Entiendo que
el teólogo Leonardo Boff, tenga un cierto pudor en contar cómo se produjo, en
1985, el proceso en el que entonces el cardenal Ratzinger, Prefecto de la
Congregación de la Fe, heredera de la vieja Santa Inquisición, le condenó al
silencio. Ratzinger sería el próximo papa, Benedicto XVI.
Yo, aquel día estaba con Boff en Roma. Cenó la noche anterior en mi casa donde había convidado a un puñado de periodistas amigos míos para arroparle. Boff que tenía, 47 años, estaba nervioso y preocupado. No sabía cómo se iba a desarrollar el proceso contra él en el Vaticano. No le habían informado de nada. Sólo que estuviera allí a las nueve de la mañana. El teólogo, siempre amable, parecía como un niño entre temeroso y emocionado. Nos enseñó una carpeta con miles de firmas en apoyo suyo. Nos preguntó si sería oportuno entregárselas a Ratzinger. Le preguntamos de quienes eran aquellas firmas y nos dijo con candor: “De prostitutas cristianas brasileñas”.
Yo, aquel día estaba con Boff en Roma. Cenó la noche anterior en mi casa donde había convidado a un puñado de periodistas amigos míos para arroparle. Boff que tenía, 47 años, estaba nervioso y preocupado. No sabía cómo se iba a desarrollar el proceso contra él en el Vaticano. No le habían informado de nada. Sólo que estuviera allí a las nueve de la mañana. El teólogo, siempre amable, parecía como un niño entre temeroso y emocionado. Nos enseñó una carpeta con miles de firmas en apoyo suyo. Nos preguntó si sería oportuno entregárselas a Ratzinger. Le preguntamos de quienes eran aquellas firmas y nos dijo con candor: “De prostitutas cristianas brasileñas”.
Recuerdo la cara que pusimos. Nos miramos unos a otros y decidimos desaconsejarle mostrar aquella carpeta de firmas al cardenal.
Le esperé la
mañana siguiente a la puerta del palacio de la Congregación de la fe, situada a
la izquierda de la plaza de San Pedro. El teólogo de la Liberación, que
pertenecía a la Orden de Franciscanos Menores, llegó vestido de hábito. A las
nueve en punto le llamaron. Yo le esperé a la puerta durante las cuatro horas
que duró el proceso contra él.
Salió cansado, pero sereno. Me iba a contar lo más importante del proceso para este diario, EL PAÍS.
“¿Y entonces?”, le pregunté. Y Boff, calmo: “Entonces, hermano, el cardenal Ratzinger me ha condenado al silencio”.
Recuerdo hoy algunos de los detalles que me contó de aquel proceso. Estaban sólo Ratzinger y un secretario convertido en taquígrafo que fue recogiendo la conversación - debate entre los dos. Ningún otro testigo Boff había estudiado teología en Alemania en la misma Universidad en la que enseñaba Ratzinger, primero teólogo progresista en el Concilio y después obispo y cardenal conservador, crítico de aquel mismo Concilio que él había ayudado a desarrollarse.
Ya se conocían. Y Boff hablaba alemán, la lengua materna del cardenal Ratzinger quién empezó a interrogarle en su lengua. Boff lo detuvo y le dijo que en ese caso él estaba en desventaja, ya que él, como alemán, dominaba mejor la lengua y a él le costaría más expresarse al defender sus tesis en una lengua que aunque la había estudiado no era la suya.
Decidieron que los dos hablarían en un idioma que no era el materno de ninguno de los dos: en italiano.
Ratzinger le mandó sentarse en frente de él y empezó el interrogatorio. Boff lo interrumpió de nuevo. “Eminencia, en Brasil, en nuestras comunidades cristianas, cuando empezamos algún trabajo importante, hacemos una oración a nuestro padre Dios para que nos ilumine. Me gustaría hacerlo también ahora”.
El cardenal, sin comentar su petición, se levantó y dijo: “Está bien, recitemos el Ven Espíritu Santo”. Y lo rezaron juntos. Ya más relajado, el cardenal observando que Boff estaba con el hábito franciscano que nunca usaba en Brasil donde vestía como los seglares, le comentó sonriendo: “¿Ve cómo usted está más elegante de hábito?”.
Lo estaba. Boff era un cuarentón elegante como un actor, alto y el sayo franciscano le caía como si fuera de Valentino.
El teólogo entendió el mensaje de Ratzinger y le respondió: “Es posible, que de hábito esté más elegante, pero, eminencia, en Brasil, entre los pobres con los que trabajo, si me ven de hábito por ejemplo en el autobús, se levantan y me dejan el asiento, porque el hábito es símbolo de poder. Por eso prefiero vestir como ellos, para ser tratado como uno más”.
Sin más preámbulo, Ratzinger, como si no le hubiese escuchado, comenzó su rosario de críticas y acusaciones contra la teología de Boff sobre todo contra la obra ya citada, Iglesia, carisma y poder, considerada herética por el vaticano.
Una de las cosas que Boff siempre ha defendido y que siempre me ha parecido sugestiva y creativa es que todas las palabras pronunciadas con deseo de decir la verdad son tan sacramentales como las de los sacramentos oficiales de la Iglesia.
La teología católica defiende que las palabras de los sacramentos del bautismo, penitencia, eucaristía etc. son sacramentales porque realizan lo que dicen. Y que ello se da por la fuerza que les imprime el sacramento.
Boff defiende, y con él tantos teólogos, que toda palabra “verdadera”, pronunciada con sinceridad, es sacramental porque también realiza lo que expresa. Jesús decía a los suyos que si tuvieran fe y dijesen a una montaña que viniera, ella se movería. Es sacramental todo lo verdadero. Cuando digo de verdad a una persona que la amo o que la perdono, esa persona siente realmente mi amor en ella y mi perdón.
Boff no me contó todo el duro interrogatorio al que fue sometido por Ratzinger, pero está claro que el cardenal ya tenía tomada su decisión anteriormente y de poco sirvieron las aclaraciones del acusado.
El veredicto fue perentorio: condenado al silencio.
Hoy, Boff dice que existen dos Ratzinger, el del profesor de teología en Alemania, simpático, afable, que daba la mitad de lo que ganaba para que pudieran frecuentar la Universidad estudiantes pobres del Tercer Mundo, y el Ratzinger de después, obispo, cardenal y papa, duro con los teólogos de la Liberación, conservador en materia de costumbres y en el diálogo con la modernidad, intransigente con la nueva teología.
Ahora estamos ante el tercer Ratzinger, el del papa que renuncia al poder para retirarse él esta vez voluntariamente “al silencio”, a aquel silencio al que años atrás había condenado al teólogo franciscano.
Para no condenarse al ostracismo, Boff pidió más tarde salir de la Congregación y dejó el sacerdocio. Cuando le preguntaron si había dejado también a la Iglesia, respondió sonriendo: “No, es la Iglesia la que se ha salido de ella misma, del carisma de su fundación evangélica, yo sigo en la Iglesia de Jesús que era la de los pobres, enfermos, endemoniados y leprosos, de todos los arrinconados y despreciados por el poder”.
El teólogo brasileño, catedrático emérito de la Universidad de Rio, es hoy el defensor de la Teología de la Tierra, a la que estamos empobreciendo, violentando y destruyendo, según él afirma.
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