Jesús tuvo muchos conflictos con los fariseos pero no fueron ellos los que buscaron su condena o ejecución. La verdadera amenaza contra él proviene de otros sectores: de la aristocracia sacerdotal y laica de Jerusalén, y de la autoridad romana.
Es un error considerar a los sumos sacerdotes como una autoridad exclusivamente religiosa con unas competencias limitadas al ámbito del templo. Ejercían un poder político en estrecha colaboración con el prefecto romano, que era quien lo designaba o cesaba. Roma se reservaba la defensa de las fronteras, el mantenimiento de la pax romana contra cualquier tipo de sedición, la recaudación puntual de los tributos y la facultad de dictar sentencias de muerte.
No es posible hoy reconstruir el relato original de Jesús, llamado tradicionalmente parábola de “los viñadores homicidas” (Cf. Mateo 21, 33-39 // Marcos 12, 1-8 // Lc 20, 9-15), pero probablemente encerraba una fuerte crítica a las autoridades religiosas de Jerusalén: no han sabido cuidar del pueblo que se les ha confiado, han pensado solo en sus propios intereses y se han sentido los propietarios de Israel, cuando solo eran sus administradores. Más grave aún: no han acogido a los enviados de Dios, sino que los han ido rechazando uno tras otro. Si realmente fue este el mensaje de la parábola, la vida de Jesús corría grave peligro. Los sumos sacerdotes no podían tolerar semejante agresión.
Este enfrentamiento a los poderosos dirigentes del templo era mucho más temible que las disputas con escribas y fariseos sobre cuestiones de comportamiento práctico. Jesús se fue convirtiendo en un profeta inquietante, fuente de preocupación primero y peligro potencial de subversión más tarde, según se iba conociendo mejor el impacto de su actuación.
Jesús contó con la posibilidad de un final violento. No era un ingenuo. Sabía el peligro al que se exponía si continuaba su actividad y seguía insistiendo en la irrupción del reino de Dios. Tarde o temprano su vida podía desembocar en la muerte. Era peligroso buscar una vida digna y justa para los últimos. No podía promover el reino de Dios como un proyecto de justicia y compasión para los excluidos y rechazados sin provocar la persecución de aquellos a los que no interesaba cambio alguno ni en el Imperio ni en el templo. Era imposible solidarizarse con los últimos como lo hacía él sin sufrir la reacción de los poderosos. Jesús sabía que tanto Herodes como Pilato tenían poder para darle muerte.
Probablemente Jesús contó desde muy pronto con la posibilidad de un desenlace fatal. Primero era solo una posibilidad; más tarde se convertiría en un final bastante probable; por último, en una certeza. No es fácil vivir día a día teniendo como horizonte un final violento. ¿Podemos saber algo del comportamiento de Jesús? Ciertamente no era un suicida. No buscaba el martirio. No era ese el objetivo de su vida. Nunca quiso el sufrimiento ni para él ni para los demás. Toda su vida se había dedicado a combatirlo en la enfermedad, las injusticias, la marginación, el pecado o la desesperanza. Si acepta la persecución y el martirio será por fidelidad al proyecto del Padre, que no quiere ver sufrir a sus hijos e hijas. Por eso Jesús no corre tras la muerte, pero tampoco se echa atrás. No huye ante las amenazas; tampoco modifica su mensaje; no lo adapta ni suaviza. Le habría sido fácil evitar la muerte. Habría bastado con callarse y no insistir en lo que podía irritar en el templo o en el palacio del prefecto romano. No lo hizo. Continuó su camino. Prefería morir antes que traicionar la misión para la que se sabía escogido. Actuaría como Hijo fiel a su Padre querido. Mantenerse fiel no era solo aceptar un final violento. Significaba tener que vivir día a día en un clima de inseguridad y enfrentamientos; no poder anunciar el reino de Dios desde una vida tranquila y serena; verse expuesto continuamente a la descalificación y el rechazo.
