FILIAS Y FOBIAS
Pedro García Domínguez
Puedo asegurar,
sin temor a equivocarme, que jamás he envidiado la posición ni la condición de
persona alguna, salvo la de Juan Pérez Mercader conspicuo astrofísico de la
NASA, cuyo saber codicio inútilmente. A este sabio, le pregunté un día que
cuánto duraba la existencia de los seres humanos idealmente; a lo que con toda
naturalidad me respondió: «Como todos los mamíferos, ‘tantos’ millones de
latidos del corazón. A ciertos animales como al elefante o la tortuga, el
corazón les late con gran lentitud y su longevidad es considerable y a otros,
como el ratón o el perro, les late mucho más rápido que al hombre y lógicamente
viven menos, en la misma proporción que sus latidos.» Lógicamente, he olvidado
el número de millones de veces que late nuestro corazón, pues, al contrario de
lo que dice la ‘sabiduría’ popular, yo
sí creo que «el saber ocupa lugar» o por lo menos neuronas; y tanto los latidos
de nuestro corazón, como nuestra actividad mental están regidas por nuestro
sistema nervioso. De modo y manera, que sin temor a equivocarme, puedo asegurar
que nuestra longevidad depende de nuestro equilibrio psicológico es decir de
nuestro sistema nervioso.
Ahora bien, el equilibrio de nuestro
sistema nervioso, depende de la información y de la comunicación que recibimos
del exterior. Dicho de otro modo, de la opinión que los demás tienen de
nosotros. Esta clase de información la recibimos por los cinco sentidos
especialmente por el oído, la vista y el olfato. El ser humano es más
vulnerable a la información que recibimos, subliminalmente por el olfato, que
afortunadamente, en comparación con otros mamíferos, tenemos atrofiado desde
hace millones de años —desde el Pleistoceno, al parecer—. Pero hubo un tiempo
en el que los humanos sentíamos olfativamente las filias y las fobias de
nuestros semejantes. Sabíamos si quien pasaba por nuestro lado nos profesaba
afecto o nos detestaba, lo que dañaba irremediablemente nuestro sistema
nervioso y por ende nuestro corazón y nuestra mente. De tal modo que, como
formula Charles Darwin, los animales, «o se adaptan al medio o se extingue la
especie» regla inexorable que carece de excepción y que es aplicable a los
seres humanos. ¿Os imagináis cómo sería nuestra existencia si cuando montásemos
en ascensor o nos cruzásemos en los pasillos de nuestro trabajo con nuestros
compañeros, nos percatásemos de sus sentimientos hacia nosotros por la emisión
de sus feromonas afectivas? Duraríamos poco tiempo. Por esto, sabiamente la
especie humana se ha desprendido del sentido del olfato. Aunque no totalmente.
Algunas feromonas las percibimos subliminalmente, o sea de modo imperceptible.
Del mismo modo, auditivamente, sobre todo por medio de la televisión o de la
megafonía en los centros comerciales, recibimos cantidad de mensajes sonoros
subliminales, sometidos a la legislación de cada estado. Pero tornemos a
nuestras feromonas olfativas, cuyo estudio incipiente es tan fascinante, como
inquietante. Al parecer, el amor es tan solo una cuestión de percepción de ciertas
feromonas por las que nos sentimos atraídos. Pero no solo el amor. La relación
comunicativa entre los animales y los hombres la describe maravillosamente Charles
Darwin en su The Emotions in Man and Animals, a mediados del siglo XIX. Y más recientemente según la Regla de
Mahrabian formulada así: solo el 7% de la información, que captamos, se
debe a las palabras; el 38% es debida al tono, timbre e intensidad de la voz;
mientras que el 55% restante, es debido a las feromonas olfativas, al lenguaje
corporal, es decir, al olfato, a los gestos, miradas, feromonas, posturas,
actitudes. ¿No os parece inquietante?
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