Onofre Guevara López
Carece de novedad el tema de si es dentro del proceso histórico y de la lucha entre fuerzas políticas contrarias –y no “gracias a Dios”, como dice anacrónica y oportunistamente Daniel Ortega—, que se produce el cambio del orden político social establecido con injusticia y opresión, por uno nuevo con justicia y libertad. Cuando estas contradicciones se resuelven a favor de las fuerzas opuestas a la justicia social, será un orden político reaccionario; y, cuando sucede lo contrario, la justicia será más tangible, aunque no será el final de toda contradicción.
En Nicaragua –venida de varias experiencias de períodos de reacción y progreso, progreso y reacción—, la está sumida en una confusa situación, en la cual lo “revolucionario” formal pone en práctica políticas de corte reaccionario. Y las contradicciones humanas y sociales no cesan, mientras el orteguismo trata de ocultarles sus raíces.
Los actores políticos del gobierno no dejan el disfraz revolucionario, mientras avanzan sus proyectos políticos reaccionarios. A la democracia –a la cual, por radicalismo infantil, la izquierda la creyó y la trató como un producto burgués—, el orteguismo le mutila su expresión representativa, al ejecutar el fraude electoral que burla la voluntad popular. En su defecto, impone la “democracia directa” bajo la orden de su caudillo, quien le atribuye a sus partidarios, menguados por la manipulación, la orientación de las funciones del gobierno y de los municipios, que él orienta.
En consonancia con esta falsedad, practicada en forma directa, desde el mando arbitrario y autoritario del presidente y su consorte, atropellan preceptos constitucionales; abusan de los recursos del Estado y de la solidaridad internacional; reducen al mínimo la autonomía de los funcionarios públicos, quienes, como autómatas, sólo ejecutan órdenes superiores del presidente y su familiares –esposa e hijos— que no tienen funciones oficiales ni formación técnica; en fin, la democracia –“poder del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”—, aquí se practica como el poder de un hombre, una familia y una camarilla.
Democracia de este tipo, no es popular, tampoco representativa y menos socialista. Es el embrión de una dictadura personal, familiar y de clase. Sí, de clase: de una clase de individuos desclasados en su origen, devenidos en acaparadores de riqueza para saciar apetitos por bienes materiales de los que carecieron toda su vida y se los envidiaron a las clases dominantes tradicionales, por lo cual arriesgaron el pellejo en la lucha armada con la idea fija, de “no seguir siendo pobres”, como tal lo ha confesado uno de ellos, más de una vez.
Esta espuria composición social y moral de los gobernantes, no podía producir un nuevo orden social, sino el desorden institucional: un Consejo Electoral mercenario; una Corte de Justicia sin personalidad ni independencia; un Ejecutivo dictatorial y una Asamblea legislativa que funciona como un mercado de votos. Todo lo que de este sistema político emane, será antidemocrático.
Los personajes de gobierno, carecen de ética no sólo porque su práctica política es amoral, ni porque reciban la crítica eclesial desde su interés religioso; no tienen ética, porque abusan de una representación popular –forjada con la presión sobre los trabajadores del sector público, teniéndolos como rehén por el empleo—; porque se montan, para justificarse, sobre el sacrificio de los caídos en la lucha revolucionaria y prostituyen la mística que a ellos los llevó a morir sin aspirar a nada más que la liberación de la patria, y a los “vivos” acomodar una supuesta “revolución” a sus intereses particulares.
Pero tienen tantos lados vulnerables, y las críticas las tienen tan bien merecidas, que no pueden desmentirlas, y prefieren marchar sobre los restos de la democracia como maquinaria bélica, arrasándolo todo. Los intentos por acallar las críticas, se los endosan a sus intelectuales –que al mismo tiempo son empleados del Estado—, quienes no son capaces de dar respuestas razonables. Su argumentación no tiene contacto con la realidad, y la desvían hacia el servilismo, hacia la auto vanagloria, a idealizar el sistema político reaccionario, a lanzar acusaciones sin pruebas contra sus críticos con un lenguaje tremendista, vulgar y ofensivo. Y, por eso mismo, inocuo.
Dentro de su pobreza argumental no hay espacio para la decencia, porque no tienen hechos decentes que los respalden. Su incapacidad de defensa, la cubren con ofensas. Aun cuando las críticas, efectivamente, les llegan desde la derecha, sus ofensas no les quitan la razón, ni limpian al orteguismo de responsabilidades y de culpas. Si, como dicen, las críticas son pretextos de la derecha para “atacar y denigrar al gobierno”, ¿por qué no hacen su gestión transparente, con respeto a los derechos humanos y políticos, y así la desarman y la dejan en el ridículo? Pero hacer algo tan simple como esto, les resulta imposible, porque no tienen razón, y se lo impide la idiotez de su prepotencia.
A lo menos grotesco que los orteguistas han podido echar manos para contrarrestar las críticas, es que si su gobierno fuera una dictadura, existieran presos políticos, y aquí no los hay. En verdad, aquí no existen presos políticos, pero no por la naturaleza democrática del gobierno, sino porque le faltan motivos. ¿Por qué echarían presos a quienes no han cometido delitos, sino solamente críticas y reclamos de respeto a sus derechos democráticos? Tampoco es que les falten deseos de echar preso a alguien, si no a que la delincuencia política la practican los orteguistas y nunca se van a echar presos ellos mismos.
No están presos los delincuentes orteguistas que con palos, morteros y patadas han maltratado a personas que han querido expresar su condena al fraude de 2008 en las calles. No han detenido ni procesado a los delincuentes que le fracturaron un brazo a una activista, ni a los que golpearon a otros miembros de
Con esos delitos de represión, más los de orden “legal”, como violaciones a
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