La realidad de todos los días tiene dos dimensiones: la que leemos y vemos a diario en los periódicos y la TV y la que convivimos con el entorno que nos rodea. Ésa es la vida real, que para ser sincero, al menos en lo personal, se me hace difícil de entender o si la entiendo [me refiero a los medios] se me hace cada vez más inconsciente, más enigmática. Si las cosas son así de crudas, de dolorosas o problemáticas, a nivel de historias personales o de desgracias que atañen al país, creo que la tendencia es a enfermarnos o a volvernos apáticos. Uno se queda con el mal sabor de haber probado un alimento desabrido, y la reacción es, el rechazo o el asco. A veces son hechos que ocurren y nos parecen increíbles o muy ajenos a nosotros. En lo personal me obliga a doblar página o a apagar el televisor, o al menos cambiar de canal. Es un mundo que quisiésemos fuese virtual, inexistente por lo insoportable y contaminante. En todo caso se hace espinoso de aceptar e intolerable. Lo mismo ocurre con lo que observamos a nuestro alrededor, que es la segunda dimensión a la que me refiero. Conversamos y al rato nos damos cuenta de los conflictos domésticos, de las tragedias personales, de las incomprensiones, del desamor y de los desencuentros existente “en los otros”, que, igualmente, los sentimos aparte, extraños a nosotros, que no nos atañen, pero que, aún así, o porque no nos atañen, los sospechamos peligrosos, como una alarma que nos pone en resguardo. Y no me refiero a la muerte natural que no nos debe sorprender por lo inevitable, sino al azoro, a la conmoción, al crisparse ante sucesos y desventuras que sobrevienen al otro lado de nuestras vidas, que tal vez las vemos de cerca o de lejos, pero que siempre, de alguna manera, nos afectan.
Me he preguntado cómo crear un mecanismo de defensa, un escudo que nos proteja de ésos golpes, de ésos arañazos que nacen y vienen de la realidad. Tolerancia, solidaridad, empatía, caridad cristiana o como queramos llamarla, indudablemente ayuda, sino a remediar del todo los males, al menos a convivir con ellos. No obstante, la amenaza continúa ahí, es difícil olvidarla o ignorarla a pesar de las sugerencias señaladas, de ello no nos vamos a librar fácilmente. Otra terapia que creo puede disminuir el efecto colateral de situaciones embarazosas, puede ser, y es asunto de probarlo [al menos empiezo a experimentarlo] es leer la realidad, cuando nos es ingrata, como si fuese una ficción. Como una novela en que no hay personas sino personajes, y que lo que pasa podría pasar en la realidad, pero que no necesariamente está pasando. Creerlo así. El consuelo de esa posibilidad, de esa probabilidad, nos ayudará a amainar, sino del todo, al menos en parte, el aplastante peso del sufrimiento de los demás, que siempre será de seguro, también nuestro.
Manuel Obregón S
Masatepe, 3-8-10
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