El diario granadino EL CORREO (1913-1934), fué fundado por quien fuera su Director, Carlos Rocha Avellán y es sobre todo recordado por haber dado acogida a las publicaciones literarias del Movimiento de Vanguardia, "Rincón de Vanguardia" y "Página de Vanguardia", a cargo de Pablo Antonio Cuadra Cardenal y Octavio Rocha Bustamante, hijo éste último de don Carlos y padre de Luis Rocha Urtecho, quien, junto con su nieto Luis Javier Espinoza Rocha, retoman hoy "El Correo Nicaragüense"; un blog pluralista, que agradece la reproducción de su contenido.

lunes, 15 de abril de 2013

UNA IGLESIA POBRE Y PARA LOS POBRES: TODO SE JUEGA DESDE AHÍ


Por Juan Hernández Pico, S.J.

¡Cómo me gustaría una Iglesia pobre, para los pobres!
Tres días después de haber sido electo obispo de Roma y sucesor de San Pedro, Francisco, de 76 años de edad –todavía no se ha llamado él papa-, les dijo a los representantes de los medios internacionales de comunicación: “¡Cómo me gustaría una Iglesia pobre, para los pobres!”. Se lo dijo en clave de deseo, evidentemente porque sabe muy bien que en el Vaticano, al menos, en la Curia Romana, en su propio obispado de Roma y en la mayoría de los obispados del mundo occidental, no es esa la realidad, y sabe que para que esa realidad se transforme habrá que luchar denodadamente como si todo dependiera de Dios y esperarlo todo de Dios como si todo dependiera de nosotros. Así dicen que pensaba dialécticamente Ignacio de Loyola de nuestras arduas tareas y de sus relaciones con Dios. Es preciso recordar que para un analista creyente estas relaciones son parte de su marco de pensamiento. 
Francisco se lo dijo a los comunicadores también en clave de deseo porque lo relacionó con la explicación de por qué había elegido como obispo electo de Roma un nombre así. Cuando el número de votos con su nombre en la Capilla Sixtina superó los dos tercios necesarios para elegirlo -contó el nuevo papa-, su vecino, el Cardenal Hummes, brasileño, “me abrazó, me besó y me dijo: ‘no te olvides de los pobres’”. La mención de los pobres le recordó enseguida a Francisco de Asís, cuya vida fue pobre y para los pobres. Por eso eligió el nombre de Francisco. Naturalmente evocar a Francisco de Asís desde su elección como papa lleva todo el carácter de un ardiente deseo. Así era el Poverello: un hombre de deseos para restaurar la Iglesia. Una Iglesia hoy resquebrajada por el escándalo de la pedofilia y, sobre todo, de su encubrimiento y por la caída en las ambiciones de poder y las divisiones que suscitan.
La palabra del Cardenal Hummes mientras abrazaba al nuevo papa recién electo –“no te olvides de los pobres”- refleja un deseo tan eclesial como el de aquella palabra que Pablo cuenta que, al afirmar su misión, le dijeron en Jerusalén “Santiago, Pedro y Juan…, que nos acordáramos de los pobres” (Gal 2, 9-10). Pablo organizó una gran colecta solidaria desde Macedonia y Corinto para ayudar a la empobrecida Iglesia de Jerusalén.
Los pobres, efecto de servir a Dios y al dinero
Este deseo de una Iglesia pobre y para los pobres fue proclamado por la III Conferencia de los Obispos Católicos de América Latina como una opción preferencial de la Iglesia: la opción por los pobres. Algunos de estos obispos, como Don Helder Cámara, habían sido parte del compromiso de las Catacumbas, en el mes de noviembre de 1965, pocas semanas antes del final del Vaticano II. Allí se habían comprometido a vivir pobremente y a defender la causa de los pobres. Había sido un compromiso motivado por el hecho de que el Concilio no había podido llevar a la práctica de forma radical, en sus documentos, la proclamación de Juan XXIII de que la Iglesia debía ser “sobre todo la Iglesia de los Pobres”. En Puebla se dio fundamento teológico-bíblico a esta afirmación: “Por estar ensombrecida y aun escarnecida la imagen de Dios y su filiación en los pobres, Dios toma su defensa y  los ama” (P 1142).
Es importante que este deseo se cumpla mientras Francisco sea sucesor de San Pedro. Que este deseo no se quede únicamente en una conversión a la austeridad al interior de la Iglesia y en una sensibilidad profundamente humana y simbólica ante los pobres y sufrientes, como, por ejemplo, lo mostró  Francisco el día del comienzo de su gobierno pastoral, cuando al recorrer la Plaza de San Pedro antes de la Misa solemne, se bajó de su jeep y fue a besar a un lisiado casi total. No nos engañemos. Estas actitudes son cruciales. Y es crucial también que este deseo se manifieste en un análisis profético de las causas de la pobreza: “vender al inocente por dinero y al pobre por un par de sandalias; revolcar en el polvo al débil y no hacer justicia al indefenso” (Am 2, 6-7). O en palabras de Jesús de Nazaret: “servir a dos señores, a Dios y al dinero” (Mt 6, 24).
Y es importante también, para que este deseo se cumpla, que los mártires latinoamericanos por la justicia, y especialmente los obispos mártires, sean reconocidos en la Iglesia universal. Y quizás especialmente el más venerado de todos, monseñor Oscar Arnulfo Romero, asesinado durante la eucaristía y probablemente mientras miraba a quien iba a dispararle. No se ocultó, no gritó ni señaló a su verdugo. No bajó de la cruz.
