Vidaluz Meneses
Leo con devoción a Ana Ilce desde mi adolescencia. Siendo contemporánea de ella y de Michele
Najlis, a diferencia de Michele con
quien coincidimos en el mismo colegio, con Ana Ilce no fuimos amigas sino años
más tarde. No formamos grupo literario entre nosotras y cuando nos integramos a
alguno, Michele optó por Ventana con escritores de izquierda y yo
por Presencia, con escritores cristianos que igualmente se declararon
por un cambio social, radical, para Nicaragua.
Ana Ilce permaneció solitaria, pero abierta a la amistad de escritores
como Roberto Cuadra, cofundador de La
Generación Traicionada y Jorge Eduardo Arellano, que a su vez la relacionaron
con otros de los que guarda un recuerdo
entrañable, su coterráneo, Mario Cajina Vega y el capitalino, narrador urbano,
Juan Aburto.
Siempre encontré en la poesía de Ana Ilce una voz sorprendentemente madura en
su contenido e impecable en su forma, sobre esto último, fácil me resultó
entender que Pablo Antonio Cuadra, mentor de nuestra generación, escribiese, al
publicarse Las Ceremonias del silencio,
primer libro de Ana Ilce: “Aquella galantería de Bécquer, poesía eres tú, resulta en Ana Ilce una afirmación no gentil,
sino estilística. Ana es su forma”, para PAC, Ana Ilce se hacía poema.
Ana Ilce utiliza un rico lenguaje expresado en imágenes con
perfecto equilibrio. Poesía de tono
reflexivo, sabia, reposada e íntima, que
transita por los grandes temas de todos los tiempos: la vida, la muerte, el
amor, la soledad. El título de mi exposición de hoy, lo escribí basada en el
verso final de la última estrofa de un
poema de Ana Ilce que dice:
Entonces no presentía en mí la mano que
comenzaba a dibujar el canto,
ni el pie desesperado trazando surcos de vida
para el hombre,
ni a esta mujer que hoy soy,
de sombras y soles incendiada, sitiada
por el fuego del amor,
ulcerada por la pasión de la Palabra.
En su
presentación, en “El autor y su obra”, Ana Ilce demostró con una buena cantidad de
poemas, de qué manera la palabra tiene una importancia vital para ella. Me hizo recordar una conversación reciente
con el poeta Fernando Silva que me decía “la
palabra es una cosa muy seria, yo no escribo con la voz sino con las palabras
que son el verbo y acordate que el verbo se hizo carne” la palabra pues, es sagrada.
Cuando salió publicado
su libro, Las ceremonias del silencio,
fue para mí equivalente a La insurrección solitaria de Carlos
Martínez Rivas, por la belleza y
originalidad de sus poemas y su maestría al escribirlos, aunque sin el estilo
hermético de ese gran poeta, por eso no me sorprendió la apreciación de Beltrán
Morales, aunque no exenta de una visión patriarcal en cuanto al paradigma o
modelo estético, cuando expresó lo siguiente: La poesía que Ana Ilce escribe, sin dejar de ser ni por un momento la
poesía de una mujer sumamente sensible, es como si hubiera sido escrita por un
poeta del sexo masculino, en este sentido: la técnica que domina es patrimonio
exclusivo de algunos maestros, brujos y hechiceros de la tribu; y no de
maestras, brujas y hechiceras. Ana Ilce
se ha apropiado de un “culto, un rito, un lenguaje” que son ya suyos y que nos
devuelve con la misma propiedad y sabiduría con que los varones de estirpe
poética suelen dárnoslos”. Si nos
fijamos, al decir los maestros, brujos y hechiceros de la tribu, se está refiriendo a
un grupo cercano, del país, del territorio nacional, no del universo, o sea que
bastan los grandes poetas locales para tener un punto de referencia válido y en
ese sentido, no deja de tener razón Beltrán, porque hasta le fecha y pese a las
incipientes investigaciones que se están realizando en nuestro medio, no se ha
encontrado un par mujer de Rubén Darío.
Y en el caso de Ana Ilce, coincido con la apreciación de Beltrán, está a
la altura de un Carlos Martínez Rivas.
Si bien afirmo mi admiración por Las ceremonias del silencio, desde que lo leí, no compartí el
sentimiento de mujer sojuzgada y vencida
expresado en muchos de sus poemas; particularmente recuerdo el verso: mujer
pospuesta como postre a la mesa u
otro: Así el olvido de innumerables siglos /arrimará su sombra un día /junto
a mi puerta /y yo estaré vencida. Así el amor. En otro, escribe desolada: donde jamás me buscaste ni te hallaste / para trocar tu victoria en
mi derrota / y mi muerte en tu vida. Por
eso, entre tanta desolación, yo rescato el poema Yo he militado, que dice:
YO HE MILITADO
Yo he militado no sin gloria
en las lides del amor
y mi obra no podrán destruirla
ni las lluvias persistentes
ni la perenne marcha del tiempo.
Porque mi arte no fue inútil
ni siquiera contigo,
contigo que jurabas no conocerme
pero que un día llenaste
la ciudad entera con mi nombre
Yo he militado no sin gloria
en las lides del amor
y mi obra no podrán destruirla
ni las lluvias persistentes
ni la perenne marcha del tiempo.
