LAS TCI
Pedro García Domínguez
«El
instinto social de los humanos no se basa en el amor a la sociedad, sino en el
miedo a la soledad..»
Arthur Schopenhauer
Vivimos en una
etapa de la Historia de la humanidad tan fecunda y dinámica en la aplicación de
los vertiginosos avances de la Ciencia, es decir en la técnica y más
concretamente en las Tecnologías de la
Comunicación y de la Información (TCI),
que han fulminado con extraña celeridad las nociones de espacio y
tiempo. Nos comunicamos en un instante con cualquier persona, sin tener en
cuenta en qué lugar del mundo esté. Dos instrumentos lo hacen posible: las
computadoras u ‘ordenadores’ y el
teléfono digital (celular o móvil). Ambos artilugios, sin los cuales no
sabríamos, ni podríamos vivir hoy en día, que en el mundo civilizado, han
modificado nuestros hábitos y costumbres seculares, sociales y acelerado el
vertiginoso avance de otras tecnologías, como la cirugía (teledirigida,
incluso); nuestros hábitos y costumbres
laborales, pues ya no necesitamos una misma y común oficina de trabajo desde la
que trabajar. El periodismo, por ejemplo, lo podemos ejercer desde cualquier
lugar de la dilatada y anchurosa faz de la Tierra. Es más, es mucho mejor
hacerlo así. No necesitamos residir ni acudir a una misma oficina cada día de
nuestra vida laboral.
El
Imperio Romano, desde el siglo II a. C. lo entendió así, y conectó todo su
dilatado Imperio desde Iberia y Albión a Petra y Abú Simbel con una red de
rutas de superficie, llamadas ‘vías’ o ‘calzadas’. Cuando en el siglo V d. C.
la red de vías o calzadas romanas, que comunicaban los confines del Imperio con
Roma se deterioró y en muchos casos desaparecieron, el Imperio Romano se
derrumbó y sucumbió a la barbarie. Una lección, que, como todas los demás de la
Historia, no hemos ni asimilado ni aprendido.
En
realidad, en lo único que hemos progresado o modificado nuestra existencia,
para hacerla más grata y llevadera es única y exclusivamente en la satisfacción
de uno de nuestros impulsos primordiales, consistente en economizar el esfuerzo
físico, lo que denominamos, ley del
mínimo esfuerzo, consistente en apretar un botón y que se lave la ropa, se
encienda la luz, el televisor, salga el agua de la ducha y un sinfín de cosas
que tan solo hace unos años —o en otras latitudes, hoy en día — requerían o
requieren el empleo de mucho tiempo y recorrer distancias considerables, con un
esfuerzo físico penoso. Ahora bien, lo que no hemos sabido controlar ni
economizar son nuestros instintos animales —ni el de nutrición ni el de
reproducción ni el de conservación— que van unidos a nuestra propia estima, a
la satisfacción del ego y a nuestro equilibrio psicológico y por lo cual
tampoco sabemos ni podemos controlar nuestras filias y fobias: el amor, el
odio, los celos o el FANATISMO. En esto no nos diferenciamos de nuestros
antecesores del Calcolítico.
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