También pensé en las guerras y en que Francisco es el hombre de la paz
El mismo Francisco explicó todavía más la razón profunda de la elección de su nombre y con ella su deseo de una Iglesia pobre y para los pobres.: “También pensé en las guerras y en que Francisco es el hombre de la paz.” Los pobres son siempre las muchedumbres victimadas en las guerras. Siendo Francisco latinoamericano, estando en la tradición de Medellín y Puebla, de Santo Domingo y Aparecida, sabe muy bien que “los rostros sufrientes de los pobres son rostros sufrientes de Cristo” y que “la Iglesia está convocada a ser abogada de la justicia y defensora de los pobres” (DA 393.395).  Es imposible caminar hacia esa abogacía y defensa sin asumir el grito de América Latina, de África y de Asia, el clamor de los pobres.
La denuncia del capitalismo como capitalismo sin entrañas es impostergable
La lucha por la justicia desde la lucha por la fe, y, por consiguiente, la opción por los pobres según el Evangelio (Mt 25, 31-45) es hoy la verdadera quaestio stantis aut cadentis Ecclesiae, es decir la cuestión frente a la cual la Iglesia se lo juega todo, se mantiene fiel o sucumbe a la tentación. Ya no estamos en los tiempos en que Lutero planteó esa cuestión en términos de justificación por la fe. Hoy se nos ha hecho claro que los pobres, los hambrientos, los sin techo, los migrantes, los presos, los enfermos poseen algo de absoluto en sí mismos. En el juicio de las naciones es el rey quien descubre a los de la derecha y a los de la izquierda que en aquellos está él mismo; pero ellos son “benditos” o “malditos” no por haber reconocido o desconocido en los pobres al rey, sino simple y sencillamente por haber sido solidarios con los pobres, los hambrientos, los sin techo, los migrantes, los presos y los enfermos. El deseo de Francisco de una Iglesia pobre y para los pobres ha de encarnarse en la opción preferencial por los pobres hoy. En la justicia y la paz en el mundo globalizado. Por eso, puede también explayarse en una valiente denuncia de qué fuerzas económicas, políticas y culturales crean en este mundo la pobreza y la mantienen. Ya Aparecida habló con lucidez de que “las instituciones financieras y las empresas trasnacionales se fortalecen al punto de subordinar las economías locales, sobre todo, debilitando a los Estados, que aparecen cada vez más impotentes para llevar adelante proyectos de desarrollo al servicio de sus poblaciones, especialmente cuando se trata de inversiones de largo plazo y sin retorno inmediato” (DA 66).  La denuncia del capitalismo globalizante como capitalismo sin entrañas es impostergable. Es, además, un capítulo que falta en la Doctrina Social de la Iglesia.
En el corazón, los pobres, las víctimas de las guerras y la suerte de la naturaleza
Al explicar por qué había elegido su nombre, Francisco añadió que en Francisco de Asís vio también al “custodio de la naturaleza, de la creación”. De igual modo la Iglesia ha de recuperar el sentido profundo de los dos primeros capítulos del Génesis, repensar el sentido del dominio humano de la naturaleza y juntarse así a la lucha por un cultivo razonable, cordial y social de la tierra y por su cuidado profundamente respetuoso. Cada vez que los fenómenos naturales destructores aumentan en su frecuencia y en su capacidad destructiva el deber ecológico se impone a la teología y a la práctica de la Iglesia y debe ser cumplido proféticamente contra los grandes intereses empresariales que desprestigian los resultados científicos sobre el cambio climático.
Los pobres, las víctimas de la guerra y la suerte de la naturaleza, tres preocupaciones que pueden hacer profundamente cristiano y actual el gobierno pastoral de Francisco. En el año 2014 se cumplirán cien años del comienzo de la Gran Guerra o Primera Guerra Mundial. Si la interminable guerra (1960 hasta hoy) en los alrededores de los Grandes Lagos (Congo, Ruanda, Burundi) donde las empresas transnacionales mueven los hilos de sangre por su interés, antiguamente en las minas de cobre y hoy  en los diamantes y en los mayores yacimientos de coltan del mundo, la materia estratégica para la telefonía celular o móvil; si la guerra brutal en Siria; si la permanente amenaza de guerra entre israelíes y palestinos, se vuelven preocupaciones habituales de Francisco; si el cambio climático, los deshielos ártico y antártico, la creciente escasez de agua, la deforestación de la tierra, se vuelven también sus propias preocupaciones; y si pone el dedo en la llaga de la globalización, ese capitalismo transnacional estructuralmente creador de más y nuevos pobres excluidos de la mesa de la humanidad, su deseo de que la Iglesia sea pobre y para los pobres adquirirá dimensiones de una gran anchura y profundidad. Puede que esta ampliación y profundización estructurales del deseo de una Iglesia pobre y para los pobres provoque en el mundo una persecución tan dura como es múltiple la admiración y el asombro por sus continuos gestos de austeridad personal y de ternura hacia los pobres.
Danos entrañas de misericordia
Para que se cumpla el deseo de Francisco, que en realidad es el deseo de una gran mayoría dentro de la Iglesia, de que la Iglesia sea pobre y para los pobres, ¿no será necesario que se oriente y guíe en sus opciones por la oración que se reza en uno de los cánones eucarísticos de la Iglesia?:

 

Danos entrañas de misericordia ante toda miseria humana,

inspíranos el gesto y la palabra oportuna

frente al hermano solo y desamparado,

ayúdanos a mostrarnos disponibles

ante quien se siente explotado y deprimido.


Por lo demás el nuevo obispo de Roma ha insistido una y otra vez en estos primeros días de su nuevo oficio  en la misericordia y en que el corazón de Dios está siempre dispuesto al perdón. Según las bienaventuranzas de Jesús solo los que eligen ser pobres, eligen también ser hambrientos y sedientos de justicia,  misericordiosos, pacientes, de corazón limpio y constructores de la paz.   
Probablemente, la solidaridad con los pobres, para ser realmente eficaz, ha de ser “ecuménica”, es decir unida  a los muchos esfuerzos que muchas instituciones, cristianas o no, realizan a favor de los pobres. Con aquel mismo Espíritu de Jesús  que veía en todo acto de humanidad una coincidencia con su estilo. “No les impidan hacer el bien…El que no está contra nosotros está a nuestro favor” (Mc 9, 39-40).
