La misma gente, el mismo sol
Viajando en automóvil, cruzando las fronteras reales y las imaginadas de El Salvador, Honduras y Nicaragua, no dejo de pensar en las diferencias que comenta la gente para poner barreras, para distinguirse del otro país, para construir muros intelectuales -¿para qué?- cuando finalmente encontrás gente tan, tan parecida en uno y otro y otro lugar.
Salgo temprano de mi casa de Antiguo Cuscatlán el día 20 de diciembre, subo niño, niña, marido, una hielera, tres valijas y una mochila con mantas gruesas pues me dijeron que en Managua hacía “muuucho frío”, con ese sentido de las bajas temperaturas que tenemos los managuas y que bien ilustró uno de los periódicos hará algunos años titulando “Frío Polar” a unos pinches 21 grados, que ya los quisieran los nórdicos para un domingo de verano.
Viaje de ida, de unas tres horas hasta El Amatillo, cruzando San Vicente y San Miguel: empiezo a ver los mismos árboles de mango que he visto desde que nací en Managua, las mismas flores, los mismos jocotes, las mismas trinitarias explotando de belleza con todos sus colores, la misma jovencita con el mismo rostro agarrada de la mano del mismo chavalo, las mismas casas, los tejados, las paredes pintadas de colores chillantes, el mismo hombre caminando lento y derrotado con su corvo, el mismo borracho recostado con la cabeza a la orilla de la carretera, los mismos cementerios que habré de encontrar en los siguientes países, con sus tumbas apretujadas y sus flores de plástico. Lo mismo que he visto en San Lorenzo y Chinandega.
Cómo no, también me encuentro con la misma pulpería Rosita con su rótulo patrocinado por la marca de bebidas gaseosas que ya sabemos, las mismas empresas gasolineras, los mismos anuncios publicitarios de las mismas marcas de teléfonos celulares que ferozmente competían en los tres países por el espacio, y que por cierto ninguna sirvió para lo que decía, pues el mismo 31 de diciembre no hubo quien se comunicara decentemente. Cómo será esta invasión publicitaria desmedida de marcas de telefonía celular que en un pesebre que observé en Nicaragua, al lado de la vaca y la burra habían colocado un rótulo diminuto de una de ellas.
Llegando al edificio de la frontera, nos atendió una agente de migración, pasamos pasaportes, residencias, mostramos las caras, que es la actividad que más disfrutan mis hijos porque les preguntan sus nombres y ellos dan también sus dos apellidos y más información de la cuenta que aunque su madre valora privada e íntima, consideran a bien informar a la agente y menos mal que ella no les escucha.
La frontera es un camino
Es allí, cuando te das cuenta la diferencia entre la viajera que sos, y la otra gente. Esa otra gente que se cruza la frontera con la misma familiaridad con la que yo voy donde mi vecina gringa-francesa-turca-salvadoreña a tomar un aperitivo. Esa gente que va y viene, a diario, que vive aquí y trabaja allí nomás, para quienes la frontera es un camino, no un obstáculo. Y que usan los tuc-tuc para transportarse, que se cruzan a pie el paso fronterizo. Y quienes miran alllááá a lo lejos los palacios de gobierno, los medios de comunicación, las instituciones que debaten sobre cómo deben vivir y hacer sus vidas, tan lejos como esta otra gente mira las fronteras.
Cruzás el puente y estás cruzando la frontera imaginada, la división, la diferencia, nosotros y los otros, nosotras y las otras, estos y aquellos. Tal y como lo cuentan los fabricadores de muros fronterizos parece como si es en ese momento cuando vas a sufrir una transformación galáctica, un remezón de identidad, un algo vibrante, tembloroso, agudo. Y no hay tal. Sólo el viento que entra por la ventana, y el paisaje del río Goascorán. Lo único real que miré fue el arma de alto calibre de los militares salvadoreños.
Y así es como te cruzás toda la parte sur hondureña, bastante despoblada y árida, en comparación con la densa población salvadoreña que se ubica en la carretera panamericana. Y seguís mirando las casas de adobe y techos de tejas que has dejado atrás y que vas a encontrar más adelante, el mismo hombre pasado de peso en una motocicleta diminuta viajando con la misma mujer sentada de lado y en peligrosa posición chineando una tierna, los mismos niños jugando al fútbol en Nacaome, las mismas cordilleras, las honduras, cruzando Valle y Choluteca, la misma mujer con una flor en la oreja detrás del mostrador de una tienda que vende plátanos verdes, chiltomas pequeñas, bananos, chiclets, cigarrillos, colonias Menem. También miré la misma vulcanizadora con la misma llanta colgada, el mismo caballo flaco jalando una carreta de madera, con un adolescente haciendo de auriga, él con una edad y una cara de quien se cree inmortal, y el pecho henchido del vigor que producen los sueños de futuro a esa edad, viviendo en el país más empobrecido de los tres.
