En América Latina ya no es suficiente una mera arquitectura electoral robusta sino que es indispensable dotarse de políticas públicas efectivas, mayor nivel de consenso y legitimidad y una ciudadanía de alta intensidad
Con humor algo macabro, Moisés Naím escribió hace tiempo: “En 2003, América Latina tuvo otro año normal: el crecimiento económico fue bajo; la inestabilidad, alta; la pobreza, generalizada; la desigualdad, profunda, y la política, feroz. En otras palabras: nada nuevo”. Casi una década más tarde, por fortuna, el panorama regional parece menos pesimista y el desafío ya no es, por regla general, la normalidad electoral, sino alcanzar una democracia gobernable, sostenible y de calidad.
En efecto, en los últimos años, visiblemente tras la crisis financiera internacional de 2008-2009, América Latina ha mostrado un desempeño mucho mejor que en su larga historia de inestabilidad económica, gracias, entre otras cosas, a la adopción de políticas fiscales y monetarias prudentes, y a la corrección de algunos de los problemas estructurales típicos durante los años setenta y ochenta.
Al mismo tiempo, salvo episodios como la ruptura del orden constitucional en Paraguay; las viejas interrogantes sobre la transición en Cuba; la violencia y la fragilidad institucional, en México y Centroamérica, en materia de seguridad pública, o las graves dudas acerca del funcionamiento democrático en Venezuela, la región vive una etapa de elecciones libres, imparciales y competitivas, y un respeto al menos básico al marco de libertades civiles y políticas.
Finalmente, a pesar de que subsisten los niveles endémicos de pobreza y mala distribución del ingreso, en la década pasada la región experimentó un giro distributivo positivo, debido al crecimiento provocado por el sector externo, la mejor calificación relativa de la mano de obra y las políticas de combate a la pobreza. Entre 2000 y 2010, por ejemplo, la desigualdad ha disminuido en 13 de los 17 países para los cuales se tiene información en América Latina; el ingreso promedio de los latinoamericanos ha aumentado un 30%; la proporción del consumo nacional que recibe el 20% de los hogares más pobres ha crecido en la mayoría de los países y unos 73 millones de personas salieron de la pobreza.
Sin embargo, sin demeritar esos logros, o quizá porque ellos han colocado el listón más alto, América Latina y el Caribe afrontan problemas de nuevo tipo que pueden tener una incidencia directa no sobre la democracia formal sino sobre su calidad; no sobre la consolidación de los regímenes políticos sino sobre la indiferencia ciudadana por algunos de ellos; no sobre la reducción de la pobreza sino sobre la incapacidad de reducir la desigualdad e integrar a la población pobre al consumo y el empleo calificado, y no sobre la estabilidad macroeconómica sino sobre el crecimiento insuficiente, improductivo y de baja competitividad.
La región vive una etapa de elecciones libres, imparciales y competitivas y un respeto a las libertades
Con diversas modalidades, acentos y enfoques, hay nuevos retos. Si en los años setenta la respuesta fácil era democratizar y, en los años ochenta y noventa, hacer las reformas macroeconómicas, modernizar el mercado y la apertura comercial, ahora no hay respuestas fáciles para los mayores desafíos de la región: afianzar e incrementar la calidad de la democracia y la gobernabilidad; disminuir los niveles de pobreza y desigualdad, y combinar y consolidar las diversas reformas para asegurar la inclusión social y una menor inequidad.
Hay un acuerdo muy extendido en que en la región se observan signos de estancamiento económico, de disfuncionalidad institucional y de reorientación de las prioridades que han producido tanto escepticismo, desencanto e incluso oposición hacia las reformas pasadas como confusión e incertidumbre respecto del diseño político hacia el futuro.
La euforia inicial que generó el retorno de la democracia en algunas naciones, su perfeccionamiento en otras, o su establecimiento por vez primera en algunas más con escasa tradición democrática, ha sido de alguna manera reemplazada por una creciente desilusión con el funcionamiento de las instituciones representativas.