Una Iglesia Estado difícilmente llegará a ser una Iglesia pobre
El deseo de Francisco de que la Iglesia sea pobre y para los pobres parece pasar también por las mismas estructuras actuales del Vaticano. La Iglesia necesita seguir recuperando la humildad de su único Señor, Jesucristo. Una Iglesia que a la vez es Estado difícilmente puede llegar a ser una Iglesia pobre. Porque es una Iglesia con ministerios y cuerpo diplomático, entre otras instituciones de grandeza. La famosa admonición de San Bernardo a su hermano cisterciense, electo papa Eugenio III -“no olvides que eres el sucesor de un pescador y no del emperador Constantino”- ¿no tendrá hoy una actualidad ineludible? Han pasado los tiempos en que Pío IX podía escribir a un sobrino suyo que “sin libertad no se puede gobernar  la Iglesia”. “Libertad”  quería decir soberanía sobre unos Estados donde el papa siguiese siendo monarca absoluto. Por haber perdido esa “libertad” Pío IX se autoencarceló en el Vaticano después de que el rey Víctor Manuel se apoderó de los Estados Pontificios y de su misma capital, Roma, en 1870. La historia condujo de manera explicable, pero talvez no excusable, a caer en esta tentación del poder que Jesús de Nazaret rechazó con tanta fuerza según los Evangelios. Para que se cumpla el deseo de  Francisco de que la Iglesia sea pobre, ¿no será necesario que el servicio del sucesor de Pedro deje de estar vinculado a la condición de jefe de estado, renunciando así a todo símbolo de poder histórico, temporal y terreno, en último término secular?
El mismo Francisco acaba de decir el día de la inauguración de su gobierno pastoral que ningún poder puede ser otra cosa que servicio: “el verdadero poder es el servicio”.   Al humilde beso de la tierra, que inauguró Juan Pablo II en las visitas del papa a los pueblos de este planeta, ¿no habrá de añadirse la renuncia a la categoría de Estado para el Vaticano, es decir para la Iglesia de Roma, precisamente allí donde están sepultados el pescador Pedro y el artesano Pablo, constructor de tiendas de campaña?  Iglesia y Estado, Obispo de Roma y Nuncios-Embajadores  ¿son compatibles, dentro de la recuperación del seguimiento de Jesucristo, con una Iglesia pobre y para los pobres? Ya Pablo VI distinguió claramente la doble misión de los nuncios, una de representación ante los jefes de Estado y otra ante las Iglesias locales. Esta segunda misión podría permanecer,  como presencia respetuosa del obispo de Roma al lado de sus hermanos, en una reforma que suprimiera la primera. Cuando Francisco recuerda a los diplomáticos acreditados en el Vaticano que uno de los títulos de su oficio es “pontífice”, no lo relaciona con el sacerdocio sino con el sentido etimológico de la palabra: “constructor de puentes”. ¿Necesitará esa construcción de puentes de un ministerio de relaciones exteriores o solamente de la autoridad evangélica de quien está dedicado a la construcción de la paz y al respeto de los derechos humanos al interior de la Iglesia? Jesús dijo: “Les dejo la paz, les doy la paz, pero no se la doy como el mundo se la da (Jn 14, 27)”.
Reforma de la curia romana para que la Iglesia sea pobre y para los pobres
Para que se cumpla el deseo del papa Francisco de que la Iglesia sea pobre y para los pobres, parece también indispensable una profunda reforma estructural de la curia romana. La necesaria institucionalidad de la Iglesia terrestre no puede pasar fundamentalmente por la burocracia de la curia vaticana, tal como existe en este momento. La curia vaticana tiene sentido como ayuda conveniente para que el obispo de Roma presida sobre las Iglesias en la caridad. No tiene sentido como burocracia vigilante que impone una manera de ver –un análisis único- y una manera de pensar –un pensamiento único-  a la comunión fraterna de las Iglesias extendida por el mundo. La curia romana ha de ser porosa, accesible, fraterna y no impenetrable, inaccesible y superior o poderosa, por encima de obispos del mundo y de otros cristianos. Probablemente, para ello es preciso que los “dicasterios” u oficinas de la curia romana, hoy tan parecidos a los ministerios de un gobierno civil o militar, dejen de ser tales y se transformen en puestos de escucha permanente del rumor del Espíritu en las Iglesias, en las otras religiones y en la humanidad, que es lo mismo que decir escucha de los signos de los tiempos (GS 4, 11). Así será posible un diálogo fraterno y eficaz que haga cristianamente auténtica la presidencia de Roma en el amor.
Ya el teólogo José Ignacio González Faus ha indicado que es importante que quienes estén al frente de las secretarías del Obispo de Roma en su curia no sean ellos mismos obispos. Mucho más es importante que no sean obispos otros puestos secundarios de servicio. Si no lo fueran se cumplirían dos objetivos: se disminuiría la tentación de imponerse con poder por encima de las Conferencias Episcopales y las diócesis o arquidiócesis y se acataría la antigua decisión canónica del Concilio de Calcedonia (450 dJC) que decretó que todo obispo debía tener diócesis y vivir en ella (canon 6). Pero sobre todo la curia romana sería no solo un conjunto de oficinas al servicio del obispo de Roma sino también de todo el Colegio Episcopal presidido fraternamente por aquel. Este cambio de punto de apoyo de la palanca podría retirar de la curia el peso de los nombramientos de obispos y recuperar la tradición de la elección de los obispos en sus propias diócesis o en las regiones metropolitanas: “ningún obispo impuesto”, como dijo San Celestino, papa. Con ello se daría un paso importante en el camino hacia la unión de las Iglesias, que no tendrían que temer del obispo de Roma un exceso en el ejercicio de la presidencia en el amor. Tanto más si también se cambiara el modo de elegir al obispo de Roma de manera que en el colegio de electores tuvieran presencia las Conferencias Episcopales y representantes selectos del clero, del laicado y de las congregaciones religiosas.
