El diario granadino EL CORREO (1913-1934), fué fundado por quien fuera su Director, Carlos Rocha Avellán y es sobre todo recordado por haber dado acogida a las publicaciones literarias del Movimiento de Vanguardia, "Rincón de Vanguardia" y "Página de Vanguardia", a cargo de Pablo Antonio Cuadra Cardenal y Octavio Rocha Bustamante, hijo éste último de don Carlos y padre de Luis Rocha Urtecho, quien, junto con su nieto Luis Javier Espinoza Rocha, retoman hoy "El Correo Nicaragüense"; un blog pluralista, que agradece la reproducción de su contenido.

viernes, 13 de agosto de 2010

La otra cara de Eslaquit

La democracia se sostiene en visiones armónicas y socialmente legitimadas de la justicia y la libertad. Este es el caso de una democracia madura como la francesa, o el de una democracia joven, como la costarricense.

En Nicaragua hemos carecido de la capacidad para construir “ideales” políticos que integren y armonicen estos dos principios. En nombre de sus intereses y su libertad, los Conservadores del siglo XIX defendieron una democracia que sacrificó la justicia social. Los Liberales como Zelaya, por su parte, enarbolaron la bandera de la justicia para crear un régimen que canceló la libertad de sus adversarios.

Irónicamente, Somoza García puso fin a la guerra entre conservadores y liberales institucionalizando un régimen que negaba tanto la justicia como la libertad. Luego vino la Revolución Sandinista.

Los Comandantes de la Revolución deben haber estado dormidos cuando José López Portillo sintetizó en la Plaza de la Revolución el reto y la oportunidad que enfrentaba Nicaragua en 1979 (no importa que lo haya dicho el priísta López Portillo. Lo importante es lo que dijo).

La historia política de América Latina, señaló el mandatario mexicano, ha estado marcada por tres grandes quiebres. El primero fue la Revolución Mexicana; el segundo la Revolución Cubana y el tercero la Revolución Nicaragüense. La Revolución Mexicana, continuó diciendo, se estancó porque sacrificó la justicia social en nombre de la libertad. La Cubana también se estancó, porque en nombre de la justicia sacrificó la libertad. La revolución nicaragüense, concluyó, debería ser capaz de encontrar un balance aceptable entre el principio y la práctica de la justicia, y el principio y la práctica de la libertad.

El resto lo conocemos todas: en nombre de una mal definida justicia, el FSLN impuso una dictadura que sacrificó la libertad de los que no estaban dispuestos a gritar: “¡Dirección Nacional ordene!”

A partir de 1990, los gobiernos de la llamada transición democrática volvieron a levantar la bandera de la libertad; esta vez en su versión neo-liberal, ignorando la variable de la justicia en la ecuación del orden social.

Si nos atenemos al discurso de los que hoy dominan el escenario político de nuestro país, es posible que en las elecciones del próximo año tengamos que escoger, nuevamente, entre la versión de la justicia sin libertad que ofrece el FSLN, y la libertad neoliberal sin justicia social que ofrecen la oposición alemanista y la no alemanista en nuestro país.

¿Cuál es la lógica que usamos los nicaragüenses para aceptar, una y otra vez, estas versiones mutiladas de la democracia? Exploremos esta pregunta analizando la racionalidad que utiliza el Padre Neguib Eslaquit cuando en una reciente entrevista a La Prensa explicó las razones que lo han empujado a evaluar más positivamente al gobierno de Ortega.

La otra cara de la moneda

Eslaquit revela que él “antes” era un crítico de Ortega porque estaba lleno de “traumas” y “resentimientos” causados por la revolución en los 1980s. “Antes solamente estaba buscando el pelo en la sopa”, señala. Ahora, asegura, ha “madurado” y ha encontrado que “también hay cosas positivas en el gobierno” y que no es bueno ver solamente lo malo.

Eslaquit pone como ejemplo de “lo bueno” del gobierno de Ortega, el hospital que se está construyendo en La Concha, su pueblo natal. Reconoce que “hay otras grandes debilidades en el gobierno de Ortega” pero que es necesario reconocer que también hay cosas positivas. No hay que ver, dice, “solamente . . . una cara de la moneda”.

