El diario granadino EL CORREO (1913-1934), fué fundado por quien fuera su Director, Carlos Rocha Avellán y es sobre todo recordado por haber dado acogida a las publicaciones literarias del Movimiento de Vanguardia, "Rincón de Vanguardia" y "Página de Vanguardia", a cargo de Pablo Antonio Cuadra Cardenal y Octavio Rocha Bustamante, hijo éste último de don Carlos y padre de Luis Rocha Urtecho, quien, junto con su nieto Luis Javier Espinoza Rocha, retoman hoy "El Correo Nicaragüense"; un blog pluralista, que agradece la reproducción de su contenido.

sábado, 15 de enero de 2011

Fin de año en Poneloya

Guillermo Cortés Domínguez

Océano Pacífico, Poneloya, León. El mar tiene sus caprichos: por dos días nos cobraba con un molesto frío el precio de entrar a sus insondables dominios revoltosos, pero minutos después nos cobijaba con su manto tibio y acariciante, no obstante, otro día las aguas cambiantes se mantuvieron frías todo el tiempo, bajo la influencia de las heladas del norte. El primer día en el balneario de Poneloya, tumbos tolerables, al segundo, muy fuertes, al tercero, rompían demasiado lejos de la costa, y había que agacharse, en cuclillas, para que los avergonzados tumbitos degradados a su mínima expresión, dieran en el cuerpo, y se sintiera como si fueran olas de verdad.

¿Cómo será mañana en la mañana cuando nos despidamos? Fueron olas normales: unas oscuras, otras verdes y otras azuladas. Unas tan grandes que atemorizan, son escandalosas y forman enormes espumaradas; otras salen repentinas, inesperadas, son emboscadoras; y otras más, te sitian, se juntan varias de ellas y llegan con ímpetu desde diferentes direcciones. Casi nunca desaparece el rumor que forma el sonido sordo y monótono de toda esa colosal masa de agua en movimiento, ni cesa el estrépito de las grandes cortinas líquidas al estallar, pero por algunas milésimas de segundo, es posible que, de alguna manera incomprensible, se cuele el silencio. Y francamente es algo estremecedor, casi sobrenatural.

Poneloya no es para surfear pero a veces se forma una barrera formidable que avanza con su cresta derritiéndose y creando un túnel por donde se deslizaría por varios minutos un especialista con su tabla mágica. Bandadas de pelícanos en formación impecable sobrevuelan a ras las cumbres de las enormes cortinas de agua, gozándose de su frescor, pero en cuanto comienza a decaer el penacho y estalla, las aves suben un poco, y se van a posar a otra cúspide. Un día de éstos, centenares de aves en formación recta, atravesaban el poblado de este a oeste, y súbitamente, deshicieron su alineación, comenzaron a volar en círculos, unas de un lado, y otras, en sentido contrario, ¡una locura!, caóticas, pero sin chocar, y al observarlas por varios minutos desde cientos de metros abajo, todo parecía obedecer a una misteriosa armonía.

Aquí hay un enorme y famoso promontorio llamado “La Peña del Tigre”, y no pudimos escapar a su llamado. Dimos un rodeo por detrás de una vieja casa de concreto abandonada y derruida, y entramos a un lado del Club cuidado con esmero y recién pintado de azul, que lleva el nombre de la Peña, e ignoramos un letrero que advierte de la peligrosa presencia de furiosos caninos. Es un peñasco descomunal, coronado por una cruz de cemento cubierta de blancos ladrillos de azulejo en recuerdo de una pareja de estudiantes del siglo pasado, que entregada a su amor, no se percató que las aguas traicioneras estaban subiendo, y ahí pereció destrozada, estrellados sus anhelantes cuerpos juveniles contra las irregulares piedras filosas por continuas oleadas de pesadas masas de agua asesinas que no les concedieron ninguna posibilidad de evadir la mala hora.