Porque mi arte no fue inútil
ni siquiera contigo,
contigo que jurabas no conocerme
pero que un día llenaste
la ciudad entera con mi nombre
Este poema me encanta y lo asumo plenamente, proviene de una mujer
triunfadora, pero es importante que nos fijemos en qué se basa la victoria de
la poeta, no en que es la más bonita del barrio, sino en el dominio del ars
poética, cuando se refiere a “su arte” es que ella es consciente de la
excelencia de su oficio que la va a llevar a trascender, luego viene el jaque
mate a quien pretendió ignorarla: pero
que un día llenaste / la ciudad entera con mi nombre.
Ana Ilce, como toda escritora/or escribió poemas no
necesariamente sobre sí misma, sino
sobre el modelo del rol de la mujer que observaba, tal como lo compartió en el
recital que dio en el Instituto Nicaragüense
de Cultura Hispánica, al leer el poema Singer 63, ella dijo: “Este poema…. no fue dedicado particularmente
a mi mamá, pero pienso que fue ella la que lo inspiró. Mi mamá era costurera.
Recuerdo que amanecía y anochecía en aquella máquina de coser”:
El poema dice:
La
señora de ayer se llamaba...
No
era ninguna extravagancia,
Clavaba
alfileres en los trajes,
se
asomaba a la puerta
para
mirar las nubes.
La
señora de ayer
no
miró nunca los caracoles muertos ni
las
playas maravillosas,
sólo
clavaba alfileres en los trajes, sólo sonreía a medias:
por
eso murió con sus dedales
y
su corazón repleto de
marcas:
Royal 62,
Singer 63, Phillips 64…
Otra fue la imagen que Ana Ilce tuvo de su padre, de
quien ella ha dicho: “Tengo que hablar necesariamente de la figura de mi papá,
porque creo que la presencia de él en mi vida fue fundamental para que yo pudiera
aspirar a la poesía como un oficio vital. En cierta forma yo me crié en un
mundo mágico que para mí tejió mi papá, él me fue llevando de revelación en
revelación. Con mis ojos de niña vi con
asombro cómo tomaba una hoja de papel y la convertía en mariposa, de un trozo
de tela sacaba una muñeca, de un tronco de madera emergía un pájaro.”
Debo decir que Ana Ilce también ha sido maestra en la
prosa poética, que Ernesto Mejía Sánchez, llamó prosema. Para su padre, escribió el prosema titulado
Retrato último
A Sofonías Gómez
“No. No era su caminar a golpes. Ni su mano como ala,
ni su casta sonrisa pleniluna. Algo como
un aura o hábito de antigüedad se enroscaba a su pie. Con él iba y venía. Bastara que posara el pie
y ya estaba allí la huella levantando esperanza de la tierra, bien grabada y ni
quien la moviera. Universos giraban en
su lengua pasmosa. Yo lo vi un día ¡ay de mí! Era de águila su ojo y puro
fuego. Yo lo ví un día ya junto a su
vejez ordenando sus años, haciendo saltar de la abulia familiar la risa pura
como una lágrima recién nacida. Como un
rey solitario misteriando la nada de su casta. Versándola, llenándola con
siglos de gracia”.
La crítica nicaragüense,
matagalpina por cierto, Conny Palacios, considera que en Las ceremonias del silencio, la
manifestación del feminismo no es agresiva, sino doliente.
Ana Ilce, siempre comparándola con CMR, tampoco ha
tenido mucha prisa en publicar, pero dos libros bastan para dejarla ubicada
como una extraordinaria poeta nicaragüense.
En el año 2004 integré el Jurado del Premio Nacional
de Poesía “Mariana Sansón Argüello”, convocado por la Asociación Nicaragüense
de Escritoras, y en mi elección del mejor, coincidí con mis colegas en la
selección de “Poemas de lo humano
cotidiano” resultando, para nuestra alegría, que su autora era Ana Ilce
Gómez. Tan impecable factura la hizo acreedora del premio por unanimidad.
Mi resistencia a la imagen femenina y contenido de los
poemas en Las ceremonias del silencio,
fue superada en este segundo poemario, por la lectura de una Ana Ilce crecida
en su ser mujer, descubriendo Otro primer
día de la creación, como tituló su primer poema y evocando a diversas generaciones de mujeres de la historia de la humanidad,
inmoladas por transgresoras, pero
eternas, trascendentes, a quienes convida a pulsar con alegría todas las guitarras del mundo.
Una Ana Ilce que desentraña el misterio de la mujer y
la “diosa blanca”, como designa el poeta Robert Graves, a la poesía; y se reconoce dualidad viviente, asumiéndose
como tal en su poema, Ella:
“La que escribe no soy yo, sino la otra.
Esa que viene del pasado
asediada y urdida
por sus fieles demonios
y sus lívidos ángeles.
No soy yo sino ella la que canta
La que elige el azar y la clarividencia
ella la que dicta las palabras y deshila
los símbolos
la que gira en la rueca y desmenuza el hilo.
Ella contiene las palabras
yo cumplo su destino.”
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