La crisis del periodismo
abre nuevos espacios a la crónica
Sergio
Ramírez Escritor
Bajo los
auspicios del Consejo Nacional para la Cultura de México, y la Fundación
Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano, se celebró este
mes en la ciudad de México el Encuentro de Nuevos Cronistas de Indias. Estaban
allí convocados periodistas y escritores que han hecho de la crónica un arte en
todo los temas que uno puede avizorar, crimen organizado, narcotráfico,
migraciones forzadas, vida urbana, marginación, prostitución, pandillas,
futbol, boxeo, la vida que palpita bajo los dedos que teclean y revelan a cada
golpe esplendores y miserias.
La crónica
encamina al periodismo en los albores de este incierto siglo veintiuno, y
cuando uno examina la nómina de los convocados, más de setenta de España y
América, islas y tierra firme, se da cuenta de que es, sobre todo, un oficio de
jóvenes, y entre los jóvenes, no pocas mujeres que tienen sus mejores maestras
en las figuras de Elena Poniatowska, la cronista ejemplar de la noche de
Tlatelolco, o en Alma Guillermoprieto, mexicana también, o más recientemente en
la argentina Leila Guerreiro.
Un viejo oficio,
al que la crisis del periodismo abre nuevos espacios. En crisis no porque vaya
a desaparecer, sino porque está cambiando, y lo viejo no acaba de morir, ni lo
nuevo acaba de nacer. Alguien de entre el público reunido en el Museo Nacional
de Antropología e Historia, compuesto mayormente por estudiantes de periodismo,
preguntó por qué el nombre de cronistas de Indias para el encuentro, ¿se
trataba acaso de una nostálgica evocación de lo rancio y de lo antiguo, en
tiempos tan vertiginosos en los que los medios impresos desaparecen, como se
acaba de anunciar que ocurrirá a fin de este mismo año con la revista Newsweek?
Arte antiguo. La crónica, de verdad, es antigua,
y está ligada a los inicios de la historia misma, cuando Herodoto, además del
primer historiador, fue también el primer cronista que dejó constancia por
escrito de lo que vio y descubrió en sus viajes; y siglos después, otro gran
cronista, Ryszard Kapuscinski, lo emuló contando lo que vio y descubrió en el
siglo veinte. Ambos, igual que los nuevos cronistas de indias, de Jon Lee
Anderson a Juan Villoro, reúnen muchos oficios a la vez, exploradores,
viajeros, reporteros, narradores literarios, periodistas, y, por la fuerza de
la necesidad, también geógrafos, arqueólogos, etnólogos y paleontólogos, pues
al poner pie fuera de las fronteras conocidas, se ven en la necesidad de
comportarse como descubridores.
Pero el símil
más inmediato del cronista de Indias viene a ser Bernal Díaz del Castillo,
porque, soldado de la conquista, ya viejo en su retiro de Santiago de
Guatemala, al leer la “Historia de las Indias y Conquista de México”, de López
de Gómara, encuentra que un clérigo que se quedó en su muelle comodidad de
Valladolid, le quiere contar su propia historia, y se rebela airado. Nadie
puede venirle con cuentos; la verdad está en su propio sudor, y en sus penurias
de soldado, y además, no solo es testigo de vista. Es protagonista. Y se rebela
poniéndose a escribir su historia verdadera de la conquista de la Nueva España.
Se empeña, así, en no faltar a la verdad. La crónica que cuenta hechos, no
puede ser mentirosa.
Despoja a su
relato de todo lo que pueda tener de olor de leyenda, o de mentira, o de
exageración, y pretende que sean los hechos, en su exageración real, los que
hablen por sí mismos. El procedimiento de construir la realidad no admite
exageraciones gratuitas ni imposiciones mentirosas. Para parecer real, la
realidad tiene que copiarse a sí misma. Esta es la lección.
Pero antes de lo
moderno, y lo postmoderno, existió el modernismo, y existieron los modernistas,
que fueron periodistas, además de poetas, aunque solemos olvidarlo. Esas
formidables crónicas de finales del siglo diecinueve y comienzos del siglo
veinte, escritas por la pléyade de modernistas que encabezó Rubén Darío, y que formaban
Leopoldo Lugones, Amado Nervo, Vargas Vila, Gómez Carrillo, eran extensas, ocho
a diez folios. El periodismo vivía su mejor momento, porque la crónica era su
pieza fundamental y más visible.
Imagino esos
pliegos de letra apretada que abultaban los sobres y que viajaban por correo
marítimo desde las capitales europeas hacia México, Bogotá, Buenos Aires,
relatos hijos de la mano impaciente y no del tecleo, crónicas que no perdieron
nunca su naturaleza literaria, que arrancaban en la primera página de los
periódicos, y cuando pasaban a componer un libro se sostenían con la fuerza y
la armonía que les daba, precisamente, su naturaleza literaria. Es decir,
gracias a la calidad del lenguaje podían sobrevivir a la hecatombe del diario
que envejece y muere al día siguiente.
Pero, al mismo
tiempo, estaban los despachos por telégrafo que iban a través del cable
submarino, la formidable invención transformadora de las comunicaciones en los
albores de la era radioeléctrica. En los textos de esos despachos, escritos por
los mismos cronistas modernistas, dominan los párrafos cortos porque debían
atenerse a la brevedad, lejos de las largas tiradas elípticas y floridas que
heredamos de los cronistas coloniales.
La mano sigue
escribiéndolos, pero el instrumento que los transmite impone la brevedad y la
celeridad. No pierden su calidad literaria, sino que cambia la naturaleza de la
calidad literaria. Advertimos el pespunteo nervioso que impone el telégrafo,
ecos de la clave morse de puntos y rayas, la velocidad y el nerviosismo de la
modernidad. Hemingway, corresponsal de guerra en la I Guerra Mundial, también
creó así su estilo telegráfico.
Nuestros
cronistas del modernismo fundaron esa tradición en la que se insertaron Tomás
Eloy Martínez y Carlos Monsiváis, maestros de la crónica urbana, y maestros
también del irreverente juicio a la historia presente y sus personajes, una
tradición iluminada por Gabriel García Márquez, cronista mayor de Indias, de
modo que podemos trazar ese arco mágico que va de Rubén Darío hasta él.
A ambos, su
abuelo los llevó un buen día de la mano a conocer el hielo.
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