El reglamento del llamado “acompañamiento electoral” que presentó el Consejo Supremo Electoral, representa una conculcación de los derechos de observación electoral que están establecidos en la misma ley electoral y que se han practicado en nuestro país desde 1996. Para empezar, el “acompañamiento” carece de sustento en la legislación nacional y su articulado contradice los compromisos internacionales sobre la observación electoral, establecidos por Naciones Unidas y asumidos por el Estado de Nicaragua.
Ese reglamento tardío se burla de los ciudadanos y las organizaciones de observación electoral, pero también es una burla a la Conferencia Episcopal y a los empresarios del Cosep que de buena fe le otorgaron el beneficio de la duda al gobierno del presidente Ortega, para que rectificara con la prohibición de la observación electoral.
La reacción ha sido una lluvia de críticas nacionales e internacionales sólidamente fundamentadas, porque ninguna organización independiente parece estar dispuesta a someterse a un reglamento que no define los derechos de los observadores, como su presencia en las Juntas Receptoras de Votos y los Centros de Cómputos, y más bien les pretende imponer hasta rutas de observación.
En consecuencia, el presidente Ortega se vio obligado al viernes a decir en cadena nacional de radio y televisión que no habrá ninguna restricción para los observadores electorales. Escuchamos a un Presidente, que también es candidato presidencial y a la vez jefe supremo del Consejo Electoral, o sea el “jefe máximo” del que le cuenta los votos, en un inútil esfuerzo por adoptar la pose de estadista. Colocándose siempre por encima de la ley y alardeando de su poder discrecional, Ortega proclamó que no expulsará a los observadores internacional “aunque vengan a pegar cuatro gritos”, y de paso se burló de la observación electoral. De la misma forma, Roberto Rivas, el presidente de facto del Consejo, prometió a dos altos funcionarios del Congreso norteamericano que no se limitarán los derechos de los observadores, aunque se reservó el derecho de “vetar” a las voces más críticas de las organizaciones de observación electoral.
Pero ¿quién le cree a la palabra del candidato Ortega, que ha sido el primero en violar las leyes y la constitución, o peor aún, quién le cree a su subordinado Roberto Rivas, que representa un verdadero monumento al cinismo oficial? Si Ortega de verdad quiere restablecer la credibilidad sobre la observación electoral, que es lo único que le puede otorgar alguna de legitimidad a los resultados de estas elecciones, bastaría con que le ordene al Consejo Supremo Electoral anular ese reglamento de “acompañamiento”, y que mande publicar un reglamento de observación igual al que prevalecía en las elecciones anteriores. Basta una orden del jefe supremo de Roberto Rivas, para que se acabe toda esta farsa. ¿Tiene acaso algún impedimento Ortega para rectificar a Roberto Rivas? ¿Hasta donde llega su compromiso con este personaje que está señalado no solo de fraude electoral probado, sino además de presunción de fraude al estado y enriquecimiento ilícito? Todo indica que entre ambos existe un compromiso incondicional, que está directamente subordinado a la alianza política que mantiene Ortega con el cardenal Obando.
A final de cuentas, Ortega impuso a Rivas contra viento y marea, pero ahora éste se ha convertido en el principal lastre de la credibilidad del proceso electoral. Está cayendo en su propia trampa y ya es demasiado tarde para salirse del hoyo.
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