Por Mildred Largaespada
Llueve y llueve sobre lo llovido y la vida de alguna gente se transforma de manera definitiva. Otra gente padece estas lluvias en distintos planos: salen más goteras a los techos de sus casas, llegan tarde y mojados a sus lugares de trabajo, el alboroto vehicular produce algún choque, o no podés continuar tus actos de campaña electoral.
Pero eso no daña tu vida. Son contratiempos, son eventos efímeros. Es una molestia.
Para otra gente, un solo día de lluvia es el principio de algo trágico y conocido, de un suceso que han escuchado narrar a su padre, que ha sido transmitido por la teta de su madre. Para esta gente las primeras gotas que caen significan que van a empezar a cabalgar en uno de los eslabones de una cadena sin fin, la cadena de la exclusión permanente.
Eslabón tras eslabón, desde que nacen hasta que mueren, saben que vendrá una lluvia que se lo llevará todo. Habrá el evento de las primeras gotas cayendo y sentirán un respingo de alerta, luego el agua que no cesa se convertirá en premoniciones tristes, la correntada arrastrará sus casas, animales, sembrados, amistades o hijas e hijos.
Quizá comiencen a caminar por el lodazal o con las aguas hasta la cintura hacia algún refugio, sus nombres de pila ya no existirán porque se convertirán en damnificadas y refugiados. Se pondrán ropa usada donada por gente buena. Estirarán el brazo con la mano abierta para pedir comida. Mucha gente pensará durante algunos días en sus tragedias, y experimentarán la solidaridad porque alguien les ayudará.
Pero no se olvida tan rápido la sensación del agua hasta tu cintura, ni la imagen de la primera pared de tu casa que se fue arrastrada por la corriente. Ni se olvida el olor y la vista de la mierda saliendo de las letrinas y flotando y amenazando con rozarte el cuerpo. Ni el gesto de mirar hacia atrás y ver a toda tu comunidad caminando derrotada cargando los motetes. Ni el susto mojado, sí, susto mojado.
Luego, lueguito, todo volverá a ser igual como antes. Empezarán a habitar en la siguiente pieza de la cadena bien aceitada, pulida con exactitud para que calce en el engranaje, en lo que les han dicho que es su vida, la única a la que tienen oportunidad de acceder.
Ahí está esta gente en las fotografías. Unas de Nicaragua, otras de El Salvador. Es la misma gente de siempre, para quienes los fenómenos climáticos son desastres vitales. Los fenómenos naturales, como esta lluvia sin fin que estamos viviendo, se convierten en desgracias por irresponsabilidad de algún acto humano. En estos momentos asistimos a la consecuencia fatal de algún gobernante, o de algún delegado del gobernante, que no supo prevenir.
Se les pedirá que regresen a sus casas, a sus tierras. Se les dirá que vivan en el siguiente eslabón, que se cuiden. No existe en la cadena alguien que les dé un pedazo de tierra seguro, no hay una ley en el sistema que prohíba vivir cerca de, o en los lechos, de los ríos, al lado de una loma, cerro, volcán.
No existe nadie en el poder que materialice el enojo, enfado, ira, decepción, angustia, de toda la gente que está viviendo, y la que observa, esta situación que parece interminable. Porque no existe el acto humano en quienes administran el poder que hace detenerlo todo y decir con firmeza: No es un asunto de auxiliarles, es una decisión política de intervenir de una vez por todas para que esto no vuelva a suceder.
Así la lluvia acabe hoy mismo o mañana, mucha gente sabe que en algún momento próximo vendrá ese respingo de alerta al sonar de las primeras gotas de lluvia al caer sobre el tejado. Y todo volverá a continuar.
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