Onofre Guevara López
El período más irracional del mundo
contemporáneo lo sufrió la humanidad entre el tercero y la mitad del cuarto
decenio del Siglo XX, cuando regímenes nazifascistas de Alemania, Italia y Japón
–con España a estribor—, la hicieron navegar en su propia sangre en la Segunda
Guerra Mundial. Más de 60 millones de
personas sacrificadas. Junto a la colonización de África, el capitalismo
cometió entonces su más grande crimen.
Esos regímenes uniformaron a sus matones. Y
no hablo solo de sus ejércitos, sino de sus partidarios, quienes, con uniformidad
de fanatismo y de “camisas pardas” y “camisas negras”, complementaron la
barbarie quemando libros, persiguiendo, capturando, torturando y matando a
millones de personas. ¿Por qué? Porque, al contrario de ellos, deseaban una
humanidad libre, sin pensamiento uniformado.
Otros regímenes enarbolando causas humanistas
de liberación social, buscaron la uniformidad con el pensamiento del jefe. José
Stalin, dirigente revolucionario en la llanura, en el poder encarnó en el creador
único de ideas geniales y sabias, por lo cual se merecía todo el culto posible
de las mismas masas a las cuales les había robado su protagonismo en la
revolución.
Stalin creyó –y sus partidarios de todo el
mundo lo creímos también de alguna forma—, que solo Stalin tenía la fórmula exacta
para construir el socialismo. Experiencia frustrada durante setenta años con su
capitalismo de Estado para, finalmente, terminar a la par del capitalismo, y
hasta un poco más atrás. Sin embargo, el estalinismo no uniformó a su gente con
ningún trapo de color distintivo.
Con las diferencias impuestas por el
desarrollo histórico, han surgido constructores dizque del “socialismo del
Siglo XXI”, los cuales están imitando el culto a la personalidad de Stalin y, en
cierto modo, lo están empeorando. Le emulan en cuanto a que se construyen imágenes
de mesías “revolucionarios” que uniforman
el cuerpo y la mente de sus partidarios, con un ipegüe que Stalin no se dio: construir
su culto con los símbolos y los rituales tradicionales de la religión ortodoxa.
Ellos, en cambio, utilizan los símbolos y los rituales de la religión católica.
En cierto sentido, en la URSS mantuvieron a
las masas emulando el suplicio de Tántalo: el socialismo como el plato de
comida discursivo, repetido un sus narices, pero sin llegar a degustarlo. En
Venezuela les adulteran el socialismo a las masas; en Nicaragua se lo bautizan como
“cristiano y solidario”. Aquí les lanzan programas sociales para que no se
ahoguen en la miseria heredada del neoliberalismo, pero sin sacarlas de la
pobreza, de la ilegalidad, del autoritarismo y de los fraudes electorales.
Entre tanto, no cesan de enriquecerse con el poder.
Agregados a esos costos, sus adláteres les hacen
creer a las masas que su jefe es genial y sabio; indispensable y omnipotente;
bendecido y prosperado por Dios. Lo encarnan en el pueblo y al pueblo lo
encarna en él: es el “pueblo presidente”. Suficiente para que las masas se
sientan con poder, pero renunciando a pensar por su cuenta. Para eso llevan el doble
uniforme: en el cuerpo y en la mente.
El clan Ortega-Murillo siempre ha hecho practicar
la uniformidad a sus partidarios. Acaban de presentar a sus concejales
uniformaditos, sin decir palabras necias, porque el pensamiento del clan, lo
expresan los alcaldes, que para eso fueron “elegidos”.
Con los concejales uniformados están probando
que la poesía esotérica-religiosa-mesiánica recitada como rosario en iglesia, es
más creativa que las ideas de los comandantes, pues en Venezuela los
partidarios forman una enorme mancha roja, y en Nicaragua son uniformados con camisetas
a rayos multicolores en pecho y espalda.
Ante este espectáculo
uniformado, alguien ha de sentirse tentado a pensar en que es mejor así, ver a
los concejales uniformaditos y calladitos, que ver a las turbas uniformadas en
las calles con piedras y garrotes, utilizándolos uniformemente contra “los
enemigos”. Aunque, en verdad, mejor sería verlas diferentes y libres de
pensamiento.
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