Llegás a la siguiente frontera, y el mismo trámite rápido que en la anterior y en la que viene, ahora es cuando digo que los dos edificios de estos servicios de migración son de una arquitectura propia de los años 50, construidos para un ralo paso vehicular y cuyo espacio se ha tenido que agrandar por la fuerza de la actividad económica y turística; el de Nicaragua parece una gran bodega, aunque con mejor espacio acorde con el flujo actual de personas, autobuses turísticos, furgones, camiones. Igual mirás a la gente viajando a pie, en tuc tuc, gente con motetes a tuto, mochilas y hasta familias de visita cargando un queque pues tienen a sus parientes al otro lado.
Los ríos son serenos
Así volvés a cruzar el puente del río Guasaule y no te pasa nada extraterrestre, sólo el mismo viento que viene del Pacífico, el mismo paisaje del río, y sigue la misma gente. Dejás al militar hondureño con su arma de alto calibre, y te recibe un agente nicaragüense de civil y sin arma, o por lo menos, no a la vista de los niños, así que puedo decirles “¿ya vieron que en algunas fronteras no hay armas?”.
Los ríos que hacen de fronteras son serenos, callados, ahí están. Son los agitadores políticos quienes les miran como muros, para igualar su mente xenófoba con su miedo. Una persona normal hace una poesía con un río, un bujón hace una guerra con el mismo río.
Y seguimos mirando los mismos árboles, la misma gente, el mismo sol, la misma cordillera de volcanes que no conoce de fronteras, y aprovecho para trasladar al niño y la niña geografía volcánica poniéndole nombres en desorden, pero como soy su mamá me creen, y compenso mi imprecisión con historias sobre erupciones vehementes, huídas masivas de gente, lenguas de lava y refundaciones de pueblos, aderezando con princesas y príncipes nahuas, ambos valientes y con coraje, y algún que otro dragón a petición del público. “Mami, ¿cuál es el volcán que tiene una laguna dentro?”. Aquel, mi amor. Y así.
El paisaje político de las vallas publicitarias cambia en Nicaragua. En El Salvador no se ve a Funes anunciándose, en Honduras sí mirás los rótulos del Gobierno de reconciliación, y en Nicaragua aparece por todos lados Daniel Ortega, con demasiado maquillaje, con su publicidad, alguna sin manchar y otra sí, lanzada la pintura con precisión de pitcher de beisból, y en las paredes conviven en armonía política las consignas de viva Daniel y muera Ortega.
Mirás y mirás, y lo que ves es igual o parecido, los rostros indígenas, medio indígenas, mestizos, medio claritos de piel, más claros, de la gente, de ésta y la que dejaste atrás, las mismas cadenas de pollo frito con otros nombres pero cocinando los mismos pollos. Los mismos dinosáuricos garrobos amarrados, humillados, y ofrecidos por la gente en el camino, que provocan reacciones inusitadas de sorpresa e intriga entre mis viajeritos. Las mismas mujeres con sus canastos al lado y su inmaculado delantal puesto, esperando el autobús que les lleva a vender su mercancía, las mismas parejas agarradas de la mano paseando al atardecer, las mismas flores, las mismas sonrisas de niños, niñas.
Países unidos por la trasnochada
Llegamos. Viaje largo, de 10 horas, en el que algunos se durmieron y despertaron, cantaron, jugaron, conversaron sobre el amor que sienten el uno por la otra, comentando el paisaje, con banda sonora ecléctica, comenzando por El Lago de los Cisnes, Calle 13 (con interrupciones sonoras en las frases sensibles y con alto volumen en No Hay Nadie Como Tú, mi amor), Cali, Peret, Juan Perro, los Beatles, ópera de La Flauta Mágica. Música para cruzar por la franja centroamericana a orillas del Pacífico.
Lo que vengo pensando y mirando, probando si existen diferencias, cuáles son, dónde están lo confirman mis hijos: ¿ya llegamos?, preguntan. Ni cuenta se dan que hemos pasado de tal a tal ciudad, de un país a otro, y otro, de aquellos a estos, su mirada no lo ve. Cualquiera que haya hablado con un niño o niña sabe que cuando encuentran grandes diferencias no dudan en señalarlas. Y vaya que si las señalan.
De regreso, lo mismo. Viajando por 575 kilómetros, aproximadamente. Viajando el primer día del año 2011. Nadie en la carretera. Los y las habitantes de los tres países unidos por la trasnochada durmieron hasta tarde. Pasando por las puertas abiertas de cada país, viajando bajo el mismo sol, mirando a la misma gente.
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