BORGES
Pedro García Domínguez
Llegó Jorge Luis Borges a Madrid, por última
vez, dos años antes de extinguirse. En un momento cruel de la vida de Luis
Rosales: «Nadie ha tenido nada si no lo sigue teniendo», sentenció y fue
entonces cuando comenzaron a caérsele los palos del sombrajo. Para Luis, el
eccema del labio superior era «la
calentura del cuadro y de los libros». Y es que súbitamente su ‘Resurrección’,
se había tornado ‘Cruz’. Su inmensa biblioteca en, ‘La Casa Encendida’ de Altamirano,
había sido ‘cedida’, precipitadamente, a la Junta de Andalucía por iniciativa
de María, y su rica colección de cuadros, comenzaba, impacientemente, a ser
‘transferida’. Así, sin dar tregua a su desolación llegó Jorge Luis Borges.
Borges
decidió hospedarse en el grandioso Colegio Mayor Argentino, de Martín Fierro en
la Ciudad Universitaria. En esta residencia, vivía su paisano, el paciente
filólogo Luis Martínez Cuitiño. Por
estar con él se quiso albergar allí. Pero quien lo acompañaba era su querido
amigo Marcos Ricardo Barnatán, señor del ‘Talismán’.
Lo curioso es que
su repertorio era de cinco conferencias, aunque distintas, añadiendo u
omitiendo, según el hilo del decurso fluía, con una facilidad asombrosa y
placentera. Borges carecía de la apoyatura de la mirada afable del espectador,
pero tenía esa fecunda mirada interior que no se desvía ni un ápice de su
sendero, que poseen quienes han trocado la visión, por el don de la videncia
—como Homero y Joyce—.
Poscas
personas he conocido con la amena erudición de Borges, lector implacable
políglota y polígrafo. Se expresaba con insólita y paralizante propiedad en
conversación arriesgada. Finamente susceptible y dispuesto a pulverizar
sutilmente a su interlocutor. Su expresión —oral o escrita— no está sujeta a
ley alguna, ni siquiera a la Ley de la Gravedad. Puede convertir sin
miramientos la realidad en mito y el dogma en leyenda, incluyendo su
biografía. No solo Dios escribe con
renglones torcidos, Borges también. Pero, qué te voy a decir que no sepas.
Pero voy a intentarlo:
Solía
Luis Rosales, después de las conferencias, almorzar o cenar en `El 4’ —un restaurante, situado en Buen
Suceso, 4; frente al Corte Inglés de Princesa, donde otrora se reuniera la
Generación del 27—. Nos acompañaban Félix Grande, Onetti, Alberto Porlan, Luis
Martínez Cuitiño y Pepe Hierro. No sé cómo, pero Borges, recurrente, lamentó la
liviandad de la literatura española, exceptuando a Per Abbat, Quevedo y
Cansinos Asens. Félix Grande y Paca Aquirre abogaron por algunos otros y, de
paso, por Antonio Machado. Recuerdo que Pepe Hierro y
yo íbamos por nuestra segunda botella de rioja y apuramos la copa, antes de que
se desplomase el techo. «Don Manuel… ¡Qué gran poeta, y qué injustamente
ignorado en España...!» dijo Borges. «Me refiero—terció Félix— a don Antoni
Machado». Aquí, se desplomó el techo: « ¿Ah, pero Manuel tenía un hermano?»
Espetó con aplomo Borges, traviesillo, él.
Luis desvió la conversación, pero no lo suficiente. Borges se había
adueñado de la situación y no estaba dispuesto a irse de rositas. Estas
situaciones tensas y vidriosas le fascinaban. Le encantaba provocar, y, en este
campo, para él, lo más sagrado era pura falacia; fácil presa para la voracidad
de su ingenio —que le había costado el Nobel desde hacía tres decenios—, sintió
la necesidad de añadir: «Los admiradores de Federico García Lorca son unos
desagradecidos, pues gracias al general Franco, que lo fusiló, no es un
desconocido…» Nos quedamos pasmados, y Luis daba sorbitos a una copa de vino en
el vacío, respirando profundamente concluyó: «Bueno, creo que se está haciendo
tarde…».
Luis Martínez Cuitiño y yo acompañamos
a Borges dando un paseo por el Parque del Oeste. Hablamos del ‘esplendor’ del
‘Zohar’ y del ‘Safer Raziel HaMalach’; de la Cábala de Gershom Scholem; de los
símbolos alquímicos de El Bosco y del sufismo de Idries Shah. Guardo el
recuerdo de esa conversación luminosa, como algo sagrado, en lo más profundo de
mi memoria y de mi corazón.
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