La igualdad de hijos e hijas de Dios en la dignidad y la libertad
Para que se cumpla el deseo de Francisco de que la Iglesia sea pobre y para los pobres, la propia Iglesia ha de recuperar la igualdad fundamental en su mismo seno: la igualdad que exigen la dignidad y la libertad de las hijas y los hijos de Dios, cuya manifestación plena es objeto de la esperanza (Rom 8, 21). Y especialmente recuperar que en Jesucristo no hay oriental, africano u occidental, originarios o emigrantes, del Sur o del Norte, privilegiados o despreciados, heterosexuales u homosexuales, varones o mujeres, porque todas las personas somos una con Jesucristo (Gal 3, 28). Y debe también respetar a tanta gente que no sabe si existe Dios o no o que niegan que existe, pero que con un corazón noble e inquieto intentan construir fraternidad y sororidad entre los pueblos y las personas. Y así poder atraer también a quienes viven con un norte errado, honrando sobre todo al dios dinero. Incluso el Derecho Canónico afirma en su canon 208 que “por su regeneración en Cristo, se da entre todos los fieles una verdadera igualdad en cuanto a la dignidad y acción.” Ese mismo canon introduce enseguida la diferencia “según su propia condición y oficio”. Pero para que la Iglesia sea pobre, para que la antigua tradición de su estructura jerárquica no acabe disolviendo la igualdad y dignidad común de todos, reduciéndola incluso a pura palabrería, es preciso que la jerarquía atraviese por un fuerte proceso de humilde conversión a la hermandad. Somos hermanos y hermanas mucho antes que episcopado, presbiterado, diaconado y laicado. Somos pueblo de Dios, antes que jerarquía y laicado: esa fue precisamente la visión del Concilio Vaticano II al organizar el documento sobre la Iglesia ubicando en primer lugar la Iglesia como pueblo de Dios y solo después su manera de ser jerárquica. Como dice en forma de plegaria el canon eucarístico ya antes citado:
                        Que tu Iglesia, Señor, sea un hogar de verdad y de amor,
                        de libertad, de justicia y de paz,
                        para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando.
La pobreza de la Iglesia para ser auténtica tiene que pasar por la renuncia a un modo de autoridad ejercida con autoritarismo. En la congregación de la fe sobre todo, pero no menos en las otras congregaciones romanas. La autoridad de Jesús de Nazaret provenía de una inédita coherencia entre su palabra y su vida: “es una enseñanza nueva, con autoridad: hasta a los espíritus inmundos les da órdenes y le obedecen” (Mc 1, 27). Jesús obedecía a la fe de aquellos sufrientes y necesitados con quienes se encontraba: “Tu fe te ha curado”. Mientras no tomemos en serio que no debemos llamar padre ni maestro ni jefe a nadie sobre la tierra porque solo tenemos un padre, un maestro y un jefe, Dios y Jesucristo (Mt 23, 8-10), no avanzaremos en la pobreza de la Iglesia porque estaremos empantanados en los privilegios del poder; hoy nos hemos dado demasiados padres, maestros y jefes. Es notable que en estos 15 días desde que fue electo Francisco no hemos visto ni oído en los medios que se hayan dirigido a él como “Santo Padre” ni que él mismo se haya llamado otra cosa que “obispo de Roma” o “sucesor de San Pedro”. Para ser Iglesia pobre y para los pobres es preciso descender de las cátedras y sedes del poder y recuperar el camino por las avenidas de la igual dignidad de toda la humanidad.    
Para ser pobre y para los pobres es preciso una Iglesia despatriarcalizada
Dicho de otra manera, para que se cumpla el deseo de Francisco de que la Iglesia sea pobre y para los pobres,  la Iglesia ha de despatriarcalizarse, hacer una opción preferencial por las mujeres y reparar así lo que, cubriéndolo en la práctica con la veneración de la Madre de Dios, María de Nazaret, ha ofendido a las mujeres de este mundo. En la Iglesia, de forma muy diferente y muy contraria a la de Jesús, parecemos haber doblado la rodilla a lo largo de los siglos frente al machismo de las culturas. Jesús de Nazaret  no solo se hizo acompañar de los Doce y otros discípulos, sino también de María Magdalena, Juana, Susana, etc., que le servían con sus bienes. El verbo servir es uno de los tres que señalan en el Nuevo Testamento a una persona como discípula de Jesús: seguir, servir y subir a Jerusalén con Jesús camino de su muerte  No podemos desconocer que los mejores exegetas afirman que es probable que en la última cena estuvieron presentes mujeres, discípulas de Jesús. Así escribe, por ejemplo, Joachim Gnilka en su libro “Jesús de Nazaret, mensaje e historia”: “La última tarde de su vida la pasó Jesús en Jerusalén, con el grupo de sus discípulos. Y, desde luego, no se excluye que estuvieran también presentes las discípulas, que habían subido con él a Jerusalén.” Entre la última cena y la crucifixión de Jesús hay una relación profunda de símbolo a realidad simbolizada. Pues bien, al pie de la cruz “estaban allí mirando a distancia unas mujeres, entre ellas María Magdalena, María, madre de Santiago el Menor y de José, y Salomé, quienes, cuando estaba en Galilea, le habían seguido y servido; y otras muchas que habían subido con él a Jerusalén” (Mc 15, 40-41). Si estaban al pie de la cruz, que es la auténtica realidad, ¿cómo no iban a haber estado en la cena, el símbolo de esa realidad? Por cierto, Marcos, el evangelista más antiguo, no cuenta que hubiera varones discípulos al pie de la cruz. Finalmente fueron estas mujeres discípulas las primeras a quienes se les anunció la resurrección de Jesús y se les encomendó su anuncio y proclamación (Mc 16, 6-7). 
