Desde que empezó a pintar en serio hacia 1898 hasta que se le apagó la luz en 1952, Henri Matisse (1869-1954) hizo de la repetición, las digresiones, las parejas de cuadros y las series y variaciones sobre el mismo tema una especie de reto doble: se medía a sí mismo y al mismo tiempo investigaba sobre el misterioso proceso de la creación pictórica. Como un científico en el laboratorio, o quizá como un Warhol sin su factoría y adelantado a su tiempo, el pintor viajó desde el puntillismo primerizo hasta las maravillosas figuras de papeles recortados de los años cincuenta por todas las fases y rupturas de las vanguardias mientras reflexionaba sobre el color, la materia y la forma copiándose y corrigiéndose a sí mismo.
Ese obsesivo ejercicio de estudio y estilo que, en manos de un gigante como él, resulta sencillamente deslumbrante, es el centro de la exposición que abre hoy el Centro Pompidou de París. El museo examina con lupa la extraña afición de Matisse a plagiar y mejorar a Matisse a través de 60 pinturas y una treintena de dibujos, llegados de medio mundo y ordenados por orden cronológico, cada oveja con su pareja o con la serie que le corresponde.
Una mirada inédita y fascinante que, según explica su autora, la comisaria Cécile Debray, “intenta ayudar a comprender mejor el proceso creativo de Matisse y la génesis de su obra, porque en todas las etapas de su vida se dedicó a multiplicar las variaciones sobre temas o motivos, encuadres, colores, estilización, con un coraje y una coherencia asombrosos”.
La potencia de Matisse, su influjo sobre el arte y la mirada de sus contemporáneos, sus descubrimientos y renuncias —muchos de los cuales Picasso fagocitaría con su compulsiva y esponjosa capacidad de apropiación y reinvención— saltan a la vista al entrar en la enorme sala del sexto piso del Pompidou, donde saludan al visitante dos bodegones de naranjas y manzanas de los años 1898-1899. Enseguida, una pareja de naturalezas muertas, hechas con vivísimas telas españolas y pintadas en Sevilla entre 1910 y 1911 (las presta el Hermitage), eleva un listón del que la exposición ya no vuelve a bajar.
Otras memorables parejas reunidas ex professo son los desnudos femeninos de Luxe (una viene de Copenhague, la otra está en París); las Capucines à la danse I (Metropolitan de Nueva York) y II (Pushkin, Moscú), las dos peceras con pececitos rojos del MNAM de París y el MoMA de Nueva York, y La Fou-gère noire (Fundación Beyeler) que convive con su hermana Intérieur au rideau égyptien de The Phillips Collection (Nueva York).
La comisaria cree que la exposición, que tras cerrar en junio en París visitará Copenhague y el MoMA, resume una “tensión permanente en la obra de Matisse y que le dio su fuerza y su profundidad: la dualidad entre el brote rápido y espontáneo y la elaboración lenta”.
El pintor dijo que pintar es “como un juego de cartas” porque antes de empezar uno tiene que saber lo que quiere hacer al final. Esa obsesión por mantener (o superar) la idea original y la frescura al final del proceso le llevó a usar la fotografía para captar su primera intención y no dejarse llevar (o sí) por el acto físico de la pintura. Una vez, expuso su Naturaleza muerta con magnolia junto a las fotos de sus estados anteriores, y en 1945 colgó en la galería Maeght seis cuadros a medio terminar colocando a su lado algunas fotos en blanco y negro: unas eran los primeros bocetos, otras reflejaban su apariencia posterior. Una sala especial evoca aquel experimento de work in progress e instalación, inventados por Matisse décadas antes de que se acuñaran los términos.
Él lo explicó con la sencillez de los grandes: “Trabajo desde el sentimiento. Tengo una idea del cuadro en la cabeza, y quiero realizarla. Puedo, muy a menudo, repensarla. Pero sé dónde quiero que acabe. Las fotografías que tomo durante la realización de la obra me permiten saber si la última idea se adapta mejor al ideal que las anteriores. Si estoy avanzando o retrocediendo”.
Las palmeras de Tánger, los melancólicos peces en la playa, las margaritas, los paisajes que remiten a las series de Monet, los retratos de Marguerite, los violines, las series protowarholianas sobre el sueño, y la última belleza de la visita, los cuatro Desnudos azules que hizo en Niza en 1952 con papel guache, sugieren que no dejó nunca de avanzar.
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