Introducción del libro “Bienvenidos al
desierto de lo Real” de Slavoj Zizek.
En un viejo chiste de la ya extinta
República Democrática Alemana, un trabajador alemán consigue un empleo en Siberia;
consciente de que su correo será leído por los censores, les dice a sus amigos:
“Establezcamos un código: si la carta que os envíe está escrita en tinta azul,
lo que en ella os diga será verdad; si está escrita con tinta roja, será
falso”. Un mes más tarde, sus amigos reciben la primera carta, escrita con
tinta azul: “Aquí todo es maravilloso: las tiendas están llenas, la comida es
abundante, los apartamentos son amplios y tienen buena calefacción, en los
cines ponen películas occidentales, hay un montón de chicas dispuestas a tener
una aventura… Lo único que no se puede conseguir es tinta roja”.
La estructura del chiste es más refinada de
lo que podría parecer: aunque el trabajador no puede indicar que lo que está
diciendo es falso de la forma preestablecida, aún así consigue transmitir el
mensaje. ¿Cómo? Incluyendo una referencia al propio código, como uno de sus
elementos.
Por su puesto, nos encontramos ante el
clásico problema de la autorefencialidad: puesto que la carta está escrita con
tinta azul, ¿no puede considerarse verdadero todo su contenido? La respuesta es
que el hecho de que se mencione la falta de tinta roja, indica que debería
haber estado escrita con tinta roja. Lo interesante es que la mención a la
falta de tinta roja produce el efecto de verdad independientemente de su propia
verdad literal: incluso en el caso de que se pudiera conseguir tinta roja, la
mentira de que es imposible hacerlo sería la única forma de conseguir que el
auténtico mensaje pasara la censura.
¿Acaso no es ésta la matriz de una crítica
eficaz de la ideología, no sólo bajo una citación “totalitaria” de censura,
sino, tal vez, incluso de un modo más adecuado, bajo la condición más refinada
de la censura liberal?
Se comienza por afirmar que uno tiene toda
la libertad que quiere para a continuación limitarse a añadir que lo único que
falta es la “tinta roja”: nos “sentimos libres” porque nos falta el lenguaje
para articular nuestra falta de libertad. Lo que esta falta de tinta roja
quiere decir es que hoy en día los principales términos que utilizamos para
designar el conflicto actual –“guerra contra el terrorismo”, “democracia y
libertad”, “derechos humanos”, etc.- son términos falsos, que desmitifican
nuestra percepción de la situación en lugar de permitirnos pensarla. En este
preciso sentido, nuestra propia “libertad” sirve para enmascarar y sostener
nuestra más profunda falta de libertad.
Hace un siglo, al subrayar la necesidad de
aceptar algún dogma determinado como condición previa para cualquier (demanda
de) libertad real, Gilbert Keith Chesterton detectaba de forma perspicaz el
potencial antidemocrático del principio de libertad de pensamiento:
“Podríamos decir en términos generales que
el pensamiento libre es la mejor de todas las salvaguardas contra la libertad.
En su estilo moderno, la emancipación de la mente del esclavo es la mejor forma
de evitar la emancipación del esclavo. Enséñale a preocuparse de si quiere ser
libre y nunca se liberará”
–Gilbert Keith Chesterton, Ortodoxia,
Barcelona, Alta Fulla Editorial, 2000-.
¿No es esto particularmente cierto en
nuestro mundo “posmoderno”, con su libertad para reconstruir, dudar y
distanciarse de uno mismo?
No deberíamos olvidar que Chesterton hace
exactamente la misma afirmación que Kant realiza en “¿Qué es la Ilustración?”:
“Piensa tanto como quieras y tan libremente como quieras, pero ¡obedece!”.
La única diferencia entre ambos es que
Chesterton es más específico, y señala la paradoja implícita tras el
razonamiento kantiano: no se trata sólo de que la libertad de pensamiento no
mine la servidumbre social real, sino de que además la sustenta de forma
activa. El viejo mandato “¡No pienses y obedece!” contra el que Kant actúa es
contraproducente: alimenta la rebelión; la única forma de asegurar la
servidumbre social es a través de la libertad de pensamiento. Chesterton es
también bastante lógico como para realizar una afirmación contraria a la de
Kant: la lucha por la libertad necesita una referencia a algún dogma
incuestionable.
En un diálogo famoso de una comedia de Hollywood,
la chica le pregunta a su novio:
“¿Quieres casarte conmigo?”
“¡No!”
“¡Deja de evitar el tema! ¡Dame una
respuesta directa!”
En cierto sentido, la lógica subyacente es
correcta: la única respuesta directa aceptable es “¡Sí!”, de modo que cualquier
otra, incluido un “¡No!” rotundo, constituye una evasión. La lógica subyacente
es de nuevo la de la elección forzosa: eres libre de elegir siempre y cuando
elijas lo correcto.
¿No caería en la misma paradoja un
sacerdote que discutiera con un escéptico?
“¿Crees en Dios?”
“¡No!”
“¡Deja de evitar el tema! ¡Dame una
respuesta directa!”
De nuevo, en opinión del sacerdote, la
única forma de respuesta directa es la afirmación de la existencia de Dios:
lejos de ser equidistantes, la negación atea de la fe es un intento de evitar
el tema del encuentro divino. Y ¿no sucede lo mismo con la elección actual
“democracia o fundamentalismo”?
¿Acaso no es cierto que, en los términos en los
que la elección se plantea, es sencillamente imposible elegir
“fundamentalismo”? Lo que resulta problemático en la manera en la que la
ideología dominante nos impone esta elección no es el “fundamentalismo”, sino
la misma democracia: como si la única alternativa al “fundamentalismo” fuese el
sistema político de la democracia liberal parlamentaria.Slavoj Zizek
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