Tres jóvenes pescadores artesanales, uno de ellos con una hermana, lanzaban, una y otra vez, incansables, tercos, varios señuelos coloridos para atraer peces de regular tamaño, y de inmediato los jalaban, a ver si alguno había mordido el anzuelo, una y otra vez, en una demostración de algo más que paciencia. En este mes de diciembre entran a los alrededores de la Peña del Tigre, quizás a algunas cuevas submarinas, miles de sardinas que son el bocado apetitoso de curvinas, atunes, macarelas y otros peces, que también se asoman para cazarlas, y entonces la pesca se pone buena. Mientras estuvimos ahí, uno de los muchachos sacó una macarela de más de medio metro. En los alrededores, al día siguiente dos muchachos pescaron con atarrayas una docena de apetitosas langostas de buena talla.

La venganza del yoga

La Peña del Tigre es la mayor altura de su extensión en la playa de Poneloya –junto a ella hay un peñasco más alto, pero fuera del mar--. Es una atalaya desde donde el océano se mira más extenso y azul; desde donde se observan diciendo adiós, a los curtidos pescadores valientes que en sus pequeños botes salen a mar abierto a desafiar la inmensidad y las poderosas corrientes marinas; desde donde los pelícanos parecen estar al alcance de la mano. Desde ahí se mira, imponente, una ladera del intimidante Volcán San Cristóbal coronado de nubes.

La mañana anterior al viaje a la Peña del Tigre, llegamos casi al pie de ella, y luego regresamos, caminando dificultosamente por la flojedad de la arena, hasta llegar, como el día anterior, a un grueso tronco seco sobre el que pusimos un bolso, ropa, chinelas, y en el que nos sentamos antes de meternos al mar. Pero a la segunda mañana, desde varias decenas de metros observamos el cuadro surrealista de un hombre demasiado ágil, parado de cabeza por varios minutos. Seguimos recorriendo la playa con la mirada fija en la extraña visión. Dio la casualidad que el misterioso tipo estaba a tan sólo unos metros detrás del tronco, realizando con gran concentración profundos ejercicios de yoga frente a la inmensidad del océano. Nos aproximamos en silencio, y calladitos estuvimos sentados en el madero hasta que nos fuimos a bañar y a ser revolcados por las olas embravecidas. No queríamos perturbarlo ni con nuestra respiración.

A la tercera mañana, camino a la Peña del Tigre, notamos que el tronco ya no estaba. Al regreso, lo buscamos con mayor cuidado, pero ¡nada!, aún así nos quedamos en el mismo sitio, frente a una casa color celeste con un nutrido bosquecillo de cocoteros recién plantados, que oímos decir pertenece a Julio Francisco (“Kiko”) Báez. Buscamos y buscamos, pero el madero había desaparecido, y debimos conformarnos con dos pequeños pedazos que juntamos, para tener donde poner nuestras pocas cosas. Al yoga lo habíamos visto un día antes con quien parecía ser su señora, una mujer blanca, pálida, joven y delgada, y un pequeño que ya camina. No pudimos evitar un mal pensamiento: fue la venganza del yoga, concluimos. Se sintió invadido en su privacidad cuando hacía sus ejercicios mañaneros, y decidió que, quitando el tronco, ya no volveríamos a asomarnos por ahí. Luego hallamos otro leño, a unos quince metros de donde estaba el primero, pero ya no volvimos a ver a este personaje.

Los peligrosos cuadraciclos

A quien vimos fue a una figura de la política nacional. Con Carolina y Celeste evitábamos ser revolcados por las olas, cuando la primera me señaló a la playa y me dijo que ahí venía Dora María Téllez. Miré, pero como sin anteojos soy cegatón, solo vi a quien me pareció un despreocupado muchacho delgado, camisa celeste, de gorra, que se agachaba aquí y allá a recoger conchas, con una mujer joven y dos niños. Dudando si era ella, salí hasta la arena, y una vez que la identifiqué, la saludé con alegría, pero el sol que estaba poniéndose detrás de mí, la deslumbró, y no me reconoció, sino hasta que me acerqué un poco más, y nos saludamos cordialmente.