Era inevitable que, en su conciencia, se despertaran no pocas preguntas: ¿cómo podía Dios llamarlo a proclamar la llegada decisiva de su reinado, para dejar luego que esta misión acabara en un fracaso? ¿Es que Dios se podía contradecir? ¿Era posible conciliar su muerte con su misión? El relato de las tentaciones (// Mateo 4,1-11 Marcos 1,12-13 Lucas 4,1-13) y la oración en Getsemaní (Mateo 26,39 // Marcos 14,36 // Lucas 22,42) nos permiten vislumbrar, aunque sea de lejos, la oscuridad y las luchas vividas por Jesús.
Se necesitaba mucha confianza para dejarle actuar a Dios y ponerse en sus manos, a pesar de todo. Jesús lo hizo. Su actitud no tuvo nada de resignación sumisa. Aplicar a Jesús la imagen de la “oveja muda que no abre la boca” (Isaías 53,7) puede falsear la realidad. Jesús no se calló. Fue ejecutado por “abrir su boca” para defender las exigencias del reino de Dios. No se dejó llevar pasivamente por los acontecimientos hacia una muerte inexorable. Se reafirmó en su misión, siguió insistiendo en su mensaje. Se atrevió a hacerlo no solo en las aldeas apartadas de Galilea, sino en el entorno peligroso del templo. Nada le detuvo.
Morirá fiel al Dios en el que ha confiado siempre. Seguirá acogiendo a pecadores y “excluidos”, aunque su actuación irrite; si terminan rechazándolo, morirá como un “excluido”, pero con su muerte confirmará lo que ha sido su vida entera: confianza total en un Dios que no rechaza ni excluye a nadie de su perdón. Seguirá anunciando el “reino de Dios” a los últimos, identificándose con los más pobres y despreciados del Imperio, por mucho que moleste en los ambientes cercanos al gobernador romano; si un día lo ejecutan en el suplicio de la cruz, reservado para esclavos, sin derecho a nada, morirá como el más pobre y despreciado de todos, pero con su muerte sellará para siempre su mensaje de un Dios defensor de todos los pobres, oprimidos y perseguidos por los poderosos.
Jesús nunca imaginó a su Padre como un Dios que pedía de él su muerte y destrucción para que su honor, justamente ofendido por el pecado, quedara por fin restaurado y, en consecuencia, pudiera en adelante perdonar a los seres humanos. Nunca se le ve ofreciendo su vida como una inmolación al Padre para obtener de él clemencia para el mundo. El Padre no necesita que nadie sea destruido en su honor. Su amor a sus hijos e hijas es gratuito, su perdón, incondicional. Jesús entiende su muerte como ha entendido siempre su vida: un servicio al reino de Dios en favor de todos. Se ha desvivido día a día por los demás; ahora, si es necesario, morirá por los demás. La actitud de servicio que ha inspirado su vida será también la que inspirará su muerte. Al parecer, Jesús quiso que se entendiera así toda su actuación: “Yo estoy en medio de ustedes como el que sirve” (Lc 22, 27). Vivió su servicio curando, acogiendo, bendiciendo, ofreciendo el perdón gratuito y la salvación de Dios. Todo apunta a pensar que murió como había vivido. Su muerte fue el servicio último y supremo al proyecto de Dios, su máxima contribución a la salvación de todos.
La entrada de Jesús en Jerusalén montado en un asno decía más que muchas palabras. Jesús busca un reino de paz y justicia para todos, no un imperio construido con violencia y opresión. Montado en su pequeño asno aparece ante aquellos peregrinos como profeta, portador de un orden nuevo y diferente, opuesto al que imponían los generales romanos, montados sobre sus caballos de guerra. Su humilde entrada en Jerusalén se convierte en sátira y burla de las entradas triunfales que organizaban los romanos para tomar posesión de las ciudades conquistadas. Más de uno vería en el gesto de Jesús una graciosa crítica al prefecto romano que, por esos mismos días, ha entrado en Jerusalén montado en su poderoso caballo, adornado con todos los símbolos de su poder imperial.
