axel honneth
Como ya sabían los clásicos de la filosofía política, la cohesión de una sociedad se nutre de la capacidad de sus ciudadanos para ponerse de acuerdo en las regulaciones básicas de la relación social. Algunos autores han denominado a esto el contrato social «implícito», subrayando de esta manera el hecho de que la estabilidad normativa de una comunidad depende del acuerdo tácito de todos sus miembros sobre la legitimidad y la conveniencia de las relaciones sociales dadas. Ahora bien, como se desprende con bastante claridad de un simple vistazo a la historia, la capacidad de ponerse de acuerdo depende, a su vez, de las expectativas que los miembros de la comunidad hayan depositado en el orden social. Estas expectativas van siempre en aumento en el proceso histórico, ya que, gracias a las luchas sociales, se institucionalizan normas y valores cada vez más exigentes, que actúan como promesas de una sociedad bien ordenada. Mientras que, por ejemplo, en la época feudal se daba por sentada la dependencia de las personas en la organización social del trabajo, constituyendo esto un componente del contrato social implícito, con los grandes avances morales de la modernidad esto se modifica, en la medida en que ahora todos los miembros de la sociedad tienen que ser concebidos, al menos idealmente, como libres.
Hoy día, en el marco de nuestras sociedades del Occidente capitalista, ha adquirido validez general la idea normativa de que la libertad individual está establecida de manera lo suficientemente amplia en todas las esferas centrales de la vida social como para constituir la premisa general de la capacidad de acuerdo sobre el orden social. El contrato social implícito, a cuyo cumplimiento está ligada la solidaridad mutua de los miembros de la sociedad, se mide en función de si la promesa de libertad individual se cumple o no en los ámbitos de la vida privada, de la organización del trabajo y de la formación de la voluntad política. Naturalmente, siempre son configuraciones diferentes de la libertad las que se prometen institucionalmente en las respectivas esferas: en el amor o en la familia, por ejemplo, el hecho de que la satisfacción recíproca de las necesidades no se realice a la fuerza; en la organización del trabajo, la libertad en los intercambios recíprocos de servicios; en la esfera política, la participación no forzada en la conformación de la voluntad política decisiva. Sin embargo, debería resultar evidente que se puede contar tanto más con el acuerdo individual sobre el orden social —y, con ello, con una cohesión solidaria de todos los miembros de la sociedad entre sí— cuanto más ciertamente se cumplan aquellas promesas de libertad para el individuo gracias a las regulaciones socio-políticas. Estas promesas también están vinculadas a la «lucha» asociada al reconocimiento, como he tratado en mi libro La sociedad del desprecio.
Pero hoy estamos muy lejos de esto, como pone de manifiesto una mera ojeada a cualquier periódico serio. La mayor parte de la población no puede esperar ni en las relaciones económicas de mercado ni en el ámbito de la conformación de la voluntad política conseguir la realización de su libertad individual, ni tan siquiera que alguien preste oídos a sus demandas. Por eso, quien hable hoy de la necesidad de solidaridad en la sociedad debería primero dejar claro que para ello sería precisa la institución de relaciones sociales que permitieran el acuerdo de los individuos sin coacción ni miedo. La contención normativa del mercado capitalista y la revitalización de la capacidad de influencia democrática serían los presupuestos mínimos que tendrían que darse para poder esperar legítimamente solidaridad de parte de todos los ciudadanos.
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