No había manera de no ver a los irresponsables propietarios de cuadraciclos invadiendo la playa con sus atronadores aparatos peligrosos. Los trazos de sus llantas herían la arena y largas filas o círculos de jeroglíficos quedaban como pruebas de su profanación. De seguro se les olvidó aquél accidente en el que murió una muchacha brutalmente desnucada. Quizás ignoran que la ley prohíbe su uso en la playa, lo que no los justifica. A diario miré a un joven padre de familia, siempre con un niño pequeño en su cuadraciclo, acompañado de otros dos chavalos, quizás hijos suyos también, menores de diez años, en otros dos vehículos.

Las tres máquinas ruidosas desplazándose, aunque a baja velocidad, ponían en peligro a los bañistas, que este jueves 30 eran muchos más que los días anteriores. Los cuadraciclos también afectan la arena y a la fauna que vive dentro de ella, como cangrejos, caracoles y otros animalitos. Aunque en realidad, no ha venido tanta gente a Poneloya, y uno se siente como dueño de la playa, porque no hay aglomeraciones ni nada parecido. Pero máquinas motorizadas en área de bañistas, tientan al peligro.

La carnicería de las rayas

En el poblado original de Poneloya, concentrado en una larga línea de casas de todo tipo, algunas recién pintadas, a ambos lados de la carretera, todavía está una enorme casona alargada color verde, de techo de teja en varios tramos hundido al punto que pareciera que se va a desplomar en cualquier momento. Es el Hotel Lacayo, adonde venía con mujeres Oliverio Castañeda, el famoso personaje protagonista principal de “Castigo Divino”, de Sergio Ramírez Mercado, cuya esposa Gertrudis Guerrero tiene una casa especial, desteñida, frente a la playa, cerca de la Peña del Tigre. Es una estructura de techo redondeado, con un ático triangular quizás bodega de chunches viejos y un gran balcón de piedra que apunta al mar como la inmensa proa del Titanic, en cuya punta el laureado escritor y su Tulita, abrazados se habrán deleitado de muchas puestas de sol, como héroe y heroína que son de la formidable película que es la vida de ellos. No se ha hundido el barco, pero está bastante descuidado.

La preciosa carretera recién construida, hace una curva frente al atracadero de lanchas de fibra de vidrio de los osados pescadores, a orillas del amplio, agitado y no contaminado estero, donde a sus orillas también hay varios restaurantes y una señora vendedora de pescados viejos y muy caros. Ahí desembarcó al mediodía del martes 28 una lancha que se había aventurado mar abierto la noche anterior, pero los arriesgados marineros no regresaron con pargos, macarelas, atunes o curvinas, sino con rayas.

La playa del estero, detrás de los restaurantes, fue convertida en un matadero. Una docena de rayas, todas desprovistas de sus peligrosos aguijones, mortíferos cuando son atacadas, comenzaron a ser destazadas: los pescadores, filoso cuchillo en mano, les quitaban con cuidado el cuero café que las cubría, excepto la parte de la cabeza, donde son muy visibles los ojos, y de ambos lados sacaban enteros, alargados y pesados “lomos” que luego iban a lavar al delta, tras lo cual los depositaban en grandes panas plásticas. Después le daban vuelta, perfilaban un cuadrado con sus cuchillos, dejando en medio la boca aplanada del animal, y de su alrededor cortaban tasajos de carne de una sóla pieza. Después, los restos eran depositados en un mismo sitio, en la arena, pero no supe su destino final, si fueron tirados al estero, o llevados a un basurero.

Varios curiosos, entre ellos una pareja de negros, quizás caribeños, observaban la carnicería de las rayas, algunos preguntaban si se comía la carne, ¿qué sabor tiene, cuánto vale la libra? Entre las respuestas, varios pescadores dijeron que muchos restaurantes venden la carne de raya como chuleta y hasta filete de pescado, y que la mayoría de la gente no se da cuenta de ello. No descarten pues, haber comido raya alguna vez.