No cabe duda de que en la Iglesia fuimos dejando a un lado la tradición evangélica y cediendo en la ordenación de sus estructuras y servicios a la preeminencia de los varones en las diversas culturas en las que nos aclimatamos: la judía, la griega, la latina, la germánica, etc. ¿No hay aquí una deuda que saldar? ¿Podrá la Iglesia, regida exclusivamente por varones, llegar a ser pobre y para los pobres sin pagar a las mujeres la deuda con ellas contraída? Jesús fue con las mujeres profundamente contracultural. ¿Podrá la Iglesia llegar a ser contracultural también y así hacerse pobre con la pobreza impuesta secularmente a las mujeres en las culturas? ¿Se dará cuenta que solo así podrá comprender con el corazón el grito de tantas mujeres? Ciertamente, aquí, como en otras corrientes humanas, la Iglesia no se ha subido aún al carro del auténtico progreso, el carro de las auténticas reivindicaciones de las mujeres.
Los gestos de la bondad y la ternura y la parábola de la coherencia cristiana
“No debemos tener miedo ni de la bondad ni de la ternura”, dijo en la homilía del día 19, comienzo de su gobierno pastoral. Desde que fue electo, Francisco ha puesto ante la Iglesia y la humanidad una serie de gestos inéditos y admirables de bondad y de ternura. Antes de bendecir a la multitud le pidió que  rezara por él para que Dios lo bendijera. Rezó con la multitud todo el padre Nuestro. Desechó los vestidos más ostentosos con los que han acostumbrado a vestirse los papas. El día del comienzo de su gobierno pastoral, él vistió las vestiduras litúrgicas más sencillas mientras cardenales, obispos y otros concelebrantes vestían las más lujosas. Se movió por las calles del Vaticano a pie o en el mismo bus que transportaba a los demás cardenales. Desechó el automóvil Mercedes para viajar a Santa María la Mayor y, al llegar a esta basílica, depositó ante María un ramo de flores. Pagó personalmente la cuenta de su hospedaje. Dejó de lado el papamóvil blindado y se movió por la Plaza de San Pedro en un jeep descubierto del cual se apeó varias veces, para besar bebés, saludar a mujeres conocidas y consolar y besar a un lisiado casi total. Mantuvo su cruz de hierro y pidió que el anillo del pescador no fuera de oro. Se calzó con sus mismos zapatos negros usados. En un gesto absolutamente inédito saludó con un apretón de manos y un beso en la cara a la Presidenta de Argentina, Cristina Fernández. Acarició el perro lazarillo de un periodista ciego. Llamó por teléfono personalmente a la curia romana de la Compañía de Jesús y cuando se identificó como el papa, a punto estuvo de recibir como respuesta del recepcionista un “y yo soy Napoleón”. Y en Santa María la Mayor dejó claro que no quería ver por ahí al Cardenal Law, que como arzobispo de Boston había tenido que renunciar por haber encubierto multitud de casos de sacerdotes pedófilos: lo quería cumpliendo el deseo de Benedicto XVI de que se retirara en un monasterio. Se ha quedado en la casa de huéspedes de Santa Marta y no ha ocupado por ahora los ricos y elegantes aposentos papales. Han sido tantos los gestos en tan pocos días que es imposible no ver en ellos un mensaje de sencillez y humanidad.
Y, sin embargo, únicamente por ellos probablemente no pasará a la historia. En cambio su deseo de “¡cómo me gustaría una Iglesia pobre y para los pobres!” puede llegar a ser un programa y convertirse en una serie de caminos que, sí, lo hagan entrar en la historia. Ciertamente, el papa bueno, Juan XXIII, hizo muchos gestos de bondad, pero pasó a la historia por hacerlos y por convocar y orientar el Concilio Vaticano II y escribir “Pacem in terris”. A la autoridad de los gestos le correspondió la autoridad de los hechos. Y así se convirtió en una parábola de la coherencia cristiana.
Apertura conciliar a las religiones no cristianas
Volviendo a la clave principal de este artículo, para ser pobre y para los pobres la Iglesia ha de recuperar el espíritu de la apertura conciliar a las religiones no cristianas, y plasmarlo continuamente en actos simbólicos como el que inició en 1986 en Asís Juan Pablo II, al orar con tantos líderes religiosos por la paz en el mundo, sin que ninguno de ellos ostentara precedencia. La renuncia a la exclusividad de la verdad y de la salvación es un camino hacia la pobreza. Solo reconociendo la presencia de la salvación entre todas las personas de la tierra como ya lo hizo el Vaticano II (GS 22), y la presencia de Dios en “salvadores”, que no son competidores de Jesús de Nazaret sino venerables imágenes humanas de la multiforme gracia y benevolencia de Dios, respetaremos de verdad la fe que profesamos, en virtud de la cual “las semillas y gérmenes del Verbo” presentes en la humanidad religiosa, tienen su propio dinamismo hasta que todos confluyamos por el Espíritu Santo en los brazos de aquel a quien llamamos Padre, pero que es misteriosamente mayor que cualquier padre o madre humanos.
La fe orienta la mente hacia soluciones plenamente humanas 
La identidad cristiana es a la vez seguimiento de Jesús y búsqueda de soluciones plenamente humanas para los problemas del mundo y de la humanidad, ofreciendo para ello la luz fraterna de la fe (GS 11). Para ser una Iglesia pobre y para los pobres, la Iglesia ha de ser realmente peregrina, caminando sencillamente con la humanidad para alcanzar o, al menos, irnos aproximando a una mayor justicia, a una paz menos amenazada y a un cuidado de la naturaleza verdaderamente responsable. La Iglesia ha de luchar sobre todo incansablemente contra el hambre y golpear la conciencia de la humanidad, pero sobre todo de la propia Iglesia, para que el hambre sobre el planeta, es decir las mujeres y hombres, los jóvenes, las niñas y niños, los ancianos y ancianas desnutridos y hambrientos sean una preocupación incesante de la Iglesia universal tan grande como el reconocimiento creyente y amoroso de Dios. En frase del obispo Pedro Casaldáliga, “solo hay dos absolutos: Dios y el hambre”.
