Quienes estudian su personalidad coinciden en que fue un exquisito intelectual y brillante teólogo. Hans Küng, su colega de la universidad Tubinga y coasesor en el concilio Vaticano II (1965), cuenta el instante en que con Joseph Ratzinger, Benedicto XVI futuro, se distanciaron ideológicamente, que fue cuando hubo discusiones sobre la función moderna del Catolicismo y Küng escogió el estudio y la investigación para hallar respuesta, mientras que Ratzinger prefirió someterse al círculo romano que gobierna a la organización religiosa desde la Edad Media, y por consecuencia repetidora de horribles vicios de esa oscura era.
Pensador hondo, docente querido y honesto cristiano, todo fue que entrara al anillo calcáreo de la burocracia vaticana, mayormente romana, para que lo arrastrara el vendaval de la ambición. Se hizo súbdito sumiso, rindió el pensamiento y desde la Congregación de la Fe, equivalente al antiguo Santo Oficio o cruel inquisición, calló lo que Juan Pablo II le mandó silenciara, entre ello crímenes de pederastia cometidos por sacerdotes, sobornos, entregas políticas, traición a fieles y corrupción financiera. Cercano estaba el ejemplo de Juan Pablo I, quien según el terrible libro “En nombre de dios” fue envenenado al mes de electo por querer cambiar la pudrición de Roma, particularmente la relacionada con bancos, potencias del mundo y masonería disoluta.
Es más, concluyó vistiéndose de sistema, lo encarnó quizás con la accidentada ilusión de transformarlo por dentro. Excepto que la máquina que pretendió enfrentar poseía mil años de experiencia en aplastamientos, la de la Curia imbricada como araña en intereses de empresas, capitales, mafias, gobiernos y otras perversidades institucionales, adicional al grupo de egos más voluminosos del planeta, vanidosas y enfatuadas personalidades, individuos que se imaginan dispensadores del bien, administradores del mal, y que son los cardenales, ocultadores diestros que inventan pajas de espíritu para explicar este asunto concretamente material.
Y entonces, como siglos atrás, ocurrió la joya metafórica y Benedicto se declaró representante de dios en la Tierra. ¡Maravilla silogística y retórica!, realismo mágico que ningún teólogo con convicción ni persona humilde ni intelectual orgánico hubiera pronunciado. Fue cuando dio peras el olmo, parió la mula, se invirtió la gravedad y reforzó ese larguísimo fenómeno de enajenación que hace al orbe aceptar como ordinario lo imposible y que revela que el mundo está urgido de creer y que la angustia de la existencia (horror a morir) le exige polos a que aferrarse, no importa si ausentes de verdad.
A pesar de ser pocamente simpático (los alemanes que conozco sí lo son) ni risueño o figura de llamativo carisma, el día arribará en que estudiándolo develará sorpresas. Es quizás el único Papa de la historia occidental que aspiró (aunque tibiamente) a despojar a los fieles de la materialidad de la religión (cruces, santos de palo, andas, campanas, procesiones) y mejor aún, a desmitificar la fe reduciendo o eliminando las creencias en fábulas de vírgenes, del purgatorio, el pesebre de Belén, el año que nació Jesús y sobre todo el infierno, valiosísimo y lucrativísimo instrumento psicomanipulador de explotación utilizado por millones de curas para amedrentar, aterrorizar, doblegar, humillar, que es decir dominar a otros. ¡Qué mayor poder que el don de remitir a quien quieras al averno! Cristo jamás empleó ese anatema, te otorga la mayor dimensión de control terrenal, infinita vara mágica de la maldición.
No hay comentarios:
Publicar un comentario