El castillo encantado

Cómplice de los jóvenes enamorados, y de los aventureros, en el inicio de una de estas noches la playa de Poneloya recibió a un grupo de jóvenes que venía como sardinas enlatadas en dos carros de los cuales bajaron raudos, casi espantados, y se lanzaron hacia la libertad. Al día siguiente, antes de las siete de la mañana, los vimos desperezándose torpemente, bajo los estragos de una vigilia hasta casi el amanecer, saliendo de las dos pequeñas casas de campaña que habían instalado cerca del estero. Pero el mar también es de los ancianos que descansan y renuevan su espíritu ante la vastedad del océano; y es una delicia para los niños que de mil formas en la arena retozan y juegan con sus padres que, de alguna manera, y por algunos fantásticos momentos, regresan a su infancia, o la viven por vez primera.

Ante los ojos de los constructores, de seguro estaba lleno de agua y con hambrientos cocodrilos el foso que rodeaba el inexpugnable castillo, protegiéndolo de la temible caballería enemiga, pero cuando pasamos por ahí, al caer la tarde, estaba tendido amistosamente el puente de entrada, cubierto de conchas de varios moluscos. Aunque al día siguiente, antes de las siete de la mañana, pasamos una vez más por el lugar, no lo volvimos a ver, por más que lo deseáramos, porque en algún momento de nuestra última noche placentera en Poneloya, una desganada onda de agua salada, de alguna ola cualquiera que explotaría unos metros atrás, barrió inmisericorde la frágil edificación medieval de arena, quizás de niños o adolescentes.

Nuestro cuartel general estaba a unos cien metros al norte del atracadero de las lanchas en el estero, en Casa Hostal Poneloya, una vivienda de madera de dos pisos, de altos techos visitados por palomas de castilla, espaciosa y confortable, con pinturas, cerámicas, máscaras, estatuas religiosas y surrealistas, por la que constantemente revolotean juguetonas corrientes de aire que hacen magia, porque si no, ¿cómo diablos en horas de la tarde hasta pudimos sentir frío?, ahí, muy cerca del nivel del mar, en una loma que permite ver el océano desde una placentera hamaca o una cómoda silla abuelita mecedora en uno de los corredores, donde fuimos atendidos personalmente por su propietaria, doña Silvia, y su esposo norteamericano Bob, master en planificación urbana y también un entusiasta ex-sindicalista que hizo temblar con sus protestas a algunos capitalistas de Pittsburg. La dueña, periodista y especialista en género y subversión del orden tradicional, propició unas tertulias formidables cada noche en el hostal, donde además nos ofreció una cátedra sobre aspectos significativos del habla coloquial nicaragüense.

A mediados del siglo pasado el balneario de Poneloya fue convertido en un barrio de León –aunque diste veinte kilómetros de la ciudad--, lo que pareció ser una excusa para expropiar parte de sus valiosas tierras a la comunidad indígena de Subtiava. De ahí que fuera un reducto exclusivo de los ricos leoneses, donde la gente pobre no podía disfrutar de estas playas –excepto en un lugar en el otro extremo llamado Puerto Mántica--, a las que hubo libre acceso sólo a partir de julio de 1979, con el derrocamiento de la dictadura somocista.

Con la Revolución, el maravilloso sol de Poneloya comenzó a salir para las multitudes. Es el mismo sol que en un contexto político de intolerancia, nos ha deslumbrado estos días, pero que no siempre es el mismo: un día prevalece un intenso color anaranjado, y otro, el amarillo encendido. Cuando el disco perfecto parece hundirse en el mar haciendo hervir las aguas salinas, hay un estallido de gamas de ambos colores, que le dan un tinte apergaminado, de antigüedad, a todo alrededor, que nos permite ver las casas y las cosas, quizás como serán en unos años, como si el sol, en su estertor cotidiano, cual máquina del tiempo nos llevara a un rápido viaje hacia el futuro. Siempre son ocasos impresionantes que obligan a una contemplación respetuosa, reverente, que nos empequeñece ante una diaria comprobación fugaz de lo inalcanzable.

No hay comentarios:

Publicar un comentario