*Irving
Cordero
Cuando las luciérnagas se encendían en mi infancia le pedía a mi madre que
las capturara para coleccionarlas en un vaso oscuro, pero su luz se apagaba,
fue cuando la vida me enseñó la primera lección de libertad.
Entonces el destino me iba tejiendo un laberinto interno en los claustros
de los colegios cristianos, ahí por primera vez escuché el “deber hacer” desde una regla amenazante y fue cuando me rebelé
agujereando con el grafito de un lápiz las ilustres fotos de la sagrada
familia, le pinté bigotes a La Salle y luego mi madre abochornada en la
dirección justificaba mis dones artísticos.
En el colegio había niños cuadriculados de repetir las tablas matemáticas y
otros tartamudeaban la gramática castellana vomitando grafías a la hora de
recitar de memoria el abecedario. Yo, en cambio, observaba a lo lejos los ojos
cafés de Miriam, libres, remontando el vuelo hacia un cielo que absorbía desde
su mirada.
Recuerdo la primera rebelión en mi aula de clase cuando ensarté con la
punta de mi lápiz la pupila de aquel niño sentado contiguo a mi pupitre, inaugurando
así la revolución contra el futuro tirano que nos coscorroneaba.
Cabe recordar que sin conocer de física
cuántica, me transformaba fortuitamente en receptor y emisor de energía del pasado
y del futuro, cuando al abordar mi autobús escolar chocaba la tribu amparada en
la cantidad contra mi individualidad.
Es cierto que a veces me llevaban los
domingos a los juegos de béisbol y miraba en la pantalla el marcador, rogando
que finalizará el partido para acallar a la fanaticada que se derrumbaba en mi
tímpano.
Otras veces, flirteaba ante el coqueteo de las olas, que sabían
abrigar mi corazón de niño, mientras construía en la arena un castillo con las
cenizas de la tarde, respetuoso de los silencios personales porque reconocía en
ellos el anonimato de las palabras de una idea madurándose.
Pero cuando las palabras
terminaban alejándome, me auxiliaba del
silencio con los ojos hacia adentro para conectarme con la humildad del pensamiento
desde mi naturaleza humana, porque el ego es un tumor del alma.
La vida es un proceso constante de
descubrimientos y asombros, el éxito del creador radica en descifrar el
espíritu de su época para transformarlo. Múltiples latidos del alma se van
abriendo como pétalos de rosas que absorben el néctar a través de las mariposas.
El proceso individual es único e
irrepetible como el de nuestra huella digital que a un click hacemos caber
nuestros nombres en una morada musical para diseñar nuestra sinfonía y no las
pregonadas consignas que terminamos repitiendo, divididos como los pájaros que
trinan en la distancia con una resaca por las madrugadas sin olor a dios.
Un latido y otro latido, pendiente con
el pecho abierto, es la obra que se abre sin demora ni a destiempo, un ave roja
que construye cielos sin cautiverios con el ritmo de nuestra esencia
libertaria.
En mis recuerdos colecciono rostros
tristes, anónimos y prisioneros en los andenes que se prolongan en mi memoria y
se disipan en silencio, a esa hora pruebo sorbos de avena para pasar el
sinsabor de la impotencia.
Sin embargo, esta vez no seremos
padrinos de duelos entre hermanos, ni promoveremos una cultura de muerte entre
los muertos, los tiranos mueren cuando nace una esperanza, la esperanza nace en
un tablero de ajedrez con la idea precisa y el movimiento perfecto.
Sólo así cuando nuestros corazones
hayan madurado ante la indiferencia de una tarde que esfumó tantas siluetas sin
rostros, podremos reencontrarnos para escuchar el primer latido de nuestros
múltiples latidos.
*Escritor
y abogado
11/04/2013
irvincordero@gmail.com
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