A los pocos días sucede algo mucho más grave. Jesús llega al templo y “comenzó a echar fuera a los que vendían y compraban. Tumbó las mesas de los que cambiaban dinero y los puestos de los que vendían las palomas, y no permitía que nadie pasara por el templo llevando cosas” (Cf. Marcos 11, 15-16). Con este gesto Jeús anuncia el juicio de Dios no contra aquel edificio, sino contra un sistema económico, político y religioso que no puede agradar a Dios. El templo se ha convertido en símbolo de todo lo que oprime al pueblo. En la “casa de Dios” se acumula la riqueza; en las aldeas de sus hijos crece la pobreza y el endeudamiento. El templo no está al servicio de la Alianza. Nadie defiende desde ahí a los pobres ni protege los bienes y el honor de los más vulnerables.
La actuación de Jesús ha ido demasiado lejos. El caso no preocupa solo a los sacerdotes del templo; inquieta también a las autoridades romanas. Una cosa es cierta: si no abandona su actitud y renuncia a actuaciones tan subversivas, este hombre será eliminado. No es aconsejable detenerlo en público, mientras está rodeado de seguidores y simpatizantes. Ya encontrarán el modo de apresarlo de manera discreta.
También Jesús sabe que sus horas están contadas. Sin embargo no piensa en ocultarse o huir. Lo que hace es organizar una cena especial de despedida con sus amigos y amigas más cercanos. Es un momento grave y delicado para él y para sus discípulos: lo quiere vivir en toda su hondura. Es una decisión pensada. Consciente de la inminencia de su muerte, necesita compartir con los suyos su confianza total en el Padre incluso en esta hora. Dos sentimientos embargan a Jesús. Primero, la certeza de su muerte inminente; no lo puede evitar: aquella es la última copa que va a compartir con los suyos; todos lo saben: no hay que hacerse ilusiones. Al mismo tiempo, su confianza inquebrantable en el reino de Dios, al que ha dedicado su vida entera.
Con estos gestos proféticos de la entrega del pan y del vino, compartidos por todos, Jesús convierte aquella cena de despedida en una gran acción sacramental, la más importante de su vida, la que mejor resume su servicio al reino de Dios, la que quiere dejar grabada para siempre en sus seguidores. Quiere que sigan vinculados a él y que alimenten en él su esperanza. Que lo recuerden siempre entregado a su servicio. Seguirá siendo “el que sirve”, el que ha ofrecido su vida y su muerte por ellos, el servidor de todos.
“Por ustedes”: estas palabras resumen bien lo que ha sido su vida al servicio de los pobres, los enfermos, los pecadores, los despreciados, las oprimidas, todos los necesitados. Estas palabras expresan lo que va a ser ahora su muerte: se ha “desvivido” por ofrecer a todos, en nombre de Dios, acogida, curación, esperanza y perdón. Ahora entrega su vida hasta la muerte ofreciendo a todos la salvación del Padre.
Así fue la despedida de Jesús, que quedó grabada para siempre en las comunidades cristianas. Sus seguidores no quedarán huérfanos; la comunión con él no quedará rota por su muerte; se mantendrá hasta que un día beban todos juntos de la copa de “vino nuevo” en el reino de Dios.
No sentirán el vacío de su ausencia: repitiendo aquella cena podrán alimentarse de su recuerdo y su presencia. Él estará con los suyos sosteniendo su esperanza; ellos prolongarán y reproducirán su servicio al reino de Dios hasta el reencuentro final. De manera germinal, Jesús está diseñando en su despedida las líneas maestras de su movimiento de seguidores: una comunidad alimentada por él mismo y dedicada totalmente a abrir caminos al reino de Dios, en una actitud de servicio humilde y fraterno, con la esperanza puesta en el reencuentro de la fiesta final.
ACTUAR:
· ¿Cómo enfrentó Jesús el conflicto y las persecusiones? ¿Qué testamento dejó a sus seguidores?
· ¿Cómo podemos atender, responder, solidarizarnos con tanta gente que ha sido o está siendo perseguida, amenazada, golpeada por esta ola de violencia e inseguridad que vivimos en la región y en el país?
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