El Latinobarómetro más reciente (2011) ofrece hallazgos reveladores. Por ejemplo, el apoyo a la democracia, es decir, la aceptación de que es un régimen preferible a los demás, se redujo del 61% al 58% desde 2010; 14 de los 18 países de la región registran una disminución: Guatemala y Honduras en 10 puntos porcentuales, Brasil y México 9, Nicaragua 8, y Costa Rica y Venezuela 7. Pero la satisfacción con la democracia, es decir, la percepción de que funciona bien, apenas alcanza un 39% en la región.
Este panorama supone fenómenos que son tanto inéditos para su diagnóstico como riesgosos para la gobernabilidad. Por un lado inéditos, porque es probable que reflejen una diferente composición demográfica de la sociedad; nuevas formas de interacción, organización y participación ciudadana 2.0; grupos de población en edades medias, más demandantes, y más integrados en las clases medias, que ya son un tercio de la población regional; categorías analíticas y motivaciones distintas a las de generaciones anteriores pero con las que coexisten; una vida pública con crecientes grados de “desintermediación” entre organizaciones tradicionales y sociedad, y, en suma, una comunicación más horizontal y directa que prefigura lo que se empieza a llamar e-democracia.
Y por otro son peligrosos porque ese ánimo ciudadano, esa inferencia de que el ladrillo democrático era automáticamente la casa del bienestar compartido y colectivo, ha incentivado demandas sociales más rápidas y visibles, respuestas políticas más efectistas que efectivas, y, por ende, como es evidente en los casos de Bolivia y Ecuador, el regreso a prácticas que se creían desterradas y a cierto grado de disolvencia institucional que, pasado el impacto de corto plazo de esas políticas, pueden contribuir a profundizar la insatisfacción, al abuso de poder o a querer desandar las reformas realizadas hasta ahora, en lugar de intentar nuevas reformas más creativas e imaginativas.
En el mejor de los escenarios, es probable que este paisaje no se convierta en un factor de corrosión de la democracia formal en América Latina sino que inhiba su calidad. ¿Por qué? Las explicaciones son múltiples y quizá la más inmediata es que, en casos como el de México, la generación de expectativas fue tan elevada y los resultados tan precarios que la sociedad atribuyó a la democracia el logro de metas que ésta no proporciona directamente. Y, en otros, como Chile, porque su éxito ha sido tal que quizá estén ingresando a una especie de sociedad posdemocrática, donde este valor es desplazado por la búsqueda de otros más decisivos para el ciudadano y que le importan más en sus vidas.
Pero este desencanto y esa confusión existen y han producido una disonancia. Una cosa es que la democracia no provea de todo lo que se desea y otra, muy diferente, que la democracia sea exclusivamente una herramienta para organizar elecciones y formar gobiernos. Esto, explicablemente, ha introducido una seria debilidad asociada con los hábitos políticos actuales.
Si los únicos indicadores para medir la eficacia de los gobiernos son las políticas populistas, los controles corporativos de las clientelas y de las instituciones locales, el manejo mediático y las victorias electorales resultantes, entonces la esencia de la democracia empieza a perder sentido, se vacía de sustancia, se reduce a una “democracia mínima”, como afirma Marcel Gauchet , y a ser “presa de una suave autodestrucción, que deja su principio intacto pero que tiende a privarla de eficacia”.
Este fenómeno tiene por supuesto su contraparte en los grados de vigor ciudadano de suerte que pone a la región en el imperativo de preguntarse si lo que hoy tiene América Latina es una democracia de electores, una democracia de ciudadanos o una democracia sin ciudadanos (Victoria Camps) que mina la formación de capital social, estimula el debilitamiento institucional y no fomenta una democracia consolidada, es decir, con patrones representativos y funcionales, sino otra de baja institucionalidad y escasa eficacia gubernamental.
En América Latina ya no es suficiente una mera arquitectura electoral robusta, como ejemplifica el caso de las elecciones presidenciales mexicanas recientes, que organiza la competencia política bajo reglas democráticas sino que es indispensable dotarla de nuevos contenidos y satisfactores en un contexto de políticas públicas efectivas y con mayor nivel de consenso y legitimidad, de una ciudadanía de alta intensidad, y de una gestión gubernamental innovadora, efectiva y responsable. En suma, la apuesta es ahora por una democracia sostenible y de calidad.
Otto Granados es director del Instituto de Administración Pública del Tecnológico de Monterrey.
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