El diario granadino EL CORREO (1913-1934), fué fundado por quien fuera su Director, Carlos Rocha Avellán y es sobre todo recordado por haber dado acogida a las publicaciones literarias del Movimiento de Vanguardia, "Rincón de Vanguardia" y "Página de Vanguardia", a cargo de Pablo Antonio Cuadra Cardenal y Octavio Rocha Bustamante, hijo éste último de don Carlos y padre de Luis Rocha Urtecho, quien, junto con su nieto Luis Javier Espinoza Rocha, retoman hoy "El Correo Nicaragüense"; un blog pluralista, que agradece la reproducción de su contenido.

lunes, 23 de enero de 2012

Autoritarismo y teatro

Por: Humberto Belli Pereira



Es desconcertante oír a personas inteligentes hacer comentarios tontos. Eso es lo que sentí, tras ver en televisión al historiador Aldo Díaz Lacayo elogiar, como una gran pieza oratoria, las palabras que Ortega pronunció en su toma de posesión. ¿Cómo puede considerar magnífico, me decía yo, un discurso que a juicio de muchos fue uno de las más aburridos, deshilvanado, y opaco, de sus no muy atractivas intervenciones? Inmediatamente me vino la sospecha que el doctor Díaz no estaba diciendo lo que de verdad sentía, sino lo que le convenía decir. Mi duda, que corre el riesgo de ser injusta, es algo que nos ocurre con frecuencia a los nicaragüenses.

El teatro o el fingir son universales y tan viejos como la historia. Pero hay sociedades donde este síndrome es más intenso. Nicaragua es una de ellas, al punto que uno de nuestros íconos culturales es el “güegüense”, personaje pícaro y dual. Nos cuesta tomar las cosas en su valor facial y nos volvemos propensos a la sospecha, porque en lugar de la sinceridad nos rodea frecuentemente el teatro; el actuar calculado para obtener ventajas. Un recuerdo de mis días como ministro de Educación fue el de una directora escolar, que tras ser apóstol incansable de la descentralización escolar que yo favorecía, se convirtió en su más acérrima enemiga tras descubrir que el ministro que me remplazó prefería la centralización. Yo no lo podía creer. Hoy ya no la culpo sino que la comprendo; estaba defendiendo el pan de su hogar.

Si indagamos las causas más hondas de estos comportamientos encontraremos muchas veces la vulnerabilidad que padecen las personas en sociedades donde los marcos legales son débiles y la estructura de poder es vertical. En sociedades donde impera la ley y el derecho, donde el ciudadano no está a merced de los caprichos del poder, las personas suelen actuar con mayor independencia y expresarse con mayor sinceridad. Por el contrario, allí donde mi puesto no depende de mi competencia profesional, ni mi éxito empresarial de mis aciertos o diligencia, sino de los “conectes” o favores del poderoso, mi comportamiento tiende a volverse en actuación calculada para atraer la sonrisa y evitar la cólera de quien tiene el poder de aplastarme o levantarme.

El resultado es triste. Un mundo así no promueve la excelencia y la virtud personal, que son resortes fundamentales del progreso, sino la mediocridad y la trampa. En él cunde la desconfianza y todo se corrompe: se otorgan doctorados honorarios más por razones políticas que académicas, se carcome la honestidad intelectual y se excusan comportamientos que deberían indignar.

La persistencia en nuestra historia del síndrome “güegüense”, de la marrulla y la guatusa, se debe en parte a la persistencia del modelo autoritario. Todavía no terminamos de construir una sociedad donde impere la ley y los ciudadanos sean iguales ante ella, porque una y otra vez surgen caudillos o dictadores que tratan de malograr los intentos de institucionalizar y racionalizar la vida política y social regresándonos al esquema nefasto de las dependencias personales.

Pero lo peor es claudicar. Luchar por el Estado de Derecho y la democracia va más allá de la mera defensa de un sistema político o de un modelo de desarrollo; es también la lucha por la misma calidad de nuestras relaciones interpersonales y por una vida más digna; es el esfuerzo por restaurar la confianza y librarnos del miedo; es combatir el servilismo y hacer de la excelencia el resorte de nuestro crecimiento; es poder rehusar la sonrisa forzada, o dejar de asistir a tomas de posesión, sin que nos quite el sueño.  

El autor es sociólogo y fue ministro de educación 1990-1998.

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