Adolfo Sánchez
Rebolledo
www.jornada.unam.mx/160212
La expulsión del
juez Baltasar Garzón de la carrera judicial (incluso antes de que se diga la
última palabra sobre la investigación de los crímenes del franquismo) es un
claro ejemplo de lo que puede llegar a ser el divorcio entre la opinión de los
tribunales y la valoración ciudadana en torno a temas especialmente graves y
significativos.
Fuera de España,
la decisión ha causado sorpresa, estupor. Allí, indignación, golpes de pecho o
inocultable satisfacción. Desde esta orilla, no se puede olvidar que el juez
Garzón, defensor del principio de universalidad penal, hizo estallar el sueño
del dictador Pinochet de evadir la acción de la justicia y devolvió la
esperanza a muchos que ya la habían perdido. Por ese solo hecho merecería el
respeto de los ciudadanos honestos del mundo.
Sin embargo, el
Tribunal Supremo español se ha propuesto lo contrario y, al parecer, quiere
hundirlo para siempre. De los tres procesos abiertos en su contra queda por
resolver el relacionado con la investigación de los crímenes del franquismo,
pero el daño ya es irreversible.
Según el tribunal,
Garzón cometió un delito al grabar conversaciones de los detenidos por el
célebre caso Gürtel, escandaloso episodio de corrupción política que puso al
desnudo varios negocios sucios en la filas del Partido Popular, cuyos autores,
por cierto, ya están libres.
Rechazadas las
argumentaciones de la defensa, el tribunal sustentó la sentencia basada en un
principio general: la investigación criminal no justifica por sí misma
cualquier clase de actuación, y con mayor razón si implica vulneración de
derechos fundamentales. El tribunal rechazó todas las explicaciones de Garzón,
desestimó la responsabilidad del fiscal y otro juez que aprobaron las escuchas
y liquidó el asunto inhabilitando a Garzón por 11 años.
Todo se conjugó
para el anunciado final: la rudeza mediática de los adversarios del juez, el
maltrato unánime de la derecha en ruta hacia la mayoría absoluta y, por último,
las adjetivaciones insólitas empleadas por los magistrados (Garzón convertido
en función de las escuchas en autoritario, restaurador de los métodos del
pasado franquista) o la ulterior insistencia en que sí había cohecho impropio
del ex juez pese a que el asunto de los cursos en Nueva York ya había
prescrito. La cuestión no sólo era
vencer, sino enlodar una imagen públicamente reconocida en el mundo.
Como es natural,
las reacciones pasaron de la incredulidad a la condena. Lo mismo en instancias
de Naciones Unidas que en organismos a favor de los derechos humanos menudearon
las protestas exigiendo una rectificación. No extraña, pues, que desde España
algunas voces histéricas adviertan que, fuera de sus fronteras, se está
produciendo un ataque furibundo a la figura del Tribunal Supremo. Nada más
falso.
Pero justo es
reconocer, en honor a la verdad, que pocos fallos le han hecho tanto daño a la
propia idea de estado de derecho como esta sentencia, pues ¿cómo confiar en la sabiduría y la neutralidad de un Poder Judicial
que, no obstante sus declaraciones de independencia, suele escorarse hacia un
lado, siguiendo el ánimo de sus valedores corporativos?
Si en España, que
se tiene por país democrático, la igualdad ante la ley no es más que una excusa
para quitar de en medio a quien disiente u obstruye el orden natural de las
cosas, ¿qué esperar allí donde la justicia es una aspiración todavía sujeta al
dictado de los más poderosos?
Cuando se dan
situaciones como ésta, vale reflexionar con el articulista español: La
democracia representativa algo tendrá que hacer por la pureza de las decisiones
que pueden repugnar a la mayoría. Porque ni los más formalistas abogados
negarán que detrás de los detalles jurídicos y procesales está presente la
sombra de las víctimas del franquismo, que el auto judicial que llevó al
desenlace actual se refería a hechos que nunca han sido investigados penalmente
por la justicia española, es decir, que estaban impunes no obstante que podrían
revestir la calificación jurídica de crimen contra la humanidad (artículo 607
bis del Código Penal actual).
Los enemigos de
Garzón creen haber resuelto el problema con su expulsión de la carrera
judicial, aunque les queda el trago más difícil de apurar: tendrán que
justificar ante el mundo que la justicia española es capaz de quitarle la toga
a un juez porque se atrevió a investigar crímenes impunes desde hace más de 70
años, pero es incapaz de atender la solicitud de miles de familiares de muchos
de los muertos que aún yacen en las cunetas de las modernas carreteras
ibéricas.
Aun si el Tribunal
Supremo invalidara las acusaciones contra Garzón para no dar continuidad al
escándalo internacional, ya nada haría desaparecer la denuncia recogida por el
auto judicial integrado por el juez. Allí se narra con detalle cuál es el
origen de la tragedia y en pocas líneas reivindica la memoria histórica: La
acción desplegada por las personas sublevadas y que contribuyeron a la
insurrección armada del 18 de julio de 1936 estuvo fuera de toda legalidad y atentaron
contra la forma de gobierno (delitos contra la Constitución, del título segundo
del Código Penal de 1932, vigente cuando se produjo la sublevación), en forma
coordinada y consciente, determinados a acabar por las vías de hecho con la
República mediante el derrocamiento del gobierno legítimo de España, y dar paso
con ello a un plan preconcebido que incluía el uso de la violencia, como
instrumento básico para su ejecución.
A partir del golpe
de Estado se inicia la comisión de delitos de lesa humanidad en tres etapas
bien caracterizadas: 1) La de represión masiva a través de los bandos de guerra
y que comprende desde el 17 de julio de 1936 a febrero de 1937. 2) La de los
consejos de guerra sumarísimos de urgencia entre marzo de 1937 y los primeros
meses de 1945. 3) La acción represiva entre 1945 y 1952 marcada por la
eliminación de guerrilleros y personas que les apoyaban.
Imposible olvidar que la paz de la dictadura se erigió sobre la montaña
de víctimas olvidadas: lo adelantó Abad y Queipo, citado por el
auto judicial: Ya conocerán mi sistema: por cada uno de orden que caiga, yo
mataré a 10 extremistas por lo menos, y a los dirigentes que huyan, no crean
que se librarán con ello; les sacaré de debajo de la tierra si hace falta, y si
están muertos, los volveré a matar.
El atrevimiento de
Garzón consistió en transformar la denuncia moral y política en un acto
judicial, lo cual, hemos comprobado, resulta a todas luces intolerable para
muchos. Quiso convertir los relatos de la tragedia en una forma de rehabilitación
ante el silencio desplegado hasta la fecha. Evitar que los volvieran a matar,
como quería Queipo. Y eso le ha costado el rechazo acomodaticio del Poder
Judicial.
Hay quienes creen
que el asunto sólo interesa a los deudos de las víctimas que están ante la
última oportunidad de enterrar con dignidad a sus muertos. Pero se equivocan:
no es a la generación de los vencidos, ya casi desaparecida, sino a toda la
humanidad que vivió como suya la causa de España que interesa que la verdad
surja sin la sombra del crimen en su conciencia. Es un asunto de futuro.
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