En Nicaragua los glotones de la política han comido
toda la vida a dos carrillos
Sergio Ramírez escritor
Cuando en su
Epístola a Juana Lugones Rubén Darío recuerda con sabrosa nostalgia que ha
gustado bocados de cardenal y papa, vamos de cabeza a la famosa y ya manida
frase bocatto di cardinale, que evoca lo más delicado y exquisito que alguien
puede llevarse a la boca; pero también me hace recordar una pieza de repostería
que se vendía por las calles de mi pueblo natal de Masatepe, que se llamaba
bocado del papa; y existe así mismo en Nicaragua el Pío Quinto, marquesote de
maíz bañado con atolillo de maicena. También hay en España otro dulce andaluz
de chuparse los dedos, el Pío Nono, original de Granada, un bizcocho cubierto
con una crujiente capa de crema. No pocos historiadores del arte de los fogones
suponen que semejantes delicadezas salieron de las cocina de los conventos
donde las monjas se afanaban en días festivos para halagar el paladar de
canónigos y obispos de mejillas carnosas y sonrosadas, ya que no podían sentar
siempre en sus mesas a los cardenales del sacro colegio, y jamás al Papa, tan
lejano en Roma.
Verdadero sibarita. Rubén nos ha dejado abundantes evidencias de que fue
un verdadero sibarita, como los cardenales del renacimiento que inspiraron la
frase bocatto di cardinale antes apuntada, no sólo en el comer y en el beber,
sino también en el vestir, un hombre de refinado buen gusto que no ahorraba ni
en seda, ni en champaña ni en flores, como confiesa en la misma Epístola, donde
dice, además:
Me complace
en los cuellos blancos ver el diamante. Gusto de gentes de maneras elegantes y
de finas palabras y de nobles ideas. Las gentes sin higiene ni urbanidad, de
feas trazas, avaros, torpes, o malignos y rudos, mantienen, lo confieso, mis
entusiasmos mudos'
Este es un
sibarita retratado de cuerpo entero, que en el mismo poema se confiesa un
nefelibata, término este último que designa a quien camina siempre entre las
nubes, con los pies lejos de las asperezas del suelo terrenal, en busca de
capearse de ser herido por las mezquinas intrigas que, como en el caso de
Rubén, llegaban a buscarlo hasta el refugio de su piso de la rue Marivaux
en París, donde vivía cuando escribió esta confesión autobiográfica que es la
Epístola. A pesar de todas sus precauciones, cuando se trata de toda esa
caterva de intrigas, rencores, envidias, se confiesa siempre indefenso. Un
sibarita nefelibata, dos palabras que son parte de la pedrería del lenguaje
modernista.
La silla del poder. Los sibaritas, que nos heredaron el vocablo, se dice
que fueron los habitantes de Sibaris, un pueblo griego tan inclinado a
regalarse con placeres, que había enseñado a bailar a sus caballos de guerra al
son de la música, afición de la que tomaron ventaja sus enemigos para
derrotarlos, pues durante una encarnizada batalla no hicieron más que allegar
una orquesta y ponerla a tocar aires festivos, con lo que al oír aquel concierto
de trompetas, chirimías, cornos y tambores, los caballos rompieron filas y
encantados de la vida se pusieron a bailar, sin cuidarse de los jinetes que
fueron lanceados a gusto.
En esto, ya
se ve que los sibaritas de origen eran a la vez nefelibatas, por ingenuos, lo
que prueba que ambos términos no son contradictorios para nada. Pero ya se sabe
que quienes retienen por fuerza o por maña el cetro en la mano, y pugnan por
quedarse hasta su vejez sentados en la silla del poder, tan mullida y tan cómoda,
son los que saben hacer bailar no solo al caballo, sino también al jinete, esta
vez con el dulce y armonioso sonido de las monedas de oro; áureo sonido, como
diría Rubén, pues no hay manera más eficaz para desconcertar una batalla
política, sobre todo si es electoral, que la corrupción, tan en boga en
nuestros tiempos.
Un gourmet. Pero también Rubén era un gourmet. El gourmet
goza comiendo, saborea a fondo cada bocado, usa su paladar como instrumento de
placer, y no es de ninguna manera un goloso que devora de manera desbocada y
busca rellenarse la tripa hasta decir no más. Estos son los gourmands, o
sea, los glotones, culpables de gula, uno de los siete pecados capitales, y que
se exponen, por tanto, a ser abrasados en las llamas del infierno como los personajes
de aquella inolvidable película de Marco Ferreri, La grande Bouffe (La gran
comilona) donde los personajes, cuatro viejos amigos, se encierran a hartarse
hasta morir reventados, el más singular de los suicidios. Por supuesto que
Rubén nunca fue un glotón, porque eso contradice las estrictas reglas del
sibaritismo, y un nefelibata, de paso ligero entre las nubes, tampoco se harta
hasta caer morado.
En su
delicioso libro Lectura y locura, el gran humorista y narrador inglés
G.K.Chesterton cita una frase de Víctor Hugo: “se dice despectivamente que el
poeta está en las nubes; pero el rayo también lo está”. Muy apropiada llamada
de atención. El nefelibata que fue Rubén también soltaba desde las nubes rayos,
a la manera olímpica del viejo padre Zeus, como en su muy mentada Oda a
Roosevelt. Y en su prólogo a Cantos de vida y esperanza afirma que se ocupa de
la política, porque la política es universal. Y humana. Y como al viejo
Terencio, nada de lo que es humano le podía ser ajeno.
Ocurrencia política. Sus escritos sobre política son muchos, y dan para un
libro entero, pero el suyo fue un asunto de opinión, nunca de participación.
Menos en su tierra natal, donde los gourmands de la política, glotones
de marca mayor, han comido toda la vida a dos carrillos. A esos comelones sin
medida, Rubén los comparaba con Falstaff, el insaciable personaje de
Shakespeare, y con Sancho, el fiel pero tragón escudero de don Quijote.
Cuando
regresó en triunfo a Nicaragua en 1907, un club de artesanos de la ciudad de
León tuvo la ocurrencia de lanzar un manifiesto proclamándolo candidato a la
presidencia de la república. A los escritores se les suele juzgar aptos para
ser presidentes en tierras de nuestra América, lo que no pocas veces resulta en
graves equivocaciones. Mi maestro el doctor Mariano Fiallos Gil,
recordando el mencionado episodio, escribiría años después: “¿Qué hubiera sido
del pobre cisne entre tantos gavilanes?”. Ya podemos imaginarlo. Se lo habrían
comido crudo y sin recato.
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