Onofre Guevara López
Pese a la limitada observación de la OEA y la Unión
Europea, y la marginación oficial de observadores locales, son incontrastables
las evidencias sobre el fraude electoral del 6 de noviembre 2011. Sin embargo, a
la oposición le pasa igual que a la familia del muerto: todos les dan sus
condolencias y ofrecen su apoyo moral, pero nadie le puede aliviar su tragedia.
Por su lado, el autor del fraude hace de todo para
convencer que hubo comicios limpios. Para
eso, dispone de la ayuda de sus aliados del exterior, los cuales reproducen su
versión y omiten todo dato sobe el fraude, como el arranque de la ilegalidad
del proceso electoral con la candidatura inconstitucional de Daniel Ortega.
Sus aliados transmiten la versión de Ortega hacia sus
pueblos, junto a la versión que tienen sobre su propio país, y la hacen creíble
en la medida de su propia influencia sobre ellos, y según el grado de adhesión política
e ideológica que tengan respecto a sus líderes. Son los casos de gobiernos del
Alba, principalmente Venezuela, Cuba, Ecuador y Bolivia.
Otro escenario es el de los organismos internacionales,
en donde ambas versiones constituyen material de agenda, no siempre muy cercana
al verdadero y retorcido curso legal que en Nicaragua tomó el orteguismo para
llegar al fraude. En la OEA, hay choque de versiones, y en la reciente cumbre
fundacional de la Celac, sólo hubo la versión de su autor y beneficiario,
Daniel Ortega.
En nuestro país, el fraude se consolida a causa del dominio absoluto que sobre los Poderes del
Estado ejerce Ortega –en primer lugar, del corrupto Consejo Electoral—, y la
cada vez menos disimulada parcialidad de la Policía y el Ejército. Por otra
parte, la oposición continúa dividida, igual que previo a los comicios, aunque varió
su correlación de fuerzas –ahora con la Alianza PLI al frente—. Por ese motivo,
el orteguismo ha centrado sus enconados ataques, acusaciones y persecuciones contra
la Alianza-PLI, también por su denuncia del fraude y el no haber podido humillarla
aún más electoralmente –pese al enorme fraude— como le hubiera gustado hacerlo a
Ortega, por su odio a los sandinistas del MRS.
Si previamente a las elecciones los niveles de
organización opositora en su conjunto, y de cada partido, no fueron eficientes,
después de efectuado el fraude, tampoco pudieron conducir el descontento
popular hacia las protestas permanentes y sólidas, como para crear una
situación en la cual el gobierno se viera obligado a pagar algo por su delito
electoral.
Entre sectores de oposición hay tendencias hacia
soluciones que, efectivamente, no son tales. Una es el no acceso de los
diputados electos de la Alianza PLI a sus curules, y la otra, esperar que desde
el exterior impidan el reconocimiento del gobierno de Ortega. Esta última
tendencia es decadente y refleja en minoría un pasado de renuncia a la soberanía
y a confiar en que fuerzas externas resuelvan lo que le toca resolver a los nicaragüenses.
Cazando oportunidades están algunos sectores de la ultraderecha
gringa y de representantes reaccionarios en su Congreso, los que –en supuesto
apoyo a la democracia y al burlado pueblo nicaragüense—, le hacen más daño que
bien a la causa democrática anti orteguista. Es fácil advertir que con esa su
actividad, de ampararse en una justa causa, encubren su tradicional política injerencista.
Y tan malo como eso, es que su campaña le sirve a Ortega
para –perversamente— pregonar que las demandas de los nicaragüenses son
orientadas por esas fuerzas derechistas externas. Incluso, dijo en la cumbre de
Caracas, que las protestas contra el fraude son pagadas por el gobierno
estadounidense. Con ello pretende presentar a toda la oposición –sin matices de
ningún tipo— como una fuerza reaccionaria pro imperialista. En cambio, a sus seguidores
los presenta como la fiel y única representación del pueblo –también sin
matices—, ocultando bajo su retórica a quienes medran a la sombra del Estado, a
violadores, ladrones y traficantes de influencias. Su cliché no tiene aristas:
“nosotros los revolucionarios”, y ellos “los oligarcas, agentes del
imperialismo y sus voceros en los medios de comunicación de la derecha.”
Ortega busca al menos tres objetivos: a) cobijar su
fraude bajo la protección del patriotismo latinoamericanista; b) victimizarse como
supuesto objeto de una “conspiración desestabilizadora financiada por el
gobierno norteamericano”; y c) desviar la atención de gobiernos y pueblos de sus
propias violaciones constitucionales, hacia la “conspiración”, para que le justifiquen
y apoyen.
El desprestigio que Ortega busca para los reclamos contra
sus aberraciones, le permitiría seguir haciendo el negocio de su vida: la cooperación
del Alba manejarla por él de forma privada, sin aportar nada a esa entidad,
aparte de sus discursos demagógicos antiimperialistas y de su solidaridad
verbal.
No hay nada que el clan Ortega-Murillo no maneje con ese fin. Desde su prédica “cristiana”
a su falsa orientación “socialista”. Entre esos extremos, maneja un discurso
“ideológico-religioso” en el cual “el gran líder” aparece como predestinado por
la divinidad a normar y representar la voluntad del pueblo. Canoniza su
liderazgo y manipula el hambre y la humidad de la gente, para permitirse actuar
sin recato por sobre todo orden legal, justificándose con el criterio de que la
voluntad popular –la cual el clan “representa”—
es superior a cualquier ley, y para “hacer cualquier cosa con tal de no
ceder el poder”, porque “la revolución” es fuente de derecho.
Varios factores permiten que la demagogia del clan se mantenga:
los recursos económicos venezolanos; la tradición oportunista de algunos
partidos políticos; la pobreza generalizada, que le permite medrar a su nombre,
y la poca organización de los sectores obreros y campesinos. Su bajo nivel de
desarrollo político, ideológico y organizativo les hace ser víctimas y
clientela a la vez, de la política usurpadora del clan Ortega-Murillo.
Pero, en amplios sectores populares y capas medias,
existe convicción de que orteguismo es sinónimo de oportunismo, mentira y
manipulación. Por eso, la lucha continúa.
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