Pedro García
Domínguez
Me nacieron en esa generación «de un
tiempo loco que cobraba nuestra supervivencia en monedas de espanto», como dice
Francisca Aguirre. Llegamos al incipiente decenio de los 60 con la mente luminosa
y una insaciable avidez de alegrías en una España gris y ya convulsa. Las
asambleas se sucedían en la madrileña Facultad de Medicina, poseídos por la
avidez de libertad fraterna que manaba de las soflamas matutinas de un Agustín
García Calvo visionario lúcido, heterodoxo y marginado, que naturalmente
proclamaba la única solución posible y realista: la utopía, que no tardaría en
llegar. La mayor parte de nuestro tiempo lo pasábamos en la biblioteca de la
Facultad de Filosofía y Letras, en la mesa del fondo, junto al ventanal, que
jocosamente denominábamos el ‘pudri’ (pudridero), donde César Ballester leía
ávidamente su último hallazgo, un volumen de la revista Escorial con poemas de Hölderlin, traducidos por genial María Luisa
Gefaell —esposa de Luis Felipe Vivanco—. «Es raudamente pasajero todo lo
celestial, pero no en vano»; o en
la muy codiciada biblioteca del Instituto de Cultura Hispánica, donde había que
hacer cola para conseguir un asiento. Cultura Hispánica —así lo llamábamos—
poseía un bar glorioso, frecuentado por gente de letras llegados de América, de
la América hispanohablante. Allí te encontrabas con Borges, Ernesto Cardenal,
Carlos Martínez Rivas, Luis Rocha, Pablo Antonio Cuadra, José Coronel Urtecho;
también con Pepe Hierro, Luis Rosales, Buero Vallejo, Carlos Barral, Paco Umbral
—que trabajaba allí, en Mundo Hispánico—
y muchos otros. Un día a la semana, ¿los jueves? aleatorio, acudíamos a la Tertulia Literaria Hispanoamericana, que
habían fundado el poeta español Rafael Montesinos y el nicaragüense Ernesto
Mejía Sánchez, que fue quien tuvo la idea y Montesinos la de registrarla a su
nombre, en 1952. En una de estas
tertulias literarias, en la que leyera el inefable Juan Pérez Creus —acompañado
de su despampanante esposa, Milena Vujic—, que por entonces ya había escrito
los poemas satíricos de Maese Pérez y
difundido el flagelante:
Montesinos: bulerías,
soleares.
Siempre nones, nunca pares
y un amagar y no dar
al Cantar de los
Cantares.
Recuerdo el año perfectamente —por una
regla nemotécnica infalible—. A esa Tertulia Literaria acudió Antonio Gala
acompañado de un apuesto joven poeta nicaragüense, Francisco de Asís Fernández Arellano
sagaz, de nobles ademanes y belleza exótica. Yo estaba acompañado de Ignacio
Gómez de Liaño y César Ballester. Después de la lectura poética de Juan Pérez
Creus, solíamos, por aquel entonces ir a beber unos chatos de vino a la fábrica
de cervezas conocida como el Laurel de
Baco, que la guasa castiza madrileña antifranquista había rebautizado El Laurel de Paco, frente al Arco de la
Victoria, en el paseo de San Bernardino, hoy Isaac Peral, donde había un
inmenso merendero. La tertulia habría terminado a las 20.00 h y los que
decidimos ir, emplearíamos en llegar unos 15 minutos, paseando por la Ciudad
Universitaria. Recuerdo que Ramón Pedrós acompañaba alucinado a Milena; mientras nosotros tres hacíamos amistad con
un grupo de poetas nicaragüenses. Antonio Gala nos comunicó que al día
siguiente se estrenaba una obra suya, Los
verdes campos del Edén, y eso ocurrió el 20 de diciembre de 1963, en el
Teatro María Guerrero, lugar y día del estreno. Luego los hechos que narro
ocurrieron el día anterior. Cuando llevábamos ya varios chatos y cervezas, a
Rafael Montesinos y a Marisa se les ocurrió convocar un juego escatológico de
la güija, que estaba de moda. Yo lo desconocía y me tuvieron que explicar de
qué se trataba. Cuando lo supe me retiré a otra mesa y conmigo Carlos Martínez
Rivas y el resto de los nicaragüenses. Oímos la voz poderosa de Fernando
Quiñones, que sugirió invocar en el tablero, el espíritu de Federico García
Lorca. Súbitamente, Carlos Martínez Rivas se levantó y se pasó a la mesa de los
nigromantes, impelido por un deseo irrefrenable. A prudente distancia
presenciábamos el ajetreo de las manos, de la copa y de los cuerpos, en
permanente vaivén.
— ¿Eres Federico
García Lorca? Preguntaba Montesinos y la copa se iba al SI, con la emoción
contenida de los intrépidos nigromantes.
— ¿Dónde estás? Y
la copa recorría el alfabeto.
—E N E L M AS A L L A, leían emocionados.
— ¿Y qué hay en el
más allá?
—
U N D E S
C O M U N A L S I L E N C I O. A cuantos vi, incluido yo mismo, se les demudó
la color. Hubo un descomunal silencio
y montesinos cerró el tablero de la güija y se lo entrego a un camarero.
Solamente, pasado los meses volvimos a hablar de la
célebre güija.
Así nació una
amistad entrañable que dura. De la que aún hay mucho que narrar.
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