Los dos conflictos internos que es preciso seguir combatiendo
La Iglesia habrá de dejar absolutamente claro que en el primero de ellos su preocupación mayor son las víctimas de la pederastia y que no encubrirá a ninguno de sus miembros que sea culpable de ese delito. Y deberá quedar no menos claro que las finanzas del Instituto para las Obras de Religión (IOR), más conocido como el Banco del Vaticano, nunca irán en contra de su propia doctrina social, sino incluso más allá de ella, en un esfuerzo inédito de transparencia. El reconocimiento de estos pecados concretos en su interior harán a la Iglesia pobre y para los pobres.

Apostar en esperanza y acción por otro mundo posible
Mientras dura este mundo no puede haber amor en la Iglesia que no se proyecte, además de en la vida personal lúcida e integradora y superadora del fracaso, en la esperanza utópica, tanto terrena como ultraterrena, ambas iluminadas con apuestas humanas absolutas por proyectos humanos relativos o por la fe que se atreve a sustentar esa apuesta. La Iglesia ha de dar explicaciones de la esperanza escatológica que nos anima a cualquiera que nos pregunte (1Pe 3, 17) y al mismo tiempo sostener firmemente con esperanza que otro mundo es posible, más humano, es decir más amigable.
De cómo aborde Francisco estos desafíos dependerá que su gobierno pastoral pase a la historia como lleno de carisma y de serena y atenta escucha del rumor del Espíritu Santo en las Iglesias y en la humanidad, o se pierda en las brumas de la historia sin dejar la huella que se espera de él. La tarea es gigantesca y llena de obstáculos.
Una gran simpatía frente a la sombra del pasado
En la Iglesia hay hoy una gran cuota de simpatía hacia Francisco. Y también en la humanidad. Ciertamente no es lo único que hay. A juzgar por lo que ha ocurrido en estos primeros días de su gobierno pastoral, dos situaciones es posible que se conviertan para él en un  dolor de cabeza: su gestión como superior dentro de la Compañía de Jesús y su conducta frente a la dictadura militar entre 1976 y 1983.  Respecto a lo primero, a los jesuitas no nos queda más que la verdad, la oración por él y por nosotros, y la disponibilidad para los encargos, si algunos, que nos dé Francisco. Los encuentros entre Francisco y el P. General de los jesuitas pueden estar preanunciando el futuro.
Por lo que toca a su conducta durante los años de la dictadura, es sabido ya cómo se pronunció el Premio Nobel de la Paz de 1980, Adolfo Pérez Esquivel en una entrevista con la BBC: “Es indiscutible que hubo complicidades de buena parte de la jerarquía eclesial en el genocidio perpetrado contra el pueblo argentino...No considero que Jorge Bergoglio haya sido cómplice de la dictadura… Como son las cosas en este mundo, no es improbable que este asunto lo persiga. La mejor manera de solventarlo será su misma actuación en su nuevo puesto. Leonardo Boff lo ha expresado casi lapidariamente: “Lo que importa no es Bergoglio y el pasado sino Francisco y el futuro.” Es evidente que esto no significa absolución sin petición de perdón. Pero también es verdad que Francisco, siendo presidente de la Conferencia argentina de obispos, movió a toda la conferencia a pedir pedrón por no haber hecho lo suficiente a favor de las víctimas durante la dictadura.
El desafío y los deseos no son solo para Francisco sino para toda la Iglesia
La Iglesia, sin embargo, no es solo el obispo de Roma, el sucesor de San Pedro. Es sobre todo el pueblo de Dios, todo él carismático y sacerdotal, todo él seguro y fiel depositario de la fe de la Iglesia, todo él mayor de edad. Este momento de comienzos de 2013 puede llegar a ser una hora de la verdad para toda la Iglesia. Una llamada a la conversión y al testimonio de la jerarquía, pero especialmente de todo el pueblo de Dios, un testimonio que nos haga sencillos y cercanos a este mundo. Desde esa cercanía, la fe podrá recuperar el diálogo con el mundo, como parecen haberlo hecho los gestos de Francisco… Se trata de que en la Iglesia todas las personas estemos a la escucha de los rumores del Espíritu y nos preparemos para un nuevo Pentecostés. La renuncia de Benedicto sigue siendo el gesto más importante que dio inicio a esta hora. De alguna manera son ella y la evocación de Francisco de Asís, restaurador de la Iglesia, las que pueden conducirnos, como signos de los tiempos, a un amanecer después de las tormentas. Esa es la esperanza con que muchas personas y, en especial, parece que mucha juventud, mantienen en esta hora.  Si al menos oyéramos ese rumor que nos dice: ha llegado la hora de despojarnos de la gloria y afirmar que no nos escandaliza Jesús de Nazaret crucificado y resucitado por el Reino. El Reino para los pobres.
La renuncia de Benedicto XVI, reconocimiento de su fragilidad humana
Evidentemente Francisco no estaría hoy entre nosotros a no ser por la renuncia a los 85 años de su predecesor, el papa Ratzinger, Benedicto XVI (2005-2013). En uno de los conclaves más breves de la historia de los papas, Joseph Ratzinger fue electo “obispo de Roma y sucesor de San Pedro” el 19 de abril del año 2005. Casi ocho años después de su elección anunció que se sentía “demasiado débil corporal y espiritualmente para ejercer el ministerio petrino… en un mundo sujeto a rápidas transformaciones y sacudido por cuestiones de gran relieve”. Era la primera renuncia de un papa después de que un monje ermitaño, que tomo el nombre de Celestino V, lo hizo hace más de setecientos años. No se puede negar, por tanto, que Benedicto XVI ha hecho historia. Podríamos haberlo previsto pues había respondido así  a una pregunta de su entrevistador y biógrafo Peter Seewald: “Si el papa llega a reconocer con claridad que física, psíquica y mentalmente no puede ya con el encargo de su oficio, tiene el derecho y, en ciertas circunstancias, también el deber de renunciar”. Esto significa una desmitificación importante del cargo para dejar claro que antes que nada es un humilde servicio y no una ambiciosa apoteosis.
Conflictos en el mundo y en la Iglesia que desafiaron el poder servicial de Benedicto
Como todo servicio personal, la sucesión de Pedro conlleva cierto poder y a veces mucho, incluso enorme poder. El poder es una relación humana creada y puede ejercerse servicial o dominadoramente. En el primer caso, brilla además con autoridad. En el segundo, no. Refiriéndose al servicio de sus discípulos Jesús lo había dicho contundentemente: “No sea así entre ustedes”, como es entre los poderes de este mundo.
Al renunciar, Benedicto habló de su fragilidad. Creo que se refería a una fragilidad para enfrentar dos tipos de problemas: uno en el mundo, el tipo de cultura de la secularidad, del progreso, y de lo que él más rechazaba, el relativismo de la verdad; y otro dentro de la Iglesia: el escándalo de los curas pederastas y, por encima de todo, del encubrimiento de sus delitos, y las luchas de poder y de ambición de dinero alrededor de la curia romana y del Banco del Vaticano, que se habían filtrado en los famosos “Vatileaks”.
El choque con la posmodernidad en la revolución del 68
Hablando del primero de estos problemas, no es posible olvidar el choque duradero que le produjo al teólogo Ratzinger, profesor en Tubinga, la repercusión en su propia cátedra de la revolución cultural de 1968: ¡los estudiantes desconociendo la autoridad de los profesores en la universidad alemana! La posmodernidad estaba requiriendo de los teólogos progresistas, peritos del Vaticano II, como Ratzinger, una flexibilidad mental que los llevara más allá de la amistosa recepción de la modernidad en el Vaticano II. Ratzinger confiesa a su entrevistador, Seewald, su decepción: “Ciertamente estoy también decepcionado… sobre todo de que en el mundo occidental exista ese disgusto con la Iglesia, de que la secularidad siga haciéndose autónoma, de que desarrolle formas en que los hombres son apartados cada vez más de la fe, de que la tendencia general de nuestro tiempo siga siendo opuesta a la Iglesia”. Algunos años antes de su renuncia Benedicto XVI creía todavía poder seguir luchando: “Creo que esa es justamente también la situación cristiana, esa lucha entre dos tipos de amor. Siempre fue así y, en esa lucha, a veces será más fuerte un lado, y otras, el otro”. 
Distanciamiento de la simpatía del Vaticano II hacia el progreso
Y frente al progreso continúa Benedicto XVI en su entrevista: “Actualmente debería iniciarse un grave examen de conciencia. ¿Qué es realmente progreso? ¿Es progreso si puedo destruir? ¿Es progreso si puedo hacer, seleccionar y eliminar seres humanos por mí mismo? ¿Cómo puede lograrse un dominio ético del progreso?” De algún modo, en la selección de sus preguntas, parece haberse alejado de aquella audaz afirmación del Vaticano II, cuando dice que “el progreso temporal…, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al reino de Dios” (GS 39).
La intransigencia frente al relativismo de la verdad
Por último, enfrenta Benedicto XVI el problema de la verdad y el relativismo: “Está a la vista que el concepto de verdad ha caído bajo sospecha. Por supuesto, es cierto que se ha abusado mucho de él. En nombre de la verdad se ha llegado a la intolerancia y a la crueldad. En tal sentido se tiene temor cuando alguien dice que tal cosa es la verdad o hasta afirma poseer la verdad. Nunca la poseemos; en el mejor de los casos, ella nos posee a nosotros. Nadie discutirá que es preciso ser cuidadoso y cauteloso al reivindicar la verdad. Pero descartarla sin más como inalcanzable ejerce directamente una acción destructiva”
Son estos los problemas que desde el mundo al que la Iglesia está llamada a evangelizar, es decir a anunciar una buena noticia, acosaban a Benedicto y que al final parecen haber sido demasiado para sus fuerzas. Por otro lado no tiene Benedicto la contextura intelectual para abrirse a otro modo de ver las cosas, por ejemplo el relativismo, como lo hace José Comblin en su libro póstumo El Espíritu Santo y la Tradición de Jesús:
Hasta hace poco tiempo, para las masas analfabetas o poco menos, Dios era la explicación de todo: de la paz y de la guerra, de la lluvia y de la sequía, de las inundaciones y de los terremotos, de la salud y de la enfermedad, de los accidentes y de la salvación de los accidentes. Para todo era preciso invocar a Dios o agradecerle o hacer penitencia.
Hoy hay explicaciones científicas para los problemas del clima, los problemas sociales, los de salud o los problemas psicológicos. Existen remedios incluso aunque no se puedan resolver todavía todos los problemas. Hay muchas cosas que dependen de los seres humanos… El alcance de la religión debe ser diferente de acuerdo con las condiciones de vida del mundo actual.
El abandono de la religión es el abandono de un tipo de religión, de una religión adaptada al ser humano del neolítico, pre científico, pre técnico. Típico es que los hombres y las mujeres abandonan la religión alrededor de los 14 o 15 años, cuando despierta en ellos la personalidad y el sentido de la libertad, y, al mismo tiempo, descubren los rudimentos de una visión científica del mundo…
En la actualidad vale más que nunca el adagio atribuido a Chesterton: el cristianismo no ha fracasado porque nunca fue aplicado… Una multitud de cristianos ha dejado la Iglesia porque nunca les fue transmitido el cristianismo”.
Desde dentro de la Iglesia, los problemas con los que tuvo que lidiar el papa Ratzinger, fueron la pederastia y sobre todo su encubrimiento, y la dificultad de gobernar con una curia romana impenetrable a las reformas que intentó el papa Pablo VI y dejada a su libre arbitrio por un papa como Juan Pablo II, carismático peregrino por el mundo y no muy interesado en el día a día del gobierno de la Iglesia.
La pederastia y su encubrimiento, problemas angustiosos
Benedicto XVI enfrentó el problema de la pederastia muy pronto en su gobierno, desautorizando radicalmente al sacerdote Marcial Maciel e interviniendo a los Legionarios de Cristo fundados por él. Lo siguió enfrentando en los Estados Unidos, en Irlanda, en Malta,  en Alemania y en otros países y con otros episcopados. Dejó claro que su modo iba a ser, primero, permitir que el problema fuera totalmente público y, segundo, decretar una política de tolerancia cero. Pero es cierto también que, desde su sensibilidad, el problema para él era de “suciedad”, una gran “mancha” que los culpables expandían sobre el rostro de la Iglesia, y que esa misma sensibilidad acentuaba menos  un problema de violación de derechos humanos. Lo cierto es que el permanente desvelamiento de este gravísimo problema en muchas partes de la Iglesia, como un terremoto cuyos temblores nunca fuesen a terminar, y sobre todo del encubrimiento que sobre él tejieron algunos funcionarios eclesiásticos, desgastaron fuertemente su resistencia. De ahí, la apelación en su ancianidad a la fragilidad de su vigor físico y espiritual.
La piedra de escándalo en la curia romana
En los dos años últimos de su gobierno pastoral, el acceso a la realidad de ambiciones financieras y luchas de poder al interior de la curia romana y en los alrededores del Banco del Vaticano, llevaron al papa Ratzinger a un conocimiento de la corrupción que amenazaba desde dentro a la Iglesia. Otra verdadera piedra de escándalo. El hecho de que las intrigas llegaran hasta su propio escritorio y que su mismo mayordomo sustrajera papeles confidenciales de él y los entregara para que fueran objeto de publicaciones sensacionalistas, colmó probablemente su capacidad. Nombró un trío de investigadores, tres cardenales octogenarios –por consiguiente lo más alejados posible de la ambición y las intrigas movidas por la eventual sucesión del mismo Benedicto- y reservó al nuevo papa los hallazgos de esta comisión.
Nombró funcionarios pero no pudo reformar la estructura
Benedicto XVI realizó cambios importantes de personas al frente de las oficinas de la curia romana. El secretario de Estado, su antiguo lugarteniente en la Congregación de la Fe, el salesiano italiano Bertone; el presidente de la congregación de obispos, el canadiense Ouellet; el de la congregación de religiosos, el brasileño Braz; los de la congregación de la fe, primero el estadounidense Levada y finalmente el alemán Müller; el director del Secretariado de Justicia y Paz, el ganés Turkson; el del Secretariado de la familia, Paglia (un miembro de la  Comunidad de Sant Egidio, postulador vaticano de la causa de Monseñor Romero); el del Consejo de la Cultura, el también italiano  Ravasi, y muchos más, fueron nombramientos suyos. Aparentemente, sin embargo, no logró conquistar la estructura misma de la Curia y las corrientes que la mueven y la dividen. Dice el teólogo González Faus que tenía Benedicto la intención de llevar a cabo una reforma magna, que en la curia no hubiera obispos como empleados, pero que no pudo superar la oposición de la misma curia.
La permanencia de su oposición a la Teología de la Liberación
Nunca logró abrirse Benedicto a la auténtica naturaleza de la Teología de la Liberación, es decir a la visión de Dios, de Jesucristo, del Espíritu Santo, de la Iglesia, de la humanidad, del pecado, de la gracia, de la escatología, y de todos los demás temas de la teología desde el punto de vista del amor (intellectus amoris) y de la compasión (intellectus misericordiae). Sí se abrió a la opción por los pobres. Pero en el fondo de su gestión estuvo sobre todo la preocupación por Europa y su descristianización. Y esa preocupación dejó en segundo lugar al mundo de los pobres y a la denuncia de las causas de la pobreza. Incluso el amor lo vio desde el punto de vista de la verdad y no al revés, la verdad desde el punto de vista del amor, como lo muestra su tercera encíclica, “La caridad en la verdad”, que relee de una manera transformadora el texto de la carta a los Efesios (4, 15) que dice así: “caminando en la verdad y el amor, crezcamos hasta alcanzar del todo al que es la cabeza, Cristo”.
La tradición doctrinal y la tradición del seguimiento
Como dice José Comblin en su libro póstumo, El Espíritu Santo y la Tradición de Jesús, existen dos modos de entender la tradición: uno es la tradición religiosa, que incluye la doctrinal, y otro la tradición del seguimiento de Jesús en la vida, es decir la tradición de las personas santas,  proféticas y renovadoras, como un Francisco de Asís, por no citar sino al más venerado de todos, o una Juana de Arco. Incluso Benedicto no puede cristianamente soñar otra cosa cuando escribe que: “… la traducción intelectual presupone la traducción existencial. En tal sentido son los santos los que viven el ser cristiano en el presente y en el futuro, y a partir de su existencia el Cristo que viene”, desde su resurrección, “puede también traducirse de modo de hacerse presente en el horizonte de comprensión del mundo secular”.
La elección de su sucesor, Francisco, inspirado en Francisco de Asís, talvez lleve a la Iglesia más por el camino de la tradición de Jesús, de los seguidores de Jesús, los santos y santas, que por el camino de la tradición de la doctrina. Sin embargo, en la Iglesia no es posible caminar sin una síntesis de ambas tradiciones, sin vivir de los santos y con una teología de la santidad, sin vivir para los pobres y con una teología de la pobreza que la denuncie y busque su superación, mientras se construye la nueva civilización de la pobreza y del trabajo.     

Sigla usada poco conocida
DA = Documento de Aparecida

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