El tiempo siempre es dueño del plazo. ¿Misterios del tiempo? La cita que Pedro hace de Charles Chaplin, es ideal para cerrar este párrafo: “El tiempo es el mejor autor, siempre encuentra un final perfecto.”
No existe una receta para hacer novela. No existe una fórmula algebraica para crear literariamente. El jesuita Juan Rey dice que: “La novela es una narración externa, en prosa, de una acción en todo o en parte fingida, cuyo fin es causar el placer estético de los lectores con las pinturas de lances interesantes, caracteres, pasiones y costumbres…La novela como hoy se entiende, es la obra literaria más compleja de todas; puede decirse que comprende casi todos los géneros.” José Coronel Urtecho decía que llegará el momento –si es que no ha llegado- en el que no habrán fronteras entre verso y prosa. Refiriéndose al “Lenguaje en Castigo Divino” de Sergio Ramírez, Isolda Rodríguez en su didáctico libro "Una década en la narrativa nicaragüense”, afirma: “El lenguaje, como aventura totalizadora, se dice, debe, y puede llegar a crearse tan sólidamente que obedeciendo sus propias leyes sea una realidad en sí y sustituya a la realidad de la verdad… Se ha hablado bastante del mundo de la novela como “espejo”, pero actualmente se ha señalado que “la novela, más que espejo, es registro” o la novela como juego de información, es decir una recomposición del mundo, a partir de una cantidad de información…” Digo yo que en todo esto, referido a la novela, encaja “Misterios del tiempo”.
Y a esto quería llegar, pues lo que he estado haciendo es preparando para ustedes este contexto; ambientación para comprender el oficio que requiere un trabajo de esta naturaleza, o si se prefiere esta dimensión o espejo para que esta obra pueda ser mejor apreciada por sus valores estéticos y semánticos. Una forma de contarles esta novela desde el otro lado de ella misma; de contárselas orgánicamente y no por su necesario ropaje. Los vasos sanguíneos a flor de piel. Porque me pareció más importante referirme a su nacimiento y evolución biológica tal si los dos primeros libros de Pedro fueran padre y madre y hubiesen gestado a éste que hoy presentamos, y todo como un preámbulo para su consolidación humana y literaria. Ojalá haya logrado mi propósito, porque puesta la novela en esa caja que es lo contrario a la de Pandora, sólo queda disfrutarla.
De no ser así, tendríamos que acudir con Roberto (¿Sr. Logo o Sr. Loco?) a la consulta de la psiquiatra Dra. Andino (a quien sólo le falta una “S” para existir). “-Bien –comentó la psiquiatra con absoluta tranquilidad-, en primer lugar quiero decirle que no debe asustarse. A esto Freud lo clasificaría como un duelo provocado por la pérdida de un objeto amado. Usted no está loco –manifestó en un tono que a Roberto le sonó sentencia-, usted está sufriendo en términos psiquiátricos lo que llamamos trastorno adaptivo ansioso-depresivo…Nada, solamente se tomará una tableta de benzodiacepina de dos miligramos antes de acostarse y verá cómo en poco tiempo estará tranquilo y centrado.” Roberto no se tomó la benzodiacepina, y eso lo digo yo ateniéndome a la estupenda ironía de Pedro Martínez cuando pretende hacer adictos a la lectura de sus libros no únicamente a nosotros, sino hasta a sus propios personajes. Definitivamente como terapia yo prefiero sus novelas a la benzodiacepina. Y eso es lo que precisamente hizo Roberto cuando casi al final de “Misterios del Tiempo” le rinde un homenaje a su creador de la siguiente manera: “La tranquilidad reinaba en todo su esplendor, después de bañarse tomó un ejemplar de un libro de Pedro Martínez que se encontraba en la mesa de noche, La Habana, paraíso de mis recuerdos y comenzó a leerlo logrando olvidar sus sufrimientos, tristezas y amarguras…”
Con esta novela, descubriremos, por esos misterios del tiempo, que su autor puede llegar a ser su propio personaje, y simultáneamente uno de sus personajes, y no solo transformarse en su más asiduo lector sino que en su mejor crítico. Hay aquí, claramente diagnosticado –y en eso hasta la Dra. Andino estará de acuerdo con Pedro, Roberto y conmigo- el mal de la falta de lectura que sí produce locos y ansiosos-depresivos. Con la obvia excepción de Don Quijote, que perdió el juicio por el abuso de leer libros de caballería. Pero en el fondo, aunque por diferentes vías, Don Quijote y don Pedro perseguían la misma meta y no tomaron benzodiacepina. Hicieron evidente que en la lectura está la cura para “olvidar sufrimientos, tristezas y amarguras”. El autor de “Misterios del Tiempo” monta los planos o dimensiones para que el lector disfrute, descubriéndola y desnudándola por sí mismo, esta inolvidable novela. Es el momento en que deja de ser un misterio del tiempo. El momento en que todos buscamos bajo la almohada este nuevo libro de Pedro Martínez, para poder soñar que hubo una vez un niño de San Miguelito, que ahora es un escritor verdadero.
Luis Rocha
“Extremadura”, Masatepe, 10 de junio de 2011.
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