El Presidente Honorario
del Centro Nicaragüense de Escritores,
Dr. Carlos Tünnermann Bernheim (derecha)
entrega placa de reconocimiento al Dr. Douglas Stuart Howay.
Guillermo Cortés Domínguez
Puede que sea fácil hacer un elogio de una persona con tantos méritos, puede ser, porque todo está ahí, a flor de piel, puede ser. Pero también es difícil, porque uno se puede deslumbrar con algunos resplandores que a veces impiden ver otras cosas que son esenciales, y podemos perder el justo balance o caer en el riesgo de pasar por alto, por ejemplo, sus títulos académicos, como su maestría en Ciencias Políticas en la University Of the Pacific; o, mejor aún, su doctorado en Desarrollo Internacional y Antropología en una de las mejores universidades del mundo, Stanford University, en 1969 y 1974, respectivamente. No son muchos en Nicaragua los de maestría y doctorado, y eran una excepción hace 38 años. Es una proeza haber escalado tanto en la educación formal, en el postgrado universitario, pero quizás lo es más, o lo complementan, otros aspectos que definen a un ser humano maravilloso.
También ha sido un autodidacta, por su cuenta aprendió los rudimentos del inglés, y después lo estudió. Aprendió mecánica y electrónica leyendo la revista Mecánica Popular. Reparaba las cosas de la casa, sobre todo sus vehículos, primero una moto y carros después. En la casa siempre tenía herramientas. Y ponía a sus hijos a que lo ayudaran, que era una manera de enseñarles. Trabajaba la madera, hacía lámparas que vendía o regalaba. Por cada año que aprobaban, les regalaba libros a sus hijos, y algunos lloraban, porque preferían juguetes, pero esos libros los marcaron de modo positivo para toda la vida. Además, él les inventó un juego que era una versión del moderno pinball y que tanto divertía a la familia y a los vecinos. Escribió libros, al menos ocho, la mayoría sobre educación; y ha escrito muchos artículos y pronunciado decenas de conferencias especializadas.
De quien estoy hablando es un hombre aun muy apuesto y tiene ochenta y un años. Más joven, por ejemplo cuando estaba en la UNAN, era tan atractivo que muchas maestras y estudiantes se derretían, fascinadas por él. Pero esto es puramente anecdótico, aunque completa su perfil. Lo realmente relevante es lo que lo define como el buen hombre que es, como él alguna vez definió a su padre, y ser buen hombre es cosa seria, tanto, que escasean, porque exige ser consecuente en la práctica con valores y principios humanísticos universales hoy de capa caída.
Ha sido un servidor de sus semejantes, no solo en altos cargos como Viceministro de Educación, Asesor del Rector de la Universidad, Decano de Facultad, etcétera. Desde pequeño, con sus amigos iba al río a pescar, y confiado en que era un buen nadador, pasaba de una orilla a otra las cargas de leña que llevaban los campesinos, aunque las aguas estuvieran crecidas. Como emprendedor de múltiples iniciativas, sobre todo educativas y culturales, ha fundado varias escuelas normales, institutos nacionales, centros de investigación, revistas y otras publicaciones y grupos de intelectuales. Por eso no es exagerado decir que sin simulaciones ni demagogia, él sí tomó de modo firme y genuino la bandera de su coterráneo matagalpino y compañero Carlos Fonseca, y ha llevado a la práctica aquel exhorto de Carlos “(…) Invito a los núcleos juveniles a que se froten con la cultura“. Otros, en cambio, violan las leyes y la Constitución, cometen fraudes electorales y saquean el erario público, traicionando mil veces al Jefe de la Revolución.
El sábado pasado estuve en el IV Encuentro de Escritores del Norte que contó con más de 40 participantes de Matagalpa, Jinotega, Estelí y Madriz. Ahí estaba la huella de su Presidente Honorario, de quien estamos hablando, pues se ha distinguido por no hacer diferencias políticas, de edad, de género, sociales o económicas. A sus hijos les enseñó a tratar por igual a la gente sin importar si eran pobres o ricas, estudiadas o no. Con su ejemplo los indujo a desdeñar lo suntuario, porque él siempre le restó importancia a las cosas materiales. Entre un mar de sacos y corbatas, asistió de cotona y sandalias a la graduación de bachillerato de su hijo mayor en el Colegio San Luis, en la Perla del Septentrión.
Al leer hoy, tantos años después, “Elegía a un hombre bueno”, un poema que él escribió a su padre a la muerte de éste, las similitudes, aunque asombrosas, resultan lógicas y previsibles: “(…) porque eras recto/como los pinos enhiestos en el cerro;/porque eras dulce/como el olor del monte machucado/o el trinar de colchoneras en verano;/ porque amabas a los niños y a mi madre/porque nunca mentiste,/ni hablaste mal de nadie;/porque tu vida entera/fue un florecer de sentimientos/y de bondades;/por eso te amé,/como se ama a un padre verdadero”.
Los hijos de este formidable intelectual al que estamos homenajeando, de seguro dirán lo mismo que él a su padre en la parte final del poema: “Pero sobre todo/y más que nada/me enseñaste con tu ejemplo/a ser bueno con la gente,/a compartir las cosas,/las que pueden usarse/y las cosas que se piensan,/a amar a los otros,/a ayudar a los otros”. Y es que hijos de tigre, salen rayados, y los nietos de tigre e hijos de tigre, con doble raya.
Agradezco a mis compañeras y compañeros de Junta Directiva del Centro Nicaragüense de Escritores, que hoy, en la fecha del natalicio de nuestro gigante Rubén Darío, en esta conmemoración de El Día del Escritor, me hayan dado el privilegio de hacer este elogio a una persona maravillosa: Douglas Stuart Howay.
Nota: Ponencia del Secretario de la Junta Directiva del CNE, en Managua, 18 enero 2012. (Foto cortesía del Instituto Nicaragüense de Cultura Hispánica).
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