Ni Eslaquit es un Nazi ni Ortega es un Hitler. Pero con la lógica de Eslaquit, el régimen de la Alemania Nazi sería “aceptable”, ya que éste tenía su “cara buena”. Basta citar, por ejemplo, los logros que en materia de empleo y justicia social para los trabajadores alemanes obtuvo Hitler en los primeros años de su gobierno.

¿Cómo hubiese reaccionado Eslaquit frente a un Hitler que redujo el desempleo, de 5 millones de personas en 1933, a 2.15 millones en 1935, alcanzando el empleo total en 1936 en los sectores de la construcción y la metalurgia?

¿Nos hubiese recomendado Eslaquit ver la “otra cara” del Holocausto Judío? ¿Nos hubiese invitado a “ver lo bueno” del régimen Nazi y a tomar en consideración la promesa de Hitler de remover las rígidas divisiones de clase en Alemania? Piénsese que elVolkswagen (literalmente “carro del pueblo”) fue producido a solicitud de Hitler para beneficiar a la clase media alemana.

A pesar de los programas sociales del Tercer Reich, promovidos según el mismo Hitler, “en nombre de Dios”, el régimen Nazi tiene que ser condenado sin ambigüedades y en su totalidad. ¿Por qué? Por un principio ético básico: el bien no justifica el mal. Aún más, el bien deja de ser bien si se usa para justificar la maldad.

Así, ni el hospital de La Concha, ni los absolutamente necesarios programas sociales del FSLN, justifican los delitos y las arbitrariedades del gobierno de Ortega.

Ni el bien justifica el mal, ni el fin justifica los medios. Lo dice el Catecismo de la Iglesia Católica que Eslaquit está obligado a leer para respetar: “nunca está permitido hacer el mal para obtener un bien” (1756). Y agrega: “la autoridad política debe actuar dentro de los límites del orden moral y debe garantizar las condiciones del ejercicio de la libertad” (1923).

La pobreza lógica y teológica que muestra Eslaquit para entender la justicia y la libertad como dimensiones esenciales e inseparables del ideal democrático, se reflejan también en su incapacidad para entender que un sacerdote como él, está obligado a promover la construcción de este ideal. Eslaquit subordina esta responsabilidad a una visión obsequiosa de la amistad.

Eslaquit reconoce, por ejemplo, que la actuación del protegido del Cardenal Obando, Roberto Rivas, ha dejado “un saborzote de no plena transparencia”. Inmediatamente después de esta ambigua y tímida aseveración, agrega: “Es preferible que sea otra persona y no él quien lidere el Consejo Electoral, con todo el respeto que se merece don Roberto Rivas, porque quiero que lo digás, lo aprecio a él como persona y a su familia, pero amor no debe quitar conocimiento”. ¿Merece Roberto Rivas el respeto público de un sacerdote que desarrolla su labor pastoral en una Nicaragua ahogada por la corrupción?

La complaciente visión de la amistad que profesa Eslaquit, también se expresa en las exageradas expresiones de admiración y agradecimiento que el sacerdote ofrece públicamente a Obando y Bravo cada vez que tiene la oportunidad de hacerlo. El mismo Eslaquit señala: “Alguna gente me ha dicho: ‘Padre es que usted le hubiera agradecido de manera privada al Cardenal’”. La pomposa respuesta de Eslaquit: “No. Yo cuando quiero, quiero.”

Arnoldo Alemán expresa los mismos valores con otras palabras: “Mis amigos no tienen defectos”.

¿Es éticamente aceptable subordinar nuestra responsabilidad social a una visión incondicional de la amistad personal? Que responda el Catecismo Católico: “Debe proscribirse toda palabra o actitud que, por halago, adulación o complacencia, alienta y confirma a otro en la malicia de sus actos y en la perversidad de su conducta. La adulación es una falta grave si se hace cómplice de vicios o pecados graves. El deseo de prestar un servicio a la amistad no justifica una doblez del lenguaje” (2480).

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