El domingo pasado Sergio Ramírez estuvo de cumpleaños. Celebró su cumpleaños 70. Y en este mes de agosto se celebran también 50 años de actividad literaria de este escritor. A riesgo de caer en tema de moda, como me acusan algunos lectores que siguen mi blog, permítanme en esta ocasión escribir sobre Ramírez, porque, de todos modos, ¿no es sobre la actualidad que escribimos los periodistas? Y, también, porque a Ramírez le tengo un gran agradecimiento que espero poder expresar en esta entrada.
Comenzaré.
Cuando decidí leer al célebre escritor nicaragüense no sabía por dónde iniciar. Agarraba un libro, veía su portada, leía la contraportada, lo pesaba y hasta lo olía, pero no me decidía. ¿Con cuál debo comenzar?, me preguntaba. La respuesta llegó frente a un volumen de respetuoso tamaño.
Aquella portada de un volcán en acción derramando una lava temidamente roja acaparó mi atención. El titulo, para mí, escondía un misterio que era preciso conocer. ¿Por qué un Castigo Divino?, me pregunté. ¿Por qué un volcán en plena erupción? Mi ignorancia era tal, que no sabía nada de una de la más grandes novelas del escritor.
Me enamoré.
León es, para mí, la ciudad más hermosa de Nicaragua. No lo digo por haber nacido en ella, ya que apenas la conocía. Antes de Castigo Divino, era una ciudad más. Amé León leyendo la novela de Sergio Ramírez. Fue un enamoramiento repentino, intenso, sofocante como el mismo calor que transpira la ciudad. Aquel joven de negro que bailaba fox trot , llamado Oliverio Castañeda, que se paseaba por las estrechas calles de la ciudad conquistando a las muchachas puritanas, me llevó de paseo por León y quedé prendado de su belleza.
La novela está basada en un hecho real. Reconstruye un múltiple asesinato por envenenamiento que estremeció León a principios de los años treinta del siglo pasado. La historia es narrada por Sergio Ramírez como si se tratara de un reportaje histórico, manteniendo un lenguaje jurídico, haciendo uso de los géneros periodísticos de forma magistral y recreando maravillosamente los personajes, pero teniendo como gran protagonista a León y sus habitantes, sumergidos todavía en una edad de la inocencia que estaba a punto de desplomarse.
Seguir a Oliverio Castañeda y sus camaradas, primero en la matancina de perros callejeros –a los que envenenaban sin atriciones– y luego en la penetrante historia de ese misterioso asesinato supuestamente urdido por el galante guatemalteco, ha sido uno de los regalos más hermosos con lo que me he topado. Leí las páginas de Castigo Divino con el placer que se come un delicioso postre de chocolate, de a bocados, pero sin la menor intención de que se acabe.
El personaje de Castañeda recreado por Ramírez me sigue encantando, tanto que una vez que visité León fui al Cementerio Central a ver la que supuestamente es la tumba del guatemalteco. El sepulturero, que vio en mis ojos la alegría y devoción que sentía ante aquella lápida gris y sosa, se apiadó de mí y me contó una historia romántica. Todos lo años, me dijo, para el Día de Muertos, una anciana llega a depositarle flores a la sepultura. Además, agregó en tono de confidencia, ella paga para que esté siempre limpia.
Y limpia estaba, sin las malezas que cubrían otras tumbas olvidadas.
–¿Qué mujer era aquella? – pregunté siguiendo muy interesado el juego.
–No lo sé –dijo el sepulturero– posiblemente una vieja amante.
Le agradecí la mentira.
¡Ah, ese pícaro de Castañeda! Lejos de causar repulsión hace que uno caiga en sus redes, como, según la leyenda popular, cayeron las jóvenes Contreras, su madre y hasta su padre, una buena y típica familia leonesa que es el centro del drama de la historia. Tanto la madre como una de las dos hijas resultaron envenenadas, y los ojos llenos de rabia de León apuntaron a Castañeda. Él había galanteado con las mujeres de la casa, más de lo aceptable en una sociedad puritana. Cuando Oliverio se llevó a la más joven de las Contreras a aquella abandonada finca cerca de Poneloya, Ramírez no nos permite ver nada de lo que pasó allá, nos deja afuera y sólo nos resignamos a oír aquel rechinar del viejo catre… Pasó lo mismo cuando a la otra, la mayor de las muchachas, Oliverio le enseña el placer del gozo en aquella lápida del cementerio… La madre también conoció los atributos del apuesto joven. ¡Un truhán, gritaron los leoneses!
Me sentía sumergido en una trama en la que yo era parte, queriendo descifrar tantos entresijos. El lenguaje jurídico, lejos de hacer pesada la lectura, le daba un placer mayor, porque la hacía mucho más creíble. Fueron horas maravillosas, de sufrimiento también (a Castañeda lo someten a la ley fuga y termina muerto cerca del muro del cementerio. La escena, intensa, hizo que me quedara sin aliento) que agradeceré a Sergio Ramírez por siempre. Castigo Divino es una de mis novelas favoritas.
Después de leer intenté averiguar más sobre la obra. Me topé con un artículo de Carlos Fuentes, publicado en 1986 en El País, en el que el escritor mexicano afirmaba que con Castigo Divino, Sergio Ramírez había escrito la gran novela centroamericana. Él lo debe saber. Esta semana tuve el placer de charlar un rato con la poeta Claribel Alegría. En realidad acompañé a una compañera que debía entrevistarla sobre Sergio Ramírez. No aguanté y metí mi cuchara en la plática. Me dio una gran alegría cuando Claribel dijo que Castigo Divino es su novela favorita de Ramírez.
Puede que la novela por la que más internacionalmente se conoce a Sergio Ramírez sea Margarita, está linda la mar, premio Alfaguara en 1998. A mí también me gustó mucho. Pero en mi interior un sentimiento de deliciosa nostalgia regresa cuando recuerdo la historia de Castañeda y de aquel León puritano que fue el escenario de una oscura e intensa historia.